Natividad del Señor


¡Qué difícil resulta no permitir que le lleve a uno la corriente de la costumbre! Y Navidad es un tiempo propicio a repetir frases que resulten meros formalismos, palabras que estén vacías de significado, precisamente porque las soltamos sólo con la boca, no desde adentro.

Esta noche no debiéramos hacer otra cosa sino escuchar y meditar, contemplar y alegrarnos, cantar y felicitarnos. Por este orden, o por otro cualquiera. Y en todo ello, orar. Orar como responder a la palabra que Dios nos dirige, que es de carne gracias a Dios, no un ser celeste por extraterrestre.

Hoy, ahora, en todo momento, Dios nos bendice, y su bendición es el Dios-con-nosotros, Jesús, nacido de María y de José, hecho humanidad con la plenitud del Espíritu.

No tengamos miedo. Ni ahora, ni en la otra noche santa de la Pascua de Resurrección: es el mismo Dios; si ahora nace, también vence; si ahora es pequeño, luego es glorioso.

Está, ha venido, para tomarnos de la mano y llevarnos de camino por esta tierra de misterios hacia el Misterio único, definitivo y gozoso, de que Dios es para todos, y todos sólo en Dios somos.

Hermanos y hermanas: Todo puede ser mentira, menos la verdad de que Dios es Amor y de que toda la Humanidad es una sola familia.

Dios continúa entrando por abajo, pequeño, pobre, impotente, pero trayéndonos su Paz.

No miremos hacia arriba, dejemos las estrellas y los cielos donde están. Lo nuestro es la tierra, donde la Palabra eterna del Padre ha acampado entre nosotros.

En coherencia, con tesón y en la Esperanza, seamos cada día Navidad, cada día seamos Pascua. Amén, Aleluya.

Domingo 4º de Adviento


La última frase del evangelio de hoy, abre, a mi modo de ver, la puerta de la Navidad. Y es precisamente María, la jovencita de Nazaret, quien la pronuncia, anonadada ante el misterio que le aborda y la compromete.

Es una expresión que luego utilizará Jesús, «Que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú», en el momento más intenso de su vida, al comprender lo que el Misterio de Dios le está solicitando.

Ese «Hágase en mí tu voluntad», que decimos tantas veces cuantas rezamos el padrenuestro, en boca de María es la expresión de la rendición humilde y decidida de su yo ante ese Tú que es Dios.

Dados como somos a dar importancia a nuestro yo, pequeñito y egoísta, a defender su autonomía frente a todos los túes habidos y por haber, casi siempre con el temor a desaparecer absorbidos o diluidos si no lo ejercemos enérgica y hasta tozudamente, nos cuesta mucho entender que cuando el huracán azota, el junto sólo puede rendirse y someterse.

Pero no debiéramos negarnos a aceptar palabras como someterse, negarse, rendirse, aceptar, acatar, obedecer… cuando quien está enfrente, o muy dentro de nosotros, es el Misterio inmenso del Dios vivo que quiere contar con nosotros, que nos invita a tomar parte de su plan de amor, que sin nosotros poco o nada puede hacer.

Dios es Navidad si nosotros quedamos rendidos y sometidos ante Él, como María, como Jesús.

Hágase, de Florentino Ulibarri en Al viento del Espíritu

Cuando no entiendo,
cuando la vida se me escapa,
cuando la historia se repite,
cuando todo parece ir mal,
cuando el dolor me acompaña,
cuando la cruz me pesa,
cuando el desierto me sorprende…,
hágase tu voluntad.
Si el camino se hace monótono,
si el horizonte se oscurece,
si las esperanzas se marchitan,
si las entrañas están yermas,
si el cansancio es fuerte,
si las flores y frutos desaparecen,
si las fuerzas flaquean…,
hágase tu voluntad.
Aunque me cueste aceptar tus planes,
aunque me parezcan duros y contra corriente,
aunque me saquen de mis comodidades,
aunque me desarraiguen y dejen a la intemperie,
aunque contradigan mis proyectos e ilusiones,
aunque proteste y pida explicaciones,
aunque me hagan nómada permanente…,
hágase tu voluntad.
Cuando la luz se hace presente,
cuando la brisa trae y acuna esperanzas,
cuando los oasis ofrecen sombra y descanso,
cuando las voces son de júbilo y fiesta,
cuando la vida palpita caliente,
cuando el amor me envuelve gratis,
cuando todo es novedad y ternura…,
hágase tu voluntad.
Ahora, Señor,
aunque me desconcierte y rompa,
hágase tu voluntad.

Domingo 3º de Adviento. Fiesta Patronal

 
La fe cristiana ha nacido del encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús. Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él y experimentan "la cercanía salvadora de Dios". Esa experiencia liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha desencadenado todo. Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.
Por eso, si a lo largo de los años, no se contagiara y se transmitiera esta experiencia de unas generaciones a otras, se introduciría en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los obispos y presbíteros seguirían predicando el mensaje cristiano, los teólogos escribiendo sus estudios teológicos y los pastores administrando los sacramentos. Pero, si no hubiera testigos capaces de contagiar algo de lo que se vivió al comienzo con Jesús, faltaría lo esencial, lo único que puede mantener viva la fe en él.
En nuestras comunidades necesitamos testigos de Jesús. Juan Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío, nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos de la luz».
Creyentes que despierten el deseo de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal, su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo rescaten del olvido y de la relegación para hacerlo más visible entre nosotros.
Testigos humildes que no roben protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos sostenidos y animados por él, que dejen entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Jesús vivo en medio de nosotros.
Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad el testigo no tiene la palabra. Es solo «una voz» que anima a todos a «allanar» el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que en medio de tanto desaliento y desconcierto ponen luz pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús.
Hijos de María de Guadalupe, somos, y estamos llamados a ser cada vez más, testigos y apóstoles de la Buena Nueva de Jesús, que él quiere absolutamente para todos.

Domingo 2º de Adviento


Tal vez algunos de los presentes hayan sido testigos de aquellas misiones populares que se hacían en parroquias, de pueblos y ciudades, donde aún se conservan cruces y lápidas con las fechas y los nombres de los predicadores que las realizaron.

Tenían por finalidad devolver al pueblo cristiano a las fuentes de la fe, acercarse a la eucaristía pasando por el tribunal de la confesión.

Durante varias semanas la gente asístía a escuchar la llamada evangélica, y era frecuente y hasta masiva la conversión del corazón. De aquellos actos salieron re-evangelizados muchos cristianos.

Con el mismo propósito, la liturgia de este domingo es para nosotros una misión popular.

Comienza con una recomendación a los predicadores: «Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados».

Pasa a continuación a entregar el contenido del mensaje que han de transmitir: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor apacienta el rebaño, su brazo los reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres».

La conclusión no podría ser otra que ésta, expresada por quien es consciente de ser un instrumento: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».

Porque lo que importa es, no quién hace de profeta, sino quién habla en realidad y a quién estamos escuchando: el mismo que ha de venir, el que ya está viniendo y ante quien debemos aparecer santos e irreprochables.

No es el producto de la verborrea más o menos grandiosa, elocuente y persuasiva del orador de turno, sino de Dios mismo que se sacramenta en Jesús, cuyo evangelio es buena noticia para el mundo.

Hoy estamos más necesitados que nunca de una noticia buena. Lucas, el evangelista, nos la da, y nosotros la podemos recibir. Escuchemos, atendamos, aceptemos. Esa es la conversión que este tiempo de adviento nos está solicitando. Acoger la palabra de Dios, Jesús el Cristo, es entrar en la noche sin ceder al sueño, vigilando con la sensatez de aquellas doncellas sabias que junto con las lámparas tenían aceite de reserva; es esperar un cielo nuevo y una tierra nueva que sólo serán posibles si creemos en su posibilidad, y todos vamos dando pasos decididos hacia ellos.

Ya nadie pone en duda que nuestro mundo y nuestra sociedad están en crisis. El siguiente paso debería consistir en reconocer que cuantos más brazos se unan, antes saldremos de ella. En tanto que un paso atrás sería dormirnos en la espera de que venga alguien a solucionar nuestros problemas.

Aprovechando que nuestro desierto es real, que tenemos motivos más que suficientes para reconocer que cuando construimos al margen de la humanidad dejamos de ser humanos, dejemos que Dios toque nuestro corazón, nos seduzca, y sea él quien nos lleve a los verdes prados donde las cosas pierdan el lugar que ocupan y el ser humano recupere la centralidad que exige y necesita.

Esta es la buena nueva a la que debemos convertir nuestro corazón: El Dios de Jesús, en cuyo día habita la justicia, está llegando; preparemos su camino allanando en la estepa una calzada, levantando valles, abajando montes y colinas, enderezando lo torcido e igualando lo escabroso.

Música Sí/No