Domingo 4º de Cuaresma


Una ciego de nacimiento, a quienes sus padres han ayudado mientras han podido hacerlo, intenta valerse por sí mismo y nadie se preocupa ni le cuida. Los discípulos de Jesús lo encuentran y le avisan, porque sienten curiosidad o les preocupa su situación.
Vemos que Jesús se acerca y empieza con él una conversación que poco a poco irá produciendo en el joven ciego un acercamiento que llegará hasta la confesión «Creo, Señor».
No logra la visión en un instante, no alcanza a creer en un chasquido de dedos. Hay un proceso largo y complicado, lleno de inseguridad, miedo, oposición, rechazo, hasta llegar a la adhesión a la persona de Jesús. Alcanzar la fe resulta ser, según este pasaje evangélico, una transformación de la persona que, a pesar del entorno muchas veces poco o nada favorable, o precisamente por él, va liberándose de ataduras, prejuicios y condicionantes.
Necesitamos de nuestros padres, que nos quieren y nos enseñan con su fe. Necesitamos también de discípulos de Jesús que se preocupen de nosotros, y nos ayuden en la catequesis, en el colegio y en la sociedad. Familia y comunidad, la Iglesia toda, es necesaria, pero no suficiente. Ese acompañamiento ha de llevarnos hacia el encuentro personal con Jesús allá donde estemos, y no es preciso un lugar especial o un momento determinado. Ante Jesús nos transformaremos, pero va a exigir un proceso, una lucha interna y tal vez externa, dejar cosas y tomar otras, reconocer que estamos ciegos para ver con los ojos y también con el alma, y al final, como este joven invidente, orar suplicando: “¿Y quién eres, Señor, para creer en ti?”
Cuando oigamos “Soy yo”, sabremos que estamos ante Él.
Escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él, vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde.
Y como discípulos también nosotros seremos igual que el Maestro: “Mientras estemos en el mundo, hemos de ser luz para el mundo”.

Domingo 3º de Cuaresma


A veces ocurre que probamos un bocado, una tapa, un guiso, que desconocíamos y caemos en la cuenta de que ¡cómo hemos podido vivir hasta ese momento privados de tal exquisitez! Abiertos los ojos a la nueva realidad, ya se nos hace imposible entendernos de otra manera. Y no sólo nos lanzamos ávidos a disfrutarla, además tiene que enterarse todo el mundo.
Ese es el itinerario personal de esta mujer samaritana, que, creyéndose poseedora del mejor y más exclusivo pozo, ante Jesús descubre qué grande es su sed y cuánta necesidad tiene del agua viva que salta hasta la vida eterna.
Si no dejamos a Jesús entrar en diálogo con nosotros, si creemos que escuchar a Jesús consiste sólo y únicamente en recordar y repetir lo que aprendimos como para salir del paso, sin rechazarlo pero tampoco llegar a intimar, con toda seguridad estaremos desaprovechando la mejor oportunidad de nuestra vida. Encerrados en nuestras cosas, nos privamos del gozo de saber qué a gusto se está al lado de Dios.
No pasemos de largo ante Él creyéndonos seguros y satisfechos con nuestros cántaros llenos. No le tengamos miedo cuando nos pida de beber. No le neguemos nuestro agua. Él necesita de nosotros. Y nosotros también de Él.
Si de verdad nos queremos, no nos cortemos las alas. Si apreciamos la vida, no consintamos caer en el conformismo. Si tenemos proyectos e ilusiones, seamos personas siempre sedientas.
¿Para qué sirve la sed? La sed es una necesidad (de la que algunos han hecho un pingüe negocio), pero también es el motor que saca al sediento de la inmovilidad y lo lanza hacia la fuente.
El sediento es el insatisfecho, el inconformista. Dice San Agustín que fue mucho más movido que la samaritana: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.
La sed nos lleva a plantearnos, como le ocurrió al pueblo de Israel, si «¿está o no el Señor en medio de nosotros?».
Somos unos privilegiados, porque reconociendo que estamos en búsqueda de calmar nuestra sed, sabemos dónde está quien lo puede lograr: «El que tenga sed que venga a mí y beba… y de lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva”, dice Jesús en el evangelio de San Juan.
Sólo nos falta una cosa: dar crédito a lo que ya sabemos y repetirnos, en oración de súplica a Dios: «Ojala, escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto».

Domingo 2º de Cuaresma


Pedagógicamente la liturgia nos acerca a través de las tres lecturas bíblicas al momento cumbre del evangelio en el que se oye la voz del Padre diciendo: «Este es mi hijo, el amado, mi preferido». Todos sabemos que se refiere a Jesús. Y que si antes hemos tenido a otros, como Abraham, como Moisés, para saber de Dios y de lo que a nosotros nos interesa, ahora quien le representa, el que tiene el rostro iluminado y refleja su gloria, es Jesús. Y sólo Él.
Mucha gente ha oído hablar de Jesús. También muchas personas bautizadas. Su nombre resulta familiar, y todos recordamos alguna que otra cosilla, porque las aprendimos de pequeños y aún las conservamos.
No basta mirarlo; la voz misteriosa insiste «Escuchadlo». Si Dios está muy lejos, si nos inspira temor, si nos apetece acurrucarnos en lugar protegido y seguro, escuchemos a Jesús que nos dice «poneos en pie, erguíos; no tengáis miedo». Es lo que da la cercanía. En Jesús Dios se ha aproximado tanto a nosotros que, a poco que queramos, escucharemos su voz que habla en nuestro interior tanto o más como desde el exterior.
Si desde fuera nos llegan gritos de dolor, peticiones de ayuda, lágrimas de tristeza; desde dentro oiremos en susurro como acariciándonos: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios. Tu poca fe es suficiente. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón”.
Frente a la pretensión de tentar a nuestro Dios, como veíamos el domingo pasado, y estar siempre en guerra contra Él y contra el mundo, tenemos a Jesús con nosotros, y la seguridad de que escuchándolo y siguiéndolo nuestra existencia será bien diferente y sabremos compaginar con coherencia lo que sentimos por dentro y lo que debemos expresar y realizar hacia fuera.
Jesús está llamando a nuestra puerta, lo dice el Apocalipsis. Si le abrimos y dejamos que entre, todo cambiará. No es lo mismo vivir con Jesús que vivir sin Él.
Por eso merece la pena tomar parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que nos ha dado Dios a cada uno.

Domingo 1º de Cuaresma


No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, pedimos insistentemente al Buen Padre Dios cada vez que oramos con la plegaria que enseñó Jesús.
De igual modo nos confiamos a Dios cuando salimos de viaje, que no nos sobrevenga un accidente. O cuando nuestros hijos salen con su panda, que vuelvan pronto, sanos y salvos. O cuando el profe ordena un control en clase sin avisar, que tenga suerte y no meta la pata. O cuando… Porque el enemigo está ahí fuera, esperándonos para ponernos a prueba.
Incluso con mucha frecuencia imaginamos que es Dios mismo el que quiere medir nuestras fuerzas, y nos va colocando piedrecitas en el camino que hemos de recorrer para ver si tropezamos o sabemos esquivarlas.
Así es, a groso modo, como hemos sido adoctrinados desde siempre. La tentación nos viene de fuera, de las personas, de las situaciones que vivimos, de lo que se nos ofrece, incluso de un extraño personaje que tiene nombre propio aunque no sabemos cómo describirle. El evangelio lo llama el tentador. Nosotros, el diablo.
Bien, ¿y si imagináramos otro panorama? Con frecuencia en la Biblia Dios se queja amargamente de este pueblo de dura cerviz que le pone a prueba una y mil veces. En el salmo 94 el escritor bíblico pone en boca de Dios estas palabras: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» En realidad, toda la historia que narra la Sagrada Escritura es una larga serie de situaciones en las que Dios se ve atosigado por los caprichos y exigencias, cuando no las duras recriminaciones, del pueblo elegido.
Dice la carta de Santiago, justo al principio, «cuando uno se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; lo malo a Dios no lo tienta y él no tienta a nadie. A cada uno le viene la tentación cuando su propio deseo lo arrastra y lo seduce; el deseo concibe y da a luz pecado, y el pecado, cuando madura, engendra muerte».
La respuesta tajante y rotunda de Jesús en el evangelio de este primer domingo de cuaresma, «Está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”» y «“Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”», nos da pie para afirmar sin demasiado rodeos que la tentación nace en nosotros mismos y va dirigida contra Dios. O negándolo, o haciendo de él un instrumento en nuestras manos, o dejándolo aparcado al borde de nuestra vida.
No necesitamos, pues, encerrarnos entre muros para resistir, o alejarnos de ambientes y situaciones para no ser contaminados, ni apropiarnos de útiles ajenos para no ser vencidos. Sino, como Jesús en medio del desierto, organizar nuestra vida ante Dios, en su presencia. No frente a Dios, tampoco contra Dios y mucho menos al margen de Dios.
Jesús experimenta en esta escena programática de su vida que puede no situarse correctamente en la presencia del Padre. Y toma la decisión correcta: No solo de pan vive el hombre. No pondrá a Dios al servicio de su propio interés, olvidando el proyecto del Padre. Siempre buscará primero el reino de Dios y su justicia. En todo momento escuchará su Palabra.
Dios se ha volcado sobre nosotros en Jesús, nos ha plenificado con su gracia que es el amor divino hecho carne humana. No reconocerlo, usarlo malamente o en propio y exclusivo beneficio, negarse a compartirlo, es tentar a Dios, ponerlo a prueba, tener un corazón extraviado, que, como concluye el salmo 94, hace quejarse a Dios que, dolido, amenaza: «no reconocen mi camino; por eso he jurado en mi cólera que no entrarán en mi descanso».
Dios no se encoleriza sino que insiste amorosamente para que volvamos a gozar en su presencia. Tenemos preciosos testimonios de ello en la Biblia. No le tentemos, Él está siempre de nuestra parte, en favor nuestro.

Miércoles de Ceniza


En su mensaje para la Cuaresma 2014 papa Francisco nos propone algunas reflexiones, a fin de que nos sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienza recordando las palabras de San Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). Y a partir de ahí nos señala cual es el estilo de Dios, que no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza.
Porque el amor divino es gracia, generosidad, deseo de proximidad y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. Es caridad, es compartir la suerte de la persona amada.
No se hace pobre porque la pobreza sea un fin en sí misma, sino porque quiere enriquecernos a todos. Se hace pobre porque así está cerca de nosotros, nos muestra su compasión, su ternura, su pasión por compartir con nosotros.
Nos enriquece con su pobreza ya que al encarnarse cargó con nuestras debilidades y pecados, y nos comunicó la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Jesús es la mayor riqueza: su confianza en el Padre, su encomendarse a Él en todo momento, su búsqueda de la voluntad y gloria de Dios, su relación única como Hijo.
A partir de aquí, papa Francisco nos propone ser colaboradores de Dios en la tarea salvadora de los hombres y del mundo mediante la pobreza de Cristo. Por lo cual nos pide que miremos las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas.
Describe tres tipos de miseria: material, moral y espiritual. Y contra ellas nos ofrece el Evangelio como el único instrumento capaz de combatirlas y erradicarlas.
Termina su mensaje así: “Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza.
La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.
Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde”.

Domingo 8º del Tiempo Ordinario


«No podéis servir a Dios y al dinero». «No podéis servir a dos señores». Son palabras de Jesús, caídas en oídos sordos. No las hemos hecho caso. Y así nos va.
Parecía premonición, y ha terminado siendo cruda realidad. En lugar de confiar en Dios, que cuida providentemente de todas sus criaturas, hemos preferido el dinero. Y hemos terminado siendo sus esclavos.
Qué no hemos tenido en cuenta. Que confiar en Dios significa confiar en nosotros mismos y en el conjunto de la humanidad. Que tener a Dios por amo supone conservar nuestra libertad y autonomía. Que poner a Dios en el centro es no consentir que nada nos despiste de nuestras raíces, de nuestra historia, de nuestro presente y del futuro que esperamos. Que estar de la parte de Dios, es tomar partido por la vida para todos por igual. No en vano Dios es Padre.
En su lugar hemos preferido a su contrario, el dinero. Y poniéndolo en el centro, hemos terminado desquiciados. Tanto que miramos con preocupación los movimientos inciertos de la bolsa, mientras no nos importa ni es noticia que un anciano muera congelado por no poder pagar el importe de la calefacción. Que hacemos cábalas sobre dónde y cómo pasaremos las vacaciones de verano, y no nos preocupa en absoluto que se tiren alimentos en buenas condiciones mientras gente muere de hambre. Que hemos ido deslizándonos por una rampa hacia la cultura del bienestar que nos anestesia, y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado; mientras, todas las vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un espectáculo que de ninguna manera nos altera.
Si con Dios nos humanizamos, con el dinero alcanzamos inhumanidad.
Pero el dinero es necesario, no se puede hacer nada sin él. ¡Qué sería de este mundo sin dinero? ¿No estarás siendo iluso e idealista?
Bien, os invito a reflexionar. El dinero, en cuanto deja de ser un simple medio al servicio del bien propio y colectivo, pasa a ser un déspota, que exige más dedicación, más cantidad, menos escrúpulos, menos barreras; hasta convertirse en otro dios. El único.
Sólo si tenemos a Dios como amo, podremos tener al dinero a nuestro servicio. Controlado, dominado por tanto, sin que nos quite el sueño, sin que nos impida ver el dolor y necesidad ajenos, sin que desesperemos del futuro atesorándolo egoístamente y negándonos a compartirlo.
«Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura». Concluye Jesús en el evangelio. «Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos».
Confiemos en Dios. Busquemos su justicia. Todo lo demás, vendrá de su mano.

Música Sí/No