Domingo 17º del tiempo Ordinario


Jesús vuelve de nuevo a contar historias que encandilan a la gente. Tres preciosos cuentecillos que hablan de las cosas de la vida y que todos entendemos perfectamente.
Alguien puede pensar que los pescadores aprovechan todo lo que sacan del mar. Y no todo vale. No merece la pena estar toda la noche faenando para que luego en la lonja el producto se devalúe porque va mal seleccionado. No. Ellos escogen escrupulosamente los pescados de valor, y lo que no lo tiene lo desechan.
De igual modo el tesoro escondido en el campo y la perla preciosa que encuentra el comerciante indican que hay que saber aprovechar la ocasiones; de lo contrario será una pena y otros lo sabrán aprovechar.
Muchos cristianos vivimos hoy una vida religiosa a caballo entre lo que alimentó nuestros primeros pasos en la vida y una prudente distancia actual ante el panorama de tibieza, cuando no de abierta descalificación y enfrentamiento, que envuelve hoy día a todo lo religioso.
Hay que decir con toda claridad que ni antes ni ahora se puede ser creyente sin una decisión personal.
Creer en algo, creer porque así se ha hecho siempre en nuestra cultura, creer porque en nuestra familia lo aprendimos, no es suficiente. Creer así es flojo y da flojera. No entusiasma porque no convence. Y no convence porque no se valora. Y no lo valoramos porque no lo deseamos.
¡Cómo deseaba el comerciante aquella hermosa perla! Nada de lo que tenía antes merecía la pena ante ella, por eso lo vende todo para comprarla.
¿Cómo deseamos a Dios? Apenas le hemos colocado como uno más entre todos los demás valores que están en nuestra consideración. No es, pues, difícil que entre en liza con unos o con otros y, porqué no decirlo, pierda y con él también perdamos nosotros.
Porque Dios pasa desapercibido cuando no nos encontramos directamente con él. Y no siempre estamos dispuestos al encuentro.
Cuentan de un discípulo que fue en busca de su maestro y le dijo: “Maestro yo quiero encontrar a Dios” Y un día en que el joven se bañaba en el mar, el maestro le agarró por la cabeza y se la metió bajo el agua unos instantes, hasta que el muchacho desesperado, en un supremo esfuerzo logró salir a flote. Entonces el maestro le preguntó: “¿Qué era lo que más deseabas al encontrarte sin respiración?” “Aire”, contestó el discípulo. “Cuando desees a Dios de la misma manera lo encontrarás”
Cuando busquemos a Dios con la misma convicción y con sencillez, él se nos hará presente y sentiremos su cercanía y su presencia a nuestro lado.
Pidamos al Padre la gracia de disfrutar del gran don de la fe.

Domingo 16º del Tiempo Ordinario


Ayer aprendí una palabra nueva para mí: Resiliencia.
“Uno de los conceptos más modernos y llamativos de la psicología actual es el de Resiliencia. Un nombre extraño que alude en el campo de la física, a la capacidad de los materiales de volver a su forma original, cuando han sido forzados a cambiar o deformarse. En la psicología, el concepto de resiliencia o afrontamiento, señala la capacidad para enfrentar situaciones críticas, sobreponerse y salir airoso y fortalecido, en vez de frustrado o debilitado.
Fue adaptado a las ciencias sociales para caracterizar aquellas personas que, a pesar de nacer y vivir en situaciones de alto riesgo, se desarrollan psicológicamente sanos y exitosos. Se ha dicho que todo comenzó con la observación de algunos niños criados en familias con padres alcohólicos, quienes pese a esto, se recuperaban y lograban una calidad de vida aceptable.
La resiliencia puede ser innata o adquirida. Aunque algunas personas parecieran traer desde su nacimiento cierta capacidad de tolerancia a las frustraciones, dificultades o enfermedades, también es posible aprenderlas, a partir de la incorporación en el repertorio personal de nuevas manera de pensar y hacer. La resiliencia puede verse como una capacidad que ampliada, podría incluir cualidades como esperanza, tolerancia, resistencia, adaptabilidad, recuperación o superación de contingencias, autoestima, solución de problemas, toma de decisiones, y ecuanimidad ante presiones considerables.” (Tomado de un artículo de Internet)
Jesús no tenía estas nociones de física ni de psicología, que son de nuestra era. Pero sabía mucho. Y además era un cuenta cuentos experto. Con tres hermosos cuentecillos enseña a las gentes a creer que en lo pequeño está Dios con más amor si cabe que en otros lugares. Y Dios está ahí como el jardinero, paciente, delicado, alegre, lleno de esperanza en los frutos que vendrán. Está al cuidado de todo y juzga con moderación, como dice la primera lectura del libro de la Sabiduría. Por su Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad e intercede por nosotros con gemidos inefables, como dice la carta a los Romanos. Dios es la levadura que se mete en nuestra vida y, tarde o temprano, convertirá nuestro cuerpo mortal en fuente de vida para el mundo, es lo que dice Jesús en el Evangelio.
Luego será responsabilidad nuestra hacer de este mundo un lugar más habitable para todos. Un lugar donde, como en el Reino, todos encuentren un lugar donde hacer su nido, donde habitar a la sombra del Padre que nos ama. Un mundo más justo donde nadie quede excluido y no tenga acceso a la mesa de la fraternidad.
El cristiano, el discípulo de Jesús, es como la mostaza, como la buena semilla que se siembra en el campo del mundo, como la levadura. Con su presencia, con su compromiso, con su vida, aquí y ahora, va haciendo de este mundo el Reino, va construyendo la casa común donde todos se sentirán acogidos, salvados, reconciliados, amados. Ahora es nuestra responsabilidad hacer que la mostaza crezca, que la buena semilla se siembre, que la levadura se entierre en la masa. Seguros de que la cizaña no triunfará, porque es Dios mismo el que está al cuidado de la cosecha.

Domingo 14º del Tiempo Ordinario


Al leer las lecturas de este domingo, he recordado un libro de hace unos cuantos años, firmado por Ernesto Cardenal y titulado El Evangelio en Solentiname. Cuenta en él Ernesto Cardenal, que en 1966 fue a aquel remoto paraje de Nicaragua con otros dos compañeros para fundar una comunidad contemplativa. Allí comenzaron a llevar una vida muy sencilla, compartiendo trabajo y oración con los campesinos pobres de la zona.
Con ellos celebraban misa los domingos y escuchaban como aquella gente sencilla comentaba el Evangelio y lo aplicaba a su vida, a sus problemas y dificultades. Sentían aquellos hombres y mujeres que la Palabra de Dios se dirigía a ellos y les hablaba al corazón. Las palabras de Jesús les hablaban de libertad y les daban esperanza. Se sentían oprimidos por una situación de pobreza injusta. Vivían en la Nicaragua sometida a la dictadura de Somoza. Y el Evangelio sonaba a liberación. El Reino era una promesa llena de vida y futuro.
El Evangelio de hoy nos debería llegar así al corazón. Jesús toma la Palabra y se dirige a su Padre, su Abbá, y a los que le escuchan. Da gracias porque la buena nueva del reino llega a los que más lo necesitan, a los que les ha tocado la parte peor de la historia, a los sencillos y humildes que no tienen nada y que, por eso, ponen su esperanza, toda su esperanza, sólo en Dios.
Jesús siente que su misión encuentra así su sentido pleno, que Dios es el Padre que acoge a todos, sobre todo a los que están cansados y agobiados por el peso de la pobreza, del sufrimiento, de la injusticia, del dolor. Para ellos el yugo de Jesús es llevadero y su carga ligera.
El Reino de Jesús es diferente de todos los demás que hemos conocido y conocemos en nuestra historia. Como dice la profecía de Zacarías, el rey viene justo y victorioso pero modesto y cabalgando en un borrico. Su victoria pone fin a las armas y a la violencia, a la destrucción y la guerra. Trae la paz porque su palabra llega al corazón de las personas. Allí donde crece el odio y la violencia, él pondrá la reconciliación, el perdón y la justicia que reconstruye las relaciones entre las personas.
¿No es ésta una utopía más? ¿Un sueño inútil? ¿Una esperanza que nos lleva una vez más a un callejón sin salida? De ninguna manera, porque, como nos dice Pablo en la carta a los Romanos, el Espíritu de Dios habita en nosotros. Creemos en Jesús, creemos que resucitó de entre los muertos. Por eso, con el Espíritu damos muerte a las obras del cuerpo, de la carne. Y la carne en Pablo no se refiere sólo a los pecados sexuales. La carne es otra forma de referirse al hombre viejo, egoísta, violento. Es una forma de vida que lleva a la muerte.
La fe nos abre al Espíritu de Dios, al hombre nuevo en Cristo, a vivir de tal modo que vamos construyendo el reino de Dios en todo lo que hacemos. Y la utopía se va haciendo realidad en nuestras actitudes y relaciones. La esperanza cristiana no es una utopía inútil e imposible, sino el compromiso activo por vivir según el Espíritu.
Es tiempo de abrir el corazón para dejar que la Palabra nos llegue, nos llene de esperanza y nos mueva a vivir según el Espíritu de Jesús. Como hizo Ernesto Cardenal con aquellos campesinos de Solentiname.

Música Sí/No