Domingo 4º del Tiempo Ordinario


El himno a la caridad, integrada en la segunda carta de San Pablo a los Corintos, constituye un precioso texto que gustan de elegir para su boda muchas parejas de novios. Su elección es celebrada por muchos de los invitados y acompañantes, y hasta ocurre que se disputan a veces por realizar su lectura en el momento solemne de la celebración.

Palabras tan bonitas, sin embargo, no se refieren a otra cosa sino al Reino de Dios que está ya germinando entre nosotros, los seres humanos. Ese amor al que se canta, es el mismo Dios Padre, el Abba, que ya no puede vivir sin sus hijos, y se ha hecho Dios carne y sangre en Jesús, el Hijo, Emmanuel, Dios-con-nosotros. Y de ese amor participamos por el Espíritu que nos habita como templos de la divinidad.

Suenan a palabras tiernas y hasta ñoñas, dulces y contagiosas, a modo de raptos juveniles que se quieren comer el mundo sin medir fuerzas ni mirar medios. Pero para entenderlas y hacerlas propias es necesario, antes, haberse sentido llamado a ser profeta, al estilo de Jeremías. Y eso no se hace en un ratico.

No se hizo Jesús a sí mismo en tan poco tiempo, su vida discurrió en Nazaret en el silencio del trabajo y en la convivencia con los suyos; en la fe, en la oración y en el ver la realidad pura y dura que su pueblo soportaba. Y cuando empezó a hablar y a actuar no tenía entre sus manos otra revolución que la del amor de Dios. Hoy se cumple esta palabra que acabáis de oír, les dijo a sus convecinos, mostrándoles que la liberación y la sanación, la inclusión y la reconciliación, no es camino para la salvación, sino la salvación misma.

¡Cómo nos gusta el amor reflejado en telenovelas! ¡Qué fácil parece amar, escrito en papel couché, entre sonrisas y palmas!

Esas palabras hay que leerlas y releerlas, porque son palabras de profeta. No es un amor fofo lo que ahí se propone, ni una especie de romanticismo adolescente, frágil y delicado. Es un amor de hombres y mujeres fuertes, libres, responsables, capaces de tomar las riendas de su destino y dirigirlo a donde creen que debe ir. Esos hombres y mujeres no son pacientes o constantes o misericordiosos por debilidad sino por fortaleza. No perdonan porque todo les dé lo mismo sino porque están llenos del amor y la misericordia de Dios.

Sólo los que aman mucho son capaces de mantenerse constantes en el momento del rechazo. Siguen amando porque para ellos el amor no es una emoción sino una actitud, un estilo de vivir. Saben que Dios es amor. Y que solo amando podremos hacer un mundo más humano: el mundo que Dios sueña.

Los auténticos profetas están dispuestos a asumir el rechazo, la cruz y todas las dificultades que se encuentren en el camino. Y, aunque Dios se calle, aunque sólo se oiga su silencio, están decididos a llegar hasta el final, como Jesús. Porque merece la pena.

Música Sí/No