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Domingo 2º de Cuaresma



La Cuaresma —y toda la vida cristiana— es camino de conocimiento de Jesucristo, que nos pone en relación con el Padre y nos muestra la propia vocación. Es tiempo para convertirnos. (Cada vez que uso esta palabra temo no ser entendido, aunque en el lenguaje bíblico y de la liturgia sea corriente y usual).
Abraham (en la primera lectura) representa a la humanidad entera en su evolución y progreso hasta comprender que Dios no quiere el sacrifico de ningún «Isaac», que sólo quiere ser tenido en cuenta. San Pablo (en la segunda lectura), afirma que Dios está con nosotros, no contra nosotros, y dispuesto a darnos todo en y con su Hijo. ¡Cuánto nos gustaría estar convencidos de esto último.
En la montaña con los tres discípulos que mostraban más resistencia a dejar sus propias maneras e intereses, Jesús nos dice que estamos llamados a ser, como él, plenamente hijas e hijos de Dios. Sin desconsiderar a Moisés y Elías (el Antiguo Testamento, mediadores provisionales), el camino definitivo que ofrece el Padre es su Hijo Jesús.
Por tanto, no se trata de detenerse en Moisés y Elías, –profetas y maestros, teólogos y jerarcas, doctores y predicadores, que tenemos el rostro apagado; tampoco de buscar con Pedro atajos simplificadores, que nos alcancen el triunfo por métodos expeditivos, como si el fin justificara cualquier medio; mucho menos pretender como Santiago y Juan puestos de honor en un mundo nuevo hecho a la medida rastrera de los poderes interesados.
Se trata de escuchar, acoger y seguir «a nadie más que a Jesús» por el camino del amor y de la entrega total, porque sólo Jesús irradia luz. Todos los demás, la que recibimos y apenas sabemos irradiar.
Bajando de la montaña, los discípulos no lo habían entendido todo. Tenían más dudas que certezas. Pero continúan siguiendo a Jesús por la confianza que les ofrece y por la atracción de su persona.
No nos extrañe que estemos más pendientes de los sabios doctores y profetas, de los pedros, juanes y santiagos de turno; también nosotros queremos poner una tienda y retirarnos del combate, o ansiamos puestos de honor y reconocimiento. La duda es nuestra permanente compañera, como también el miedo, la ignorancia y tantas veces la impotencia.
Bajar con Jesús de la montaña es una decisión que nos compromete integralmente. Si no bajamos, no es Jesús quien se quede a nuestro lado. Pero si lo hacemos, vamos con Jesús hacia la Pascua, aunque en el trayecto esté Jerusalén, los conflictos, el rechazo, el juicio y la condena. La cruz de Jesús es inevitable para sus discípulos.
¿Confiamos en Jesús? ¿Creemos en él y en su palabra? Sigamos a Jesús y encontraremos a Dios.

Domingo 2º de Cuaresma

 
“Aquí me tienes, Señor”, dice Abraham, cada vez que Dios le habla. Igual que hizo también Samuel, en la noche mientras dormía. Como María, en su casa de Nazaret. Como hizo el mismo Jesús, según los evangelios.

Escuchar a Dios. Eso hicieron y hacen quienes viven de la palabra que salva.

Hoy Dios nos dice que escuchemos a su Hijo. La Iglesia, si tiene algún sentido, existe en la escucha del Evangelio. Sólo ahí está su razón y su vida.

Pedro se escuchaba demasiado. Miraba por sus intereses. Se encontraba a salvo allá arriba en la montaña y no quería oír. Tiene Jesús que bajarlo de la nube.

Nosotros no escuchamos. Queremos, al contrario, ser oídos. Insistimos en que nos miren, nos atiendan, nos complazcan.

La Iglesia escucha poco. Se predica a sí misma demasiado. Pierde la oportunidad de oírle al mundo, y a Dios que le habla desde la realidad.

Cuando salimos de nosotros mismos, cuando miramos hacia fuera, cuando son los otros los que nos preocupan, resulta que nuestros problemas dejan de serlo o pasan a un segundo plano; parece como si recuperáramos la salud, como si el cansancio desapareciera, como si nuestros miedos se diluyeran; entonces nos reconocemos útiles, incluso capaces de cualquier cosa, más allá de nuestras propias y limitadas fuerzas.

Cuando la Iglesia ha dejado de pensar en su poder ante el mundo, en atesorar riquezas y territorios, de entablar relaciones de conveniencia con los grandes de la tierra, ha acertado a escuchar a los pequeños, ha descubierto su vocación de servicio y ha transparentado el Reino de Dios. Y ha sido entonces cuando su predicación se ha entendido como Buena Nueva. No la suya, la del Dios bueno para el mundo.

Necesitamos escuchar a Jesús. El Evangelio nos reclama para que el mundo se entere de la fuerza liberadora y humanizadora, que sin nosotros no se hará pública.

Si nos quedamos en lo alto de la montaña, si no bajamos al llano y caminamos aunque cueste hacia la Pascua, estaremos haciendo inútil en nosotros la gracia de Dios, la propia vocación de apóstoles del evangelio, y estaremos fallando a quienes esperan y tienen derecho a recibir de nosotros una palabra de vida.

Lo único que tenemos, los cristianos, es a Jesús y su palabra. Diluirla en costumbres y doctrinas, es echarla a perder. La fuerza vivificadora y liberadora del Evangelio se anquilosa cuando la recubrimos y envolvemos en lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.

Hacerla correr limpia, viva y abundante; llevarla a nuestros hogares, hacerla cercana a quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, ofrecerla a cuantos viven sin esperanza, pregonarla de palabra y con las obras, vivirla con alegría y convencimiento, es dejar libre su capacidad de sanar corazones malheridos, levantar ánimos caídos y entusiasmar espíritus pusilánimes.

Escuchemos a Jesús, leamos su palabra, trabajémosla y orémosla en comunidad. Descubriremos con San Pablo que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios.

Domingo 2º de Cuaresma


El Evangelio dice que Jesús se hizo acompañar por Pedro, Santiago y Juan, y con ellos subió a una montaña muy alta, y allí arriba, delante de ellos y junto a Elías y Moisés, se transfiguró. Y no sabéis los ríos de tinta que se han gastado y la de páginas que se han escrito comentando este pasaje evangélico. Ideas no faltan para estar hablando de esto durante mucho tiempo. Pero tenemos sólo un ratito y son tres las lecturas bíblicas que hemos escuchado.
Cuando tenemos unos días libres y podemos salir de vacaciones solemos escoger entre el mar y la montaña. Otros se van a ver a la familia. Cada uno según sus gustos. Yo he de reconocer que me chifla la montaña. No soy escalador ni montañero de postín; apenas andarín, pero disfruto con los preparativos, mirando mapas y estudiando alternativas. Para subir hay que ir algo preparado: calzado, ropa, alimentos, agua, en fin todo lo necesario y nada que sea superfluo. Y mirar el tiempo meteorológico y el tiempo del reloj. Conviene madrugar, porque el regreso hay que hacerlo preferentemente con luz solar.
Una vez se comienza a andar ya se nota que los pies se van volviendo cada vez más perezosos, y que las rodillas, los tobillos, las caderas, que normalmente no las sentimos, empiezan a hacerse presentes dándose a notar. Incluso la boca se niega a hablar y reclama agua. La respiración se hace más profunda y más rápida. Cuando la senda se empina como que se sube la sangre a la cabeza y siente uno el martilleo del pulso en lo alto de las sienes. Si se para uno a recobrar el aliento y mira hacia arriba y luego hacia abajo, la pregunta surge rápida: ¿qué hago yo aquí, a dónde pretendo llegar, no estaría mejor allá abajo junto al riachuelo tumbado sobre la hierba? Mirar hacia arriba te da hasta mareo. Pero uno sigue y llega al final. Y el espectáculo de la cima le transfigura a uno de tal manera, que ya no piensa en el esfuerzo realizado, en el cansancio, en el peso que tiene la mochila; y hasta se olvida uno de que hay que volver a bajar, porque allí hasta puede ser peligroso permanecer más tiempo del prudencial.
Hoy tenemos en el evangelio una bonita imagen de lo que es la vida cristiana. Sí, está la transfiguración, la gloria y la meta, la felicidad del Reino de Dios en todos y para todos. Pero está la subida, que hay que hacerla en buena compañía y sin ahorrar esfuerzo y hasta sacrificio. Está la cruz, tan difícil de encajar en nuestra vida, pero que debemos asumir como la asumió el mismo Jesús. Como Pedro podemos negarla, y pretender participar sólo de lo que nos apetece y nos causa placer. El Reino sufre violencia, dijo Jesús.
Así lo entendió también Abrahán, cuando sin pensarlo, porque ¡cómo lo iba comprender!, coge a su hijo Isaac y lo necesario para el sacrificio para llevar a cabo obedeciendo el mandato de Yahvéh.
Pero no, Dios no quiere esos sacrificios. Sólo aceptó el de su Hijo, como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy. La única violencia que nos está permitida, y que es obligada si estamos por Jesús y por el Reino de Dios es la propia de negarnos a nosotros mismos. En nuestra vida cristiana no tenemos más enemigo que nuestro yo, que se quiere constituir en el centro de la vida, y ofrece resistencia al amor a los demás y a nuestra opción por seguir a Jesús en el servicio entregado y en la fraternidad.
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Dios es quien justifica, ¿quién va a condenarnos? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios si Él es el fiador?

Música Sí/No