Domingo del Corpus Christi


¿Qué estamos haciendo con el encargo que nos dejó Jesús?

Bien podría ser ésta la pregunta que hoy intentáramos responder todos, como Iglesia y como bautizados. Porque el Señor dijo “haced esto en memoria mía”, es decir, recordadme así, estaré yo presente entre vosotros cuando os juntéis y comáis el pan partido y os bebáis el vino derramado.

Se puso en nuestras manos, y somos nosotros los que al realizar el gesto provocamos el sacramento, lo traemos al presente, lo acercamos a nuestras vidas.

Decimos que es lo más que tenemos de Él. Que todo brota de ahí, y que nada que hagamos vale si no nos lleva de nuevo a la Mesa después de pasar por la vida.

Mesa que hemos cambiado por Misa. Y que no está mal, porque es Envío, compromiso para la Misión. Pero que no está bien, porque al decir misa decimos también rito, y entendemos precepto, y en lugar de celebrarla… la oímos.

¿La estaremos vaciando de sentido?

Una y otra vez acudimos a ella, y casi de repetirla la vamos perdiendo, o la convertimos en moneda de cambio para nuestras necesidades particulares religiosas.

Es lo mejor que tenemos y sin embargo interesa cada vez a menos personas. Dejan de venir porque se aburren, porque no le encuentran sentido, porque no produce ningún efecto, porque es cosa del cura, porque siempre es lo mismo, porque hay otras cosas mejores y mucho más entretenidas.

Me niego a pensar que quienes dejan de asistir hayan perdido su fe. No puedo aceptar que Jesús haya dejado de ser para quienes ya no vienen a misa un referente importante, ejemplo al tiempo que maestro, compañero y salvador.

Puede que ellos, los que ya no están, se hayan descuidado. Puede también que los que no nos hemos ido, tampoco estemos haciendo mucho más, y este gesto que tendría que ser profético, va languideciendo y reduciéndose a un simple estar.

La Eucaristía es algo más que una devoción individual. Es un acto de memoria colectiva, en cumplimiento del mandato de Jesús de repetir en memoria suya lo que él hizo por nosotros. Si prevalece el individualismo, no entendemos la dimensión comunitaria, la olvidamos, y los textos litúrgicos que siguen proclamándola nos resbalan.

Como decía san Pablo a los Corintios, formamos con Jesucristo y entre nosotros un solo cuerpo, porque participamos del mismo pan, y el cáliz de bendición que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo. Él no cesa de enviar a la Iglesia su Espíritu, y lo hace sobre todo por medio de la Eucaristía. Todas las plegarias eucarísticas terminan con la epiclesis o invocación del Espíritu Santo, pidiendo que, a todos los que comulgamos del mismo pan y del mismo vino, nos una en Iglesia por la caridad. El Vaticano II afirma que “ninguna comunidad cristiana se puede formar si no tiene por raíz y quicio la celebración de la Eucaristía (Presb. ord. 6). Por eso decía el P. De Lubac: “La Iglesia hace la Eucaristía, pero la Eucaristía hace la Iglesia”.

Si cuando celebramos la Eucaristía olvidamos su dimensión comunitaria, hemos perdido la memoria colectiva cristiana y estamos en misa sin entender nada.

La Santísima Trinidad


¿Cómo decir cómo es Dios? ¿Cómo decir cómo es nuestra mamá, o nuestro papá? A veces las palabras no sirven, o hacen falta demasiadas, para expresar o explicar lo que experimentamos.

Dios es sobre todo experiencia. Incluso aunque no le demos ese nombre, pienso que todos los seres humanos la tenemos.

Y cuando nos encontramos con alguien que está viviendo sin Dios o al margen de Él, notamos que vive como huérfano angustiado o que, inconsciente o conscientemente, practica lo que llamamos la huída hacia adelante.

Nuestra fe cristiana arranca del relato de una experiencia. Desde pequeños, y también algunas personas ya de mayores, hemos escuchado cómo Dios estuvo siempre acompañando a nuestro pueblo; en los momentos difíciles, y en los fáciles, ahí ha estado. Lo expresemos como lo expresemos, Dios era como una nube durante el día, o como el maná que llegaba en la mañana, como la brisa o la tormenta, como protector en el peligro, como fuente de vida en todo momento.

Nunca conseguimos expresarlo tan bien como lo hizo Jesús cuando decía mirando a los campos, «esos lirios no tejen, pero Dios los viste; esos pájaros no siembran, pero Dios los alimenta». O cuando miraba a sus amigos y les decía, «cuánto más a vosotros os quiere Dios, que pasa en vela el tiempo que pasáis fuera de casa, y está permanente en la puerta hasta que volvéis». O cuando levantaba la vista y decía «el reinado de Dios se parece a un pastor que tenía cien ovejas y se le perdió una; y salió en su busca. ¡Qué contento regresó con ella al hombro!»

En Jesús mismo hemos experimentado cómo es Dios en su trato cariñoso hacia las gentes, en su desvivirse con los enfermos, en su dar la cara por los proscritos, en prestar su voz a los silenciados, en levantar del polvo a los humillados, en dar la vida por todos.

Con Jesús, -más que hermano, amigo-, tenemos la plena seguridad de un Dios que ha pensado siempre en nosotros, desde antes de que existiéramos, y que no nos abandonará jamás porque su Espíritu de vida hace que nosotros tengamos ansias de eternidad.

No tengamos miedo de Dios, no le temamos. Celebremos que Es, y que en Él somos, no sólo existimos. Y que somos como es Él, que somos de su misma familia, y que aún no conseguimos ni siquiera imaginar lo que en Él llegaremos a ser.

Invoquémosle como hacemos habitualmente al signarnos en tantos momentos de la vida, pero caigamos en la cuenta de que es su Espíritu, por Jesús, el que nos acerca más al Padre.

Y en Su Presencia vivamos confiados; como lo hace el niño que duerme plácidamente porque sabe que mamá y papá están ahí, velando su sueño. Pero, puesto que no somos nenes, confiemos en Dios haciendo lo que Él espera de nosotros, amando a los demás sin poner medida, pero mucho más desmedidamente a los que más lo necesitan, a quienes Dios mismo llamó sus predilectos: los pequeños, los pobres, los sencillos, los que sufren, los que lloran solos, los enfermos y los despreciados de este mundo.

La mejor manera de creer en el Dios trinitario no es tratar de entender las explicaciones de los teólogos, sino seguir los pasos de Jesús que vivió como Hijo querido de un Dios Padre y que, movido por su Espíritu, se dedicó a hacer un mundo más amable para todos. Es bueno recordarlo hoy que celebramos la fiesta de Dios.

Domingo de Pentecostés


Algo pasó en aquel grupo, arrinconado por miedo a todo, cuando sintieron que Jesús estaba allí; que no sólo no se había ido, sino que su aire, el Viento divino, los empujaba a salir de sí mismos y del encierro en el que estaban, para alzar la voz y gritar con fuerza que la Vida triunfa sobre la muerte, y que Dios es para todos.

Algo pasó en todos ellos, y de temer a un Dios lejano empezaron a predicar un Dios que es Padre.

Algo pasó, y de vivir temiendo al mundo, salieron hacia él para hacerlo humano.

Algo tuvo que pasar, porque empezaron a predicar que Dios se había hecho hombre, que caminó por nuestro suelo, que se acercó a los enfermos y despreciados, que enriqueció con amor a los más pobres, que miró a la mujer de igual a igual, que habló a Dios de tú a tú, que se gastó por todos y se entregó sin vacilar para que en él descubriéramos quiénes somos, imagen del Dios vivo, templos del Altísimo; pero también sacerdotes, y profetas, y reyes.

Tuvo por fuerza que suceder algo grandioso para hacer de aquellas tímidas y temerosas personas, testigos del Reino de Dios, igual que su Maestro.

Tiene que estar sucediendo ahora algo muy importante, misterioso, milagroso. No estamos solos. Su Espíritu, el que prometió, con el que aseguró enriquecer nuestra debilidad e ignorancia, está aquí. Dios está aquí, y no falla. Tampoco estorba ni avasalla. Está en mí y está en ti; y también en el de al lado, y en el de más allá. Está con toda la asamblea, con cada uno de nosotros.

Está también en nuestro mundo, en todos los seres humanos. En la naturaleza y en las cosas, en la tierra y hasta en las estrellas.

Es el mismo que exhaló su aliento y creó la vida. Es el que hasta ahora ha mantenido todo en su existencia.

Ese mismo Espíritu, Santo porque es divino, nos impulsa a vivir al Aire de Jesús, nos unge como cristos, y nos capacita para ser testigos del Dios vivo, para ser felices y hacer felices a los demás.

Dejémos penetrar por la fuerza de Dios y superemos nuestros miedos cargando con ellos y no permitiendo que sean ellos los que manden.

Como Pedro y todo el grupo apostólico, con María y aquellas valientes mujeres, acojamos el Espíritu que Jesús desde el Padre nos envía, con alegría y agradecimiento, pero sobretodo con responsabilidad.

La Ascensión del Señor


La Ascensión de Jesús a los cielos es un artículo de nuestra fe de cristianos. Lo aceptamos generalmente sin rechistar, y lo repetimos cada vez que recitamos el Credo. Lo proclama la Iglesia, y nosotros aceptamos.

Pero si litúrgicamente resulta válida la expresión, no parece que sea suficiente para expresar y transmitir catequéticamente lo que en verdad creemos.

Expresiones como resucitar, ascender y descender no caben en nuestras categorías actuales, donde se habla de muerte cerebral, enviar satélites al espacio o explorar los abismos oceánicos. Si nuestras creencias religiosas dependieran de las categorías espacio-temporales, estarían en el aire por culpa de los adelantos de la ciencia.

Una cosa es cómo lo expresamos, y otra y bien distinta cómo lo vivimos.

Resucitar no es volver a la vida. Que Jesús resucitó quiere decir que está más allá de la muerte, que no puede retenerle. Por eso su sepulcro está vacío, porque Él no está allí.

La Ascensión de Jesús, aunque expresada de esa manera tan plástica, significa que dejó de estar visible, de estar retenido por los estrechos límites del espacio y del tiempo. No cabe en tan poco habitáculo y lo hace estallar llenándolo todo. Por eso le decimos El Señor.

En realidad más que subió deberíamos decir que se abajó. Porque lejos de desaparecer, se ha metido más de lleno en nuestra pequeña historia. Si Dios se encarnó en Jesús, y desde entonces es el Dios-con-nosotros; a partir de ahora Dios camina con nosotros en nuestra Galilea cotidiana, no estamos solos; y mucho más: está dentro de nosotros, -su Espíritu que nos habita-, y es el Dios-en-nosotros.

¿Qué consecuencias podemos sacar de esto? Muchas. La primera y principal, que somos el grupo de Jesús, sus amigos. No importa cuántos seamos, a nosotros nos corresponde mostrarle vivo y vivificante. Donde vayamos, allí está Él.

Nosotros tenemos que anunciarle, dándole a conocer al mundo entero. Mostrarle de palabra y de obra. Cuando hablemos en su nombre, Él habla.

Y somos nosotros quienes tenemos que hacer nuevos discípulos de Jesús, enseñando lo que Él nos enseñó, viviendo como Él lo hizo, provocando adhesion y seguimiento. Al bautizar, no realizamos un simple gesto, no; en realidad es como si se estuviera replicando: un cristiano, un Cristo, llamado a constituir la comunidad cristiana.

La fuerza del resucitado lo llena todo con su Espíritu. Todo está orientado a aprender y enseñar a vivir como Jesús y desde Jesús. El sigue vivo en sus comunidades. Sigue con nosotros y entre nosotros curando, perdonando, acogiendo… humanizando la vida.

Música Sí/No