Domingo 3º del Tiempo Ordinario


Cuando Jesús se entera de que el Bautista ha sido encarcelado, abandona su aldea de Nazaret y marcha a la ribera del lago de Galilea para comenzar su misión. Su primera intervención no tiene nada de espectacular. No realiza un prodigio. Sencillamente, llama a unos pescadores que responden inmediatamente a su voz: "Seguidme". Así comienza el movimiento de seguidores de Jesús. Aquí está el germen humilde de lo que un día será su Iglesia. Aquí se nos manifiesta por vez primera la relación que ha de mantenerse siempre viva entre Jesús y quienes creen en él. El cristianismo es, antes que nada, seguimiento a Jesucristo.

Esto significa que la fe cristiana no es sólo adhesión doctrinal, sino conducta y vida marcada por nuestra vinculación a Jesús. Creer en Jesucristo es vivir su estilo de vida, animados por su Espíritu, colaborando en su proyecto del reino de Dios y cargando con su cruz para compartir su resurrección.

Nuestra tentación es siempre querer ser cristianos sin seguir a Jesús, reduciendo nuestra fe a una afirmación dogmática o a un culto a Jesús como Señor e Hijo de Dios. Sin embargo, el criterio para verificar si creemos en Jesús como Hijo encarnado de Dios es comprobar si le seguimos sólo a él.

Y no parece que esto sea tan simple, tan fácil y tan concluyente, a la vista de las profundas diferencias que existen entre quienes nos decimos cristianos. Y no son de ahora, ni siquiera de ayer. Datan de los primeros tiempos de la historia de nuestra fe. Ya desde el principio Pablo tuvo que alertar por el peligro de personalizar en exceso el seguimiento de Jesús, de recalcar protagonismos y diferencias, de poner acentos que separan y distinguen más que califican y enriquecen.

En los tiempos actuales esas diferencias se ven agravadas por la desafección de tantos cristianos de nombre, por la indiferencia y el desánimo de muchos que ven en los pastores de la Iglesia decisiones y tomas de postura poco claras o duras de entender según el modo de pensar actual, y también por la reivindicación de una vuelta a las raíces evangélicas auténticas según el criterio particular de cada quien. Hoy como nunca se da un relativismo exacerbado sobre lo que pueda ser y significar seguir a Jesús, poniendo en entredicho cuanto suene a común, tradición, eclesial, doctrinal.

No es cuestión convertir esto en motivo para dirigirnos mutuamente reproches, porque la historia está llena de errores de unos y de otros. Es verdad que mayor responsabilidad tienen quienes ostentan cargos y cargas dentro y ante la comunidad. Pero no es menos cierto que el pueblo cristiano hemos pecado demasiadas veces de estar en silencio, pasivamente, prácticamente no estando.

Dentro de nuestra Iglesia, la católica según el rito romano, hay muchas parcelas donde poder celebrar la fe y cultivar nuestra espiritualidad, tantas que no parezca necesario inventarse otras nuevas. La oferta es amplia y variada. Es ahí donde podemos encontrar el apoyo para realizar el seguimiento de Jesús, lejos de individualismos y apartes excluyentes. La parroquia, por ejemplo, es el lugar más cercano para cualquiera que desee hacerlo.

Encerrarse en uno mismo o apartarse en grupitos elitistas tal vez no sea romper la comunión, pero sí es renunciar a robustecerla. Estos tiempos de crisis pueden ser la mejor oportunidad para corregir el cristianismo y mover a la Iglesia en dirección hacia Jesús. Hemos de aprender a vivir en nuestras comunidades y grupos cristianos de manera dinámica, con los ojos fijos en él, siguiendo sus pasos y colaborando con él en humanizar la vida. Disfrutaremos de nuestra fe de manera nueva.

Domingo 2º del Tiempo Ordinario


El domingo pasado fuimos testigos, a través de la proclamación del Evangelio, del reconocimiento de Jesús como el Hijo muy amado del Padre, que tuvo lugar junto al Jordán donde Juan estaba bautizando.
En el recuerdo del bautismo de Jesús también nosotros recordamos nuestro propio bautismo. Y en Jesús, también nosotros nos reconocimos hijos amados de Dios.

En el evangelio de hoy, Juan trata de explicar con palabras lo que vivió en aquella escena. Y es curioso que diga, dos veces, como insistiendo, que él no conocía a Jesús, que no sabía quién era, hasta que tuvo la experiencia del Espíritu. Lo que en principio no era sino un simple signo de purificación y anuncio de lo que estaba por venir, pasó a ser el momento fundante de la acción de Dios por el Espíritu.

Jesús es el Hijo de Dios. Juan lo reconoció, porque vio al Espíritu llenándolo y ungiéndolo. A partir de entonces tanto Jesús como Juan llevarán a cabo, cada uno a su manera, la misión que les correspondía. Y será el Espíritu Santo el que lleve en todo momento la iniciativa.

Desde entonces, la Iglesia ha bautizado en el nombre de Jesús, el Cristo, el Cordero de Dios. El paso por el agua es apenas una sombra de la verdadera transformación que lleva a cabo el Espíritu, en quien reside el verdadero bautismo. Este bautismo significa vivir en Cristo, animados por su Espíritu, interiorizando su experiencia de Dios y sus actitudes más profundas.

Este bautismo implica pasar de buscar a conocer; exige reconocerle en los hermanos y en la eucaristía; culmina en identificarse con Él, haciéndose -o mejor dicho-, dejándose hacer a su imagen y modelo, para pasar por la vida como otros cristos.

Bautizarse en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo es mucho más que un simple rito de agua. Es reconocer que existe el mal en el mundo, el pecado, la injusticia. Es creer que Dios aborrece ese mal y ese pecado, que está decididamente en contra y no va a descansar hasta derrotarlo. Es aceptar que Dios cuenta con nosotros para ello, porque sin nosotros no es posible. Es armarse de Espíritu, para entrar en la dinámica del Reino y hacer carne nuestra las bienaventuranzas de Jesús.

Bautizarse en el Espíritu de Jesús es dejarse transformar lenta pero inexorablemente por la acción de Dios manifestada en Jesús; y pasar por la vida haciendo el bien: sanando los corazones dolientes, animando a los espíritus débiles, fortaleciendo las rodillas vacilantes, y no forzando el proceso interior de nadie, sin romper ni doblegar el pabilo vacilante o la caña ya cascada.

Bautizarse así no es cosa de un instante, por muy solemne que aparezca, sino un proceso lento y silencioso, hecho a base de buen ánimo, paciencia y generosidad, de ir “conociendo” a Jesús y señalarle en cada esquina de nuestra vida, y así poder decir: ¡Es el Señor, es Él!

El Bautismo del Señor

 
Jesús se acerca a Juan Bautista para ser bautizado. Se puso a la cola de los que esperaban a la orilla del Jordán porque se sentía en sintonía y solidaridad con aquella gente pecadora, y, como ella, manifestaba sus ganas de salir de una situación que era manifiestamente mejorable.

Bautizarse por Juan era un gesto de rebeldía contra la realidad imperante, era un compromiso y era también un gesto simbólico de que era posible un futuro mejor.

Es el momento en que se abre el cielo y la voz del Padre testifica que Jesús es el Hijo, el Predilecto, y que sobre él estará el Espíritu. La misión que ha de realizar Jesús es tan importante, que está rubricada por la misma voz de Dios al decir: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto».

Dios se manifestó a María y a los pastores por medio de los ángeles. A los Magos, por medio de la estrella. Ahora, lo hace directamente en el bautismo de Jesús por su propia voz y la presencia del Espíritu en el signo de la paloma.

En nosotros sucede algo semejante. En nuestro bautismo hemos sido consagrados, sellados, para Dios. Se abre el cielo para decirnos que somos hijos predilectos del Señor. El bautismo no es un título meramente honorífico, ni una pesada carga que se nos impone, sino que es una elección que Dios nos hace y una misión que nos ofrece realizar, como a Jesús. Y se resume en «pasar haciendo el bien porque Dios está con nosotros», como hizo Jesús.

A veces se oye decir “me bautizaron sin mi consentimiento”; y también: “que lo elijan ellos cuando sean mayores”. Es verdad que nos han bautizado sin nuestro consentimiento. Pero también es verdad que la fe no se hereda por testamento ni se impone por la fuerza, sino que se ofrece y se acepta o se rechaza. Así, el bautismo, nos lo han dado como un regalo, como un don y un bien; como nos han dado la vida, la educación, la profesión o la herencia. Pero hemos que aceptarlo y aceptarlo como regalo, como don de Dios, como elección que el Señor nos ha hecho. De no ser así, ¡siempre será una carga y no una liberación!

Hoy se nos ofrece la oportunidad para pensar si nuestro bautismo es motivo de alegría al sentirnos elegidos por Dios, al sabernos perdonados por el Señor y reconocernos templos del Espíritu para ser sus testigos y llevar a cabo la misión de anunciar y construir el Reino de Dios.

Así viviremos con gozo nuestra condición de bautizados y estaremos decididos a hacer el bien y construir la paz, como Jesús lo hizo.

La Epifanía del Señor


Sobre los reyes magos sólo sabemos lo que nos dice el evangelio de Mateo: ¿cuántos eran? ¿De dónde venían? Parece ser que eran hombres de ciencia, venían del Oriente, guiados misteriosamente por una estrella.
 
Fue el Papa San León el que habla de tres reyes magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, que ante el Niño encontrado ofrecieron incienso, oro y mirra. Poco a poco la tradición ha ido añadiendo otros detalles. Se dice que el apóstol Tomás los encontró en Saba, después de la resurrección de Jesús, los bautizó y fueron martirizados en el año 70 después de Cristo.
 
En el siglo XII Federico Barbarroja trasladó los restos mortales de los tres personajes a la ciudad alemana de Colonia, a la que acudían muchos peregrinos, lo que dio ocasión la construcción de la famosa catedral, que hoy es uno de los monumentos góticos más importantes de Europa.
 
Hay una leyenda rusa, según la cual los reyes magos no eran tres sino cuatro. Tres eran ricos, tenían tesoros, camellos. El cuarto rey era muy pobre. Tenía un pollino y sólo disponía de un poco de vino y de una medida de aceite. Se puso en camino hacia Jerusalén, pero el cuarto rey iba muy despacio; se paraba con frecuencia, porque veía mucha miseria y mucho dolor por donde pasaba. Llegó tarde a Jerusalén. En la ciudad no había ni rastro de sus compañeros reyes, ni mucho menos de la estrella que les había servido de guía. El cuarto rey llegó, como pudo, a Belén, pero el Niño Jesús había huido a Egipto, acompañado por sus padres. Encontró la ciudad de Belén desolada. El rey Herodes el Grande había mandado matar a todos los niños menores de dos años. El cuarto rey mago se quedó en Belén, curando, socorriendo, consolando y, claro, llegó tarde a Egipto. Jesús había vuelto a Nazaret. Dice la leyenda que llegó al calvario, donde agonizaba Jesús en la cruz. Se puso de rodillas y le dijo a Jesús moribundo: “Señor, perdón por haber llegado tarde” y Jesús le respondió: “amigo, hoy estarás conmigo en el paraíso”.
 
Felices nosotros, si llegamos tarde y esa demora no es debida a nuestra comodidad o egoísmo, a nuestro entretenimiento por acaparar cosas por el camino, a nuestra desgana y superficialidad, sino porque nos hemos detenido para acompañar, servir, ayudar y socorrer a los demás.
 
La historia de los magos es la historia del camino que sigue el creyente que busca y encuentra a Jesús, ya que todos necesitamos una estrella, tenemos necesidad de algo que nos saque de la rutina, que nos proponga una meta, un ideal, un sueño. No llegaron a Belén los que durante siglos esperaban al Mesías sino unos forasteros. El reino de Dios está formado por personas que han decidido ponerse en camino.

Domingo 2º de Navidad


La frase que preside nuestras celebraciones navideñas, «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros», es el centro de la liturgia de hoy, y su mensaje nos invita a volver sobre lo propio y específico de la “navidad cristiana” para vivirlo y celebrarlo con gozo y pasión.

Si Dios ha entrado en nuestra historia y en el nacimiento de Jesús de Nazaret ha puesto su tienda entre las nuestras, tenemos que olvidar la vieja tentación de poner a Dios fuera de nuestro mundo y sacarlo lejos de nuestra historia. Dios es el Dios de este mundo y se ha hecho carne y barro en medio de nosotros. Desde entonces “el otro mundo” está en éste, “lo divino” se instala en lo humano, lo radicalmente “otro” es ahora “nuestro”… Dios asume nuestra humanidad.

Por lo tanto, ya no podemos tener experiencia de Dios sin tener la experiencia de los hombres; a Dios se va, ante todo, a través de los otros; quien busque y ame a Dios habrá de buscar y amar a los demás… La Navidad se extiende más allá de un acontecimiento histórico y va mucho más allá de una fecha: la Navidad sigue y se realiza y se revive cada vez que nosotros ponemos nuestra tienda -nuestro amor, nuestra presencia, nuestro servicio- junto a los demás.

El Evangelio nos recuerda con insistencia, tres veces lo afirma, que "vino como luz para el mundo, pero el mundo prefirió la tiniebla"; "vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron".

Ahora, al terminar los días de Navidad, se nos vuelve a recordar todo eso porque:
* el mundo vive en discordias y guerras,
* el "mandamiento nuevo del amor" no se practica, puesto que abundan los sufrimientos, las muertes, los secuestros, los atropellos, que los hombres se hacen unos a otros,
* y nosotros, "los suyos", también preferimos la tiniebla a la luz, la discordia a la fraternidad, la guerra a la paz, el pecado a la gracia…

Las fiestas de Navidad se acaban, pero no debemos olvidar la realidad que nos ofrecen: que Jesús nace como Palabra y como Luz de salvación.

Jesús no es simplemente el niño de escayola que representa al nacido en Belén, sino que es el Hijo de Dios nacido como Redentor para todos los hombres de buena voluntad.

Música Sí/No