Domingo 2º de Pascua


Hay un dato en el evangelio de hoy que requiere nuestra atención. Por dos veces llega Jesús ante el grupo de discípulos, y en las dos están con las puertas cerradas. La primera, por miedo. La segunda, ¿por qué?

Si se tratara del mismo miedo, ¿no supuso nada la llegada primera de Jesús? Si fuera miedo a otra cosa, ¡sólo faltaría que tuvieran miedo del fantasma de Jesús!

En mi opinión las apariciones de Jesús resucitado y los encuentros que narran los evangelios tras la Pascua sirven sólo para quienes fueron testigos directos.

Tomás, por ejemplo, es informado de que Jesús está vivo. Pero él no lo cree hasta que se encuentra con él.

Todos nosotros hemos recibido una tradición cristiana. Hemos aprendido el catecismo. Nos han formado en la fe en Jesús. Pero todo eso es sólo una información que, como con Tomás, se convertirá en fe confesada cuando en el tú a tú con el Resucitado, convencidos exclamemos: ¡Señor mío y Dios mío!

Los cristianos necesitamos escuchar a los testigos. Nicole Valeria recibirá de sus padres y de la comunidad cristiana el anuncio del Evangelio. Pero nadie puede creer por los demás; en esto cada quien tiene autonomía y personalidad propia.

El Dios de la vida nos aborda para provocar en nosotros el sí, el asentimiento y el acto de fe.

Y dichosos seremos si, como afirma Jesús, no requerimos ver con los ojos de la carne. No nos debe hacer falta palpar sus llagas, comprobar el sepulcro vacío, ver su cuerpo glorioso, comer su misma comida… No es ahí donde debamos buscarlo, donde lo encontraremos.

Él está cercano y asequible en la comunidad que vive el amor. Donde la fe en el Dios vivo y vivificante crea un nuevo punto de partida para todo ser humano. Donde el Espíritu anima, y es distintivo de todos y de cada uno vivir al aire de Jesús.

Es la comunidad cristiana en donde venceremos miedos, superaremos cobardías y encontraremos el acompañamiento que requiere nuestro acto de fe, que es personal, pero no individualista. Creemos, pero no sin la Iglesia, no al margen de ella, y mucho menos en contra o a pesar de ella.

Domingo de Pascua de Resurrección


Esta mañana, la Iglesia ha celebrado que Jesús, el crucificado, ha resucitado. El Padre, suyo y nuestro, lo ha constituido como El que Vive, vencedor del pecado y de toda muerte.

Al encontrarnos con Jesús resucitado hemos podido comprobar que no hicimos nada equivocado al fiarnos de Él. Tenía razón.

Es verdad cuanto nos ha dicho de Dios.

Ahora sabemos que es un Padre fiel, digno de toda confianza. Un Dios que nos ama más allá de la muerte.

Ahora sabemos que Dios es amigo de la vida, de todas las vidas.

Ahora sabemos que Dios hace justicia a las víctimas inocentes: hace triunfar la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, el amor sobre el odio.

Ahora sabemos que Dios se identifica con los crucificados, nunca con los verdugos.

Ahora empezamos a intuir que el que pierda su vida por Jesús y por el Evangelio, la va a salvar. Ahora comprendemos por qué nos invita a seguirle hasta el final cargando cada día con la cruz.

Ahora está vivo para siempre y se hace presente en medio de nosotros cuando nos reunimos dos o tres en su nombre.

Ahora sabemos que no estamos solos, que Él nos acompaña mientras caminamos hacia el Padre.

Escucharemos su voz cuando leamos su evangelio.

Nos alimentaremos de Él cuando celebremos su Cena.

Estará con nosotros hasta el final de los tiempos.

Hermanos, es la Pascua Florida en Jesucristo Resucitado. Feliz Pascua del Señor.

Domingo de Ramos


Tres posibilidades se nos ofrecen para estos días de Semana Santa: estar con los verdugos, ser del grupo de los espectadores curiosos, o permanecer junto a María al pie de la cruz donde pende Jesús. Pero no olvidemos que en la Pascua Dios sale victorioso en favor de todas las víctimas.


La segunda parte de esta celebración se centra en el relato de la Pasión según San Mateo. Escuchamos con respetuoso silencio, notamos el alto grado de intolerancia que significa el proceso de Jesús por las instancias religiosas, políticas y sociales de Jerusalén, y descubrimos en Jesús a todas las víctimas de la injusticia y del fanatismo humano.
Antes escuchamos el tercer Canto del Siervo del profeta Isaías y el Himno Cristológico de la Carta a los Filipenses.


Tras la escucha atenta y piadosa de estos textos que nos hablan del misterio terrible del mal y de la acción de Dios en favor nuestro, y en tanto esperamos anhelantes la llegada de la Pascua como triunfo del Dios de la vida sobre la muerte que nos amenaza, nosotros, espectadores de la pasión de Jesús, pero también fieles discípulos suyos, asumimos nuestra condición de salvados por un Amor que nos sobrepasa, nos redime y nos justifica por nuestra adhesión, mediante la fe en nuestro Señor Jesucristo como Hijo y Enviado del Padre con la fuerza del Espíritu, al Dios que nos sacó a la existencia y nos llama a participar de su gloria.

En comunión con la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, expresemos nuestra fe, la que recibimos en el Bautismo y nos constituye en Asamblea Santa, Pueblo de Dios, Comensales de esta Mesa de la Eucaristía:

-¿Creéis que Dios levantó por encima de todo a Jesús y le concedió el nombre por el que somos salvados?

-¿Creéis en el nombre de Jesús, dobláis la rodilla sólo ante su nombre, confesáis que sólo Jesús es el Señor de la vida, el Señor de la historia, el Señor del universo?

-¿Creéis que la gloria de Dios se expresa en la vida del ser humano; y que nuestra vida se hace plena en Dios?

-¿Creéis que estáis elegidos para tener la misma mente y el mismo corazón de Cristo Jesús, que siendo de condición divina no la retuvo ávidamente; sino que, amor al Padre y a todos los seres humanos, se humilló en nuestra carne?

-¿Creéis que estáis ungidos como siervos de Dios y servidores de los demás, confiando en la fuerza de Jesús?

-¿Creéis que sois llamados a ser obedientes a Dios hasta la muerte, asumiendo vuestra parte de los sufrimientos de la cruz por otros que viven en el mundo?

Esta es nuestra fe. Esta es nuestra esperanza y salvación. Pedimos la fuerza del Espíritu de Dios mientras seguimos el camino de la cruz esta semana con Jesús, que es Señor, para gloria de Dios Padre. Amén.

Domingo 5º de Cuaresma


El broche que cierra litúrgicamente la Cuaresma es esta Eucaristía dominical con las lecturas bíblicas que acabamos de proclamar. Tienen su culmen en la frase de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida», junto a la tumba de un amigo.

No es una frase bonita, ni pura retórica. Se trata de un grito dado por Jesús cuando como ser humano se encuentra más desvalido, en el momento más comprometido de su existencia y ante el cadáver de un ser querido.

Como judío cree en la resurrección de los muertos, allá al final de los tiempos. Mientras llega ese momento, entonces y ahora, lo que damos por muerto debe reposar tras la losa del sepulcro, atado y amordazado, excluido de la vida.

Ahí está también nuestra fe, tan inmóvil y estéril como nuestra esperanza; simple letra, apenas unos supuestos doctrinales.

A partir de su rotunda afirmación, Jesús va a dar tres órdenes apremiantes, haciéndonos entrar en acción:

¡Quitad la losa! ¡Sal fuera! ¡Desatadlo y dejadlo andar!

La vida no puede estar inactiva, dormida, sepultada.

Necesitamos mover la piedra de las cargas y esclavitudes que nos ahogan e inutilizan.

Debemos recuperar nuestra libertad y pasar a esa nueva situación de resucitados. Lo nuestro es la vida, no la muerte.

Jesús resucitó a Lázaro. Devolvió la vida a Marta y a María, que se morían de pena hundidas en sus dudas. Entusiasmó a los discípulos, cobardes y llenos de miedo a las puertas de Jerusalén.

Que la Palabra de Dios nos haga ver hoy que, por muy negra que sea nuestra realidad en este momento, por muy lamentable que parezca la situación a la que hemos llegado…, tenemos razones para apuntarnos a la esperanza. Para Dios estamos vivos. Todos podemos renacer y brotar. Todos podemos salir de la fosa.

Mejor dicho: a todos nosotros, en el bautismo, Dios nos situó ante la vida para que la vivamos, la compartamos y para que ayudemos a vivir. Por tanto, vivamos erguidos, conscientes de nuestra dignidad, libres y sin temor, resucitados y resucitadores. Adelante nos espera la Pascua Florida, la fiesta de los renacidos en el Espíritu de Jesús, que ya poseemos en el presente y es prenda de futuro en plenitud.

Porque Dios no nos ha abandonado.

Domingo 4º de Cuaresma


Nuestro camino cuaresmal nos dirige hoy a encontrarnos con Jesús al borde de una piscina.
 
El evangelio de Juan alude a dos estanques de agua que sirven de marco circunstancial para que Jesús se manifieste. Uno se llama Betesda, y era un lugar donde se esperaban milagros, porque un ángel bajaba a remover las aguas y hacerlas curativas. Allí sanó Jesús a un tullido que no podía meterse en ella a tiempo y siempre alguien se le adelantaba. Otro es el estanque de Siloé, recipiente de agua que servía para abastecer a la ciudad de Jerusalén en tiempo de asedio por ejércitos enemigos. Era usado por los paganos que llegaban a la ciudad para purificarse, y también por los levitas en la fiesta de los Tabernáculos. En todo caso, uno era considerado espacio sagrado, el otro no. De ambas piscinas prescinde Jesús, haciendo que pierdan todo significado. Pero me llama la atención el hecho de que junto a estas dos piscinas o albercas Jesús aclara tras un largo diálogo con los tradicionalistas religiosos puntos importantes de la fe: el ser humano está antes que el precepto religioso, la enfermedad no es consecuencia del pecado.
 
Un ciego de nacimiento, que jamás ha visto luz alguna, en el encuentro con Jesús alcanza a ver, y con su ayuda reconoce la luz, la acepta y se convierte a ella. «Creo, Señor» expresa el culmen del ciego en su acceso a la fe en el Hijo del hombre. Porque no se trata de ¡ya está!, como si fuera un acto mágico; hay un largo proceso, lleno de inseguridad, miedo, oposición, rechazo, hasta llegar a la adhesión a la persona de Jesús. Alcanzar la fe resulta ser, según este pasaje evangélico, una transformación de la persona que, a pesar del entorno muchas menos veces favorable o no, o precisamente por él, va liberándose de ataduras, prejuicios y condicionantes.
 
También nosotros somos encontrados por Jesús allá donde estemos, y no es requerible un lugar especial o un momento determinado. Si nos adherimos a Él nos transformaremos, pero exigirá un proceso, una lucha interna y tal vez externa, dejar cosas y tomar otras, reconocer que estamos ciegos para ver con los ojos y también con el alma, y al final, como este ciego, orar suplicando: “¿Y quién eres, Señor, para creer en ti?”
 
Cuando ya rendidos oigamos “Soy yo”, sabremos que estamos ante Él.
 
Sólo escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él, vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde.
 
Y como discípulos también nosotros seremos igual que el Maestro: “Mientras estemos en el mundo, hemos de ser luz para el mundo”.
 
No es nuestro sitio los templos, no es ahí sólo ni precisamente en ellos donde debemos alumbrar; no dependemos de piscinas milagrosas ni de aguas curativas. El mundo entero es nuestro espacio, y es dentro de él donde tenemos que hacer presente el anuncio de la Buena Nueva. Desde él y para él, alcanzaremos el triunfo de la Pascua. En medio de nuestros hermanos, siendo creyentes y ejerciendo como tales, humildes pero convencidos, colaboraremos para que los ciegos vean, y la luz alcance a todos.

Música Sí/No