Natividad del Señor


¡Qué difícil resulta no permitir que le lleve a uno la corriente de la costumbre! Y Navidad es un tiempo propicio a repetir frases que resulten meros formalismos, palabras que estén vacías de significado, precisamente porque las soltamos sólo con la boca, no desde adentro.

Esta noche no debiéramos hacer otra cosa sino escuchar y meditar, contemplar y alegrarnos, cantar y felicitarnos. Por este orden, o por otro cualquiera. Y en todo ello, orar. Orar como responder a la palabra que Dios nos dirige, que es de carne gracias a Dios, no un ser celeste por extraterrestre.

Hoy, ahora, en todo momento, Dios nos bendice, y su bendición es el Dios-con-nosotros, Jesús, nacido de María y de José, hecho humanidad con la plenitud del Espíritu.

No tengamos miedo. Ni ahora, ni en la otra noche santa de la Pascua de Resurrección: es el mismo Dios; si ahora nace, también vence; si ahora es pequeño, luego es glorioso.

Está, ha venido, para tomarnos de la mano y llevarnos de camino por esta tierra de misterios hacia el Misterio único, definitivo y gozoso, de que Dios es para todos, y todos sólo en Dios somos.

Hermanos y hermanas: Todo puede ser mentira, menos la verdad de que Dios es Amor y de que toda la Humanidad es una sola familia.

Dios continúa entrando por abajo, pequeño, pobre, impotente, pero trayéndonos su Paz.

No miremos hacia arriba, dejemos las estrellas y los cielos donde están. Lo nuestro es la tierra, donde la Palabra eterna del Padre ha acampado entre nosotros.

En coherencia, con tesón y en la Esperanza, seamos cada día Navidad, cada día seamos Pascua. Amén, Aleluya.

Domingo 4º de Adviento


La última frase del evangelio de hoy, abre, a mi modo de ver, la puerta de la Navidad. Y es precisamente María, la jovencita de Nazaret, quien la pronuncia, anonadada ante el misterio que le aborda y la compromete.

Es una expresión que luego utilizará Jesús, «Que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú», en el momento más intenso de su vida, al comprender lo que el Misterio de Dios le está solicitando.

Ese «Hágase en mí tu voluntad», que decimos tantas veces cuantas rezamos el padrenuestro, en boca de María es la expresión de la rendición humilde y decidida de su yo ante ese Tú que es Dios.

Dados como somos a dar importancia a nuestro yo, pequeñito y egoísta, a defender su autonomía frente a todos los túes habidos y por haber, casi siempre con el temor a desaparecer absorbidos o diluidos si no lo ejercemos enérgica y hasta tozudamente, nos cuesta mucho entender que cuando el huracán azota, el junto sólo puede rendirse y someterse.

Pero no debiéramos negarnos a aceptar palabras como someterse, negarse, rendirse, aceptar, acatar, obedecer… cuando quien está enfrente, o muy dentro de nosotros, es el Misterio inmenso del Dios vivo que quiere contar con nosotros, que nos invita a tomar parte de su plan de amor, que sin nosotros poco o nada puede hacer.

Dios es Navidad si nosotros quedamos rendidos y sometidos ante Él, como María, como Jesús.

Hágase, de Florentino Ulibarri en Al viento del Espíritu

Cuando no entiendo,
cuando la vida se me escapa,
cuando la historia se repite,
cuando todo parece ir mal,
cuando el dolor me acompaña,
cuando la cruz me pesa,
cuando el desierto me sorprende…,
hágase tu voluntad.
Si el camino se hace monótono,
si el horizonte se oscurece,
si las esperanzas se marchitan,
si las entrañas están yermas,
si el cansancio es fuerte,
si las flores y frutos desaparecen,
si las fuerzas flaquean…,
hágase tu voluntad.
Aunque me cueste aceptar tus planes,
aunque me parezcan duros y contra corriente,
aunque me saquen de mis comodidades,
aunque me desarraiguen y dejen a la intemperie,
aunque contradigan mis proyectos e ilusiones,
aunque proteste y pida explicaciones,
aunque me hagan nómada permanente…,
hágase tu voluntad.
Cuando la luz se hace presente,
cuando la brisa trae y acuna esperanzas,
cuando los oasis ofrecen sombra y descanso,
cuando las voces son de júbilo y fiesta,
cuando la vida palpita caliente,
cuando el amor me envuelve gratis,
cuando todo es novedad y ternura…,
hágase tu voluntad.
Ahora, Señor,
aunque me desconcierte y rompa,
hágase tu voluntad.

Domingo 3º de Adviento. Fiesta Patronal

 
La fe cristiana ha nacido del encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús. Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él y experimentan "la cercanía salvadora de Dios". Esa experiencia liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha desencadenado todo. Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.
Por eso, si a lo largo de los años, no se contagiara y se transmitiera esta experiencia de unas generaciones a otras, se introduciría en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los obispos y presbíteros seguirían predicando el mensaje cristiano, los teólogos escribiendo sus estudios teológicos y los pastores administrando los sacramentos. Pero, si no hubiera testigos capaces de contagiar algo de lo que se vivió al comienzo con Jesús, faltaría lo esencial, lo único que puede mantener viva la fe en él.
En nuestras comunidades necesitamos testigos de Jesús. Juan Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío, nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos de la luz».
Creyentes que despierten el deseo de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal, su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo rescaten del olvido y de la relegación para hacerlo más visible entre nosotros.
Testigos humildes que no roben protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos sostenidos y animados por él, que dejen entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Jesús vivo en medio de nosotros.
Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad el testigo no tiene la palabra. Es solo «una voz» que anima a todos a «allanar» el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que en medio de tanto desaliento y desconcierto ponen luz pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús.
Hijos de María de Guadalupe, somos, y estamos llamados a ser cada vez más, testigos y apóstoles de la Buena Nueva de Jesús, que él quiere absolutamente para todos.

Domingo 2º de Adviento


Tal vez algunos de los presentes hayan sido testigos de aquellas misiones populares que se hacían en parroquias, de pueblos y ciudades, donde aún se conservan cruces y lápidas con las fechas y los nombres de los predicadores que las realizaron.

Tenían por finalidad devolver al pueblo cristiano a las fuentes de la fe, acercarse a la eucaristía pasando por el tribunal de la confesión.

Durante varias semanas la gente asístía a escuchar la llamada evangélica, y era frecuente y hasta masiva la conversión del corazón. De aquellos actos salieron re-evangelizados muchos cristianos.

Con el mismo propósito, la liturgia de este domingo es para nosotros una misión popular.

Comienza con una recomendación a los predicadores: «Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados».

Pasa a continuación a entregar el contenido del mensaje que han de transmitir: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor apacienta el rebaño, su brazo los reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres».

La conclusión no podría ser otra que ésta, expresada por quien es consciente de ser un instrumento: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».

Porque lo que importa es, no quién hace de profeta, sino quién habla en realidad y a quién estamos escuchando: el mismo que ha de venir, el que ya está viniendo y ante quien debemos aparecer santos e irreprochables.

No es el producto de la verborrea más o menos grandiosa, elocuente y persuasiva del orador de turno, sino de Dios mismo que se sacramenta en Jesús, cuyo evangelio es buena noticia para el mundo.

Hoy estamos más necesitados que nunca de una noticia buena. Lucas, el evangelista, nos la da, y nosotros la podemos recibir. Escuchemos, atendamos, aceptemos. Esa es la conversión que este tiempo de adviento nos está solicitando. Acoger la palabra de Dios, Jesús el Cristo, es entrar en la noche sin ceder al sueño, vigilando con la sensatez de aquellas doncellas sabias que junto con las lámparas tenían aceite de reserva; es esperar un cielo nuevo y una tierra nueva que sólo serán posibles si creemos en su posibilidad, y todos vamos dando pasos decididos hacia ellos.

Ya nadie pone en duda que nuestro mundo y nuestra sociedad están en crisis. El siguiente paso debería consistir en reconocer que cuantos más brazos se unan, antes saldremos de ella. En tanto que un paso atrás sería dormirnos en la espera de que venga alguien a solucionar nuestros problemas.

Aprovechando que nuestro desierto es real, que tenemos motivos más que suficientes para reconocer que cuando construimos al margen de la humanidad dejamos de ser humanos, dejemos que Dios toque nuestro corazón, nos seduzca, y sea él quien nos lleve a los verdes prados donde las cosas pierdan el lugar que ocupan y el ser humano recupere la centralidad que exige y necesita.

Esta es la buena nueva a la que debemos convertir nuestro corazón: El Dios de Jesús, en cuyo día habita la justicia, está llegando; preparemos su camino allanando en la estepa una calzada, levantando valles, abajando montes y colinas, enderezando lo torcido e igualando lo escabroso.

Domingo 1º de Adviento

 
El domingo pasado ya avisé que hoy cambiábamos de escenario. La liturgia nos propone empezar un nuevo ciclo. Y el primer paso que nos ofrece es el tiempo de Adviento.

Adviento es como la overtura de las obras sinfónicas, que en unos breves compases adelanta lo más significativo de lo que luego se va a escuchar con más detalle.

En esta magna obra que vamos a tener la suerte de ejecutar, interesa que ajustemos los instrumentos, para no desafinar; que estudiemos la partitura para no salirnos del conjunto, y que extrememos nuestra atención para que cuando nos corresponda intervenir a nosotros seamos exactos al momento.

Según las palabras de Jesús, el Señor nuestro Dios se hará presente en nuestras vidas, pero aconseja estar alerta y vigilantes, porque puede que venga al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer.

No es que Dios juegue al escondite con nosotros. Ni es su estilo ni pretende ponernos las cosas difíciles. Es más bien que nuestra condición es así de inconstante y poco previsora. Por eso necesitamos hacer ejercicio previo, ponernos en forma, entrar en el gimnasio y muscular.

Al hilo de esas palabras de Jesús, seguiremos cada domingo de los cuatro que constituyen el adviento dando un paso adelante, subiendo un peldaño en la escalera que nos acerca a Navidad.

La corona de adviento que ya es tradición entre nosotros servirá de guía visual y de termómetro individual en esta preparación.

La primera vela, corresponde al “atardecer”, en cuyo momento solemos hacer evaluación del día que está para acabar. Es entonces cuando miramos el bolsillo y comprobamos el dinero que queda tras los gastos realizados, miramos el frigo y observamos cuánto se ha consumido en casa, miramos nuestra agenda y tachamos lo realizado y subrayamos en rojo lo que queda pendiente, y, en fin, ponemos al día en ganancia o en pérdida.

Su nombre es “Haciendo balance”. Hagámoslo, pues.

A tener en cuenta:

1. En manos de quién estamos: “Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es «Nuestro redentor»”, hemos escuchado al profeta. Dios ha hecho por nosotros todo lo que estaba en su mano. Es nuestro alfarero.

2. Qué somos: arcilla en las manos de Dios. Lejos de Él nos marchitamos y nuestra justicia es papel mojado.

3. En el Cristo hemos sido enriquecidos en todo: en el hablar y el saber.

4. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. ¡Y Él es fiel! Con estos datos hemos de convenir en que la esperanza es la virtud que más nos asiste al iniciar el Adviento.

Domingo 34º del Tiempo Ordinario. Jesucristo, Rey del Universo


La festividad de Cristo Rey que hoy celebramos sólo podemos entenderla desde las tres lecturas que se acaban de proclamar, y como colofón de todo el año, que hoy termina, de escuchar el mensaje de Jesús en el Evangelio y en nuestras celebraciones dominicales.

Jesús nos muestra a Dios, y nos lo explica con todo detalle como un Padre que cuida de nosotros, de ahí la imagen del pastor; y como Amor que ansía serlo en todo cuanto vive. Por eso acabará destruyendo a la muerte, vaciándola de sentido y razón.

Hoy Jesús pone remate a todo, haciendo un resumen del Evangelio. Responde a la pregunta final: ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo estaremos acertando?

El domingo pasado, comentando la parábola de los talentos, éramos nosotros los que hacíamos nuestro balance particular, mirándonos en el espejo de la vida. Recordad que os invité a reconocernos más allá de nuestra simple apariencia, y a ver el fondo del corazón.

Hoy es el espejo mismo el que nos responde, que es Jesús en persona.

Puede llamarnos la atención que no haga ninguna alusión a nuestra vida piadosa, a las prácticas religiosas y a la pertenencia o no a la Iglesia.

En este a modo de juicio final se tiene en cuenta únicamente el ejercicio de la más simple y pura humanidad. Lo decisivo es el amor práctico y solidario a las personas necesitadas.

El evangelio es tan claro y explícito que no se puede desmenuzar más: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis».

Hoy queda sellado el ciclo completo de un año litúrgico redondeando y delimitando todo su sentido: Volvemos a la Navidad, al Dios solidario con el ser humano, que se hace carne y sangre, vecino de dichas y quebrantos, médico y samaritano, abordable por cualquier ser humano tanto más entre los pucheros que en los ritos sagrados, más en lo carnal que en lo espiritual.

El culto que le demos, nuestra adoración, pasa forzosa, necesariamente a través de esa humanidad que Dios ama.

Y si os parece esto un poco exagerado, dejémoslo en vasos comunicantes; no vale decir hemos rezado mucho, hemos tenido mucha vida interior, hemos frecuentado los sacramentos, si no hay hechos concretos de amor que nivelen nuestra balanza.

Este sorprendente mensaje nos pone a todos mirando a los que sufren. No hay religión verdadera, no hay política progresista, no hay proclamación responsable de los derechos humanos si no es defendiendo a los más necesitados, aliviando su sufrimiento y restaurando su dignidad.

En cada persona que sufre Jesús sale a nuestro encuentro, nos mira, nos interroga y nos suplica. Nada nos acerca más a él que aprender a mirar detenidamente el rostro de los que sufren con compasión. En ningún otro lugar podremos reconocer con más verdad el rostro de Jesús. Ahí, y con prioridad sobre todo, quiere Dios que le demos culto. Por eso es nuestro Rey.

Domingo 33º del Tiempo Ordinario


Seguramente al levantarnos de la cama esta mañana nos hemos mirado en el espejo del cuarto de baño. Nuestra cara puede que sea la primera que veamos cada día reflejada en la pared. No sé si nos reconocemos, o tardamos algo en hacerlo. Pero sin duda eso que vemos es nuestra imagen. Y tal vez no demasiado completa, que requiera un detallado examen para que nos entregue todo cuanto tras ella se encierra.

Si hubiéramos tenido tiempo y una poca de paciencia, habríamos conseguido identificar a la persona con su nombre, edad, estado, circunstancias. Y si hubiéramos seguido inspeccionando habríamos hecho un retrato completo de nuestra persona.

No somos sólo un yo, somos mucho más. Eso es lo que nos dice el espejo, y eso es también lo que nos dice la parábola de los talentos del evangelio de hoy.

Jesús no nos está contado una historia para examinar nuestros méritos, sino para que nos reconozcamos, y nos digamos a nosotros mismos: “mírate, fulanito, ese eres tú, tienes una riqueza, eres un tesoro…, ¡no tengas miedo ni te entierres en la mediocridad o superficialidad! Atrévete a vivir todo lo que eres”.

Negociar esa realidad es reconocerla y disfrutarla, haciendo uso de ella y poniéndola en valor, que se dice.

Esconderla es vivir encogido y temeroso, sin apreciar lo que somos, sin hacer uso de ello, sin sacarle provecho.

Eso pasó con los hijos del padre bueno de aquella otra parábola. El hijo pequeño se acordó de que era hijo y de que tenía un padre, y se fue derecho a sus brazos. El hijo mayor, sin embargo, no había vivido como hijo sino como empleado, y no disfrutó de cuanto tenía; tarde se percató, y en lugar de cambiar, se encaró con su padre.

Cuántas veces nos dirigimos a Dios exigiendo, reclamando, reprochando; no nos convencemos de nuestra enormidad, y la dejamos languidecer y dormir en un hoyo. Ese es nuestro «llanto y rechinar de dientes». Y ahí también residirá la razón de esa extraña frase final en boca de Jesús: «Al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene».

Hijos de Dios por naturaleza, no apreciarnos ni valorarnos equivale a perder cuanto hemos recibido tan gratuitamente, tan amorosamente.

Vivir gozosamente como hijos de Dios y por tanto hermanos, es ser fieles en lo poco y merecer entrar al banquete de la fiesta; y es plenitud, porque Dios nos dará aún más, y nos sobrará.

Domingo 32º del Tiempo Ordinario


Cuántas veces y cuántas personas se acercaron a Jesús a preguntarle si todo lo que predicaba se iba a cumplir pronto. Veían que junto a él las cosas parecían muy bonitas y muy fáciles: los enfermos quedaban sanos y acompañados; los tristes volvían a reír; los pobres, tal vez siguieran siendo pobres, pero ya no padecían necesidad ni ansiaban riquezas; los despreciados, eran acogidos; los perseguidos, dejaban de huir y de esconderse; las mujeres, ocupaban puestos de responsabilidad y de respeto; los esclavos dejaban de serlo, y los amos eran quienes servían con diligencia.

Todo un mundo al revés, que Abba Dios ponía al alcance de cualquiera.

Pero en cuanto se separaban de Jesús, las cosas volvían a ser como antes, porque la sociedad aún no había descubierto la novedad del Reino de Dios.

Jesús también empezó a entender que las cosas iban mucho más despacio, que el Reinado de Dios llegará cuando sea su momento. Y que mientras tanto, hay que trabajar en el día a día, como la levadura dentro de la masa sin notarse, como el grano de trigo bajo la tierra pudriéndose. Como quien en el estudio o en el trabajo, no aprecia casi el resultado de su esfuerzo, y espera que al final todo tenga un resultado suficiente. San Pablo nos dijo en cierta ocasión que igual que el deportista tiene que entrenar en el gimnasio para luego correr en el estadio y alcanzar la meta, los cristianos hemos de estar en plena forma para poder caminar tras Jesús y no perder el paso.

Ser sabio no es sólo saber cosas, también es tener paciencia, estar atento y preparado

, ser constante y conservar/aumentar la alegría y la esperanza.

Los discípulos de Jesús no podemos sentarnos a esperar que las cosas mejoren por sí mismas; vivir despreocupados no va con nosotros. Que trabajen los demás, no pertenece al estilo de Jesús, que no se durmió ni cayó en la rutina y el aburrimiento, sino que se empleó tan a fondo, que se gastó del todo por los demás.

Igual que cuidamos nuestras cosas para que siempre estén en buen uso, así debemos cuidarnos a nosotros mismos, porque en cualquier momento de la vida Dios sale a nuestro encuentro para pedirnos que actuemos y demos de los que somos y tenemos.

Eso es labor de mantenimiento. No nos descuidemos. Porque si nos oxidamos o atascamos como seres humanos y como cristianos, cuando llegue el momento no sabremos qué hacer ni qué decir.

Encender cada domingo nuestra fe rumiando las palabras de Jesús y comulgando vitalmente con él es seguramente la mejor forma de estar en forma.

Domingo 30º del Tiempo Ordinario


Tal vez las palabras de Jesús nos parezcan tan evidentes que no necesiten ni comentarios ni explicaciones. Su respuesta, a la pregunta que le hacen “los amigos” que tanto le siguen y le persiguen, la hemos aprendido desde pequeños, y nos sale de corrido.

Otra cosa es qué sea eso del amor.

Ya les pasó a los antiguos, que creían que lo sabían, y hubo que convertirlo en normas y preceptos, para que nadie se pasara de la raya, o no llegara ni siquiera a acercarse a ella.

Fijaros lo que dice la primera lectura de hoy:

«Esto dice el Señor:
No oprimirás ni vejarás al forastero
    porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto.
No explotarás a viudas ni a huérfanos,
    porque si los explotas y ellos gritan a mí
    yo los escucharé.
Se encenderá mi ira y os haré morir a espada,
    dejando a vuestras mujeres viudas
    y a vuestros hijos huérfanos.
Si prestas dinero a uno de mi pueblo,
    a un pobre que habita contigo,
no serás con él un usurero
    cargándole intereses.
Si tomas en prenda el manto de tu prójimo
    se lo devolverás antes de ponerse el sol,
porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo,
    ¿y dónde, si no, se va a acostar?
Si grita a mí yo lo escucharé,
    porque yo soy compasivo.»

No hace falta mucho esfuerzo de nuestra imaginación para comprender que, tras muchos siglos de convivencia y práctica de la religión, estamos ahora casi como al principio.

¡Qué bien vendrían ahora leyes que concretaran qué es amor, y no tuviéramos que improvisar!

Nosotros, sin embargo, tenemos algo mejor que unas leyes; Jesús, una persona que vivió de tal manera el amor, que decimos que a través suyo hemos conocido el amor de Dios.

Hoy, día del DOMUND, la Iglesia nos recuerda a tantos cristianos y cristianas convencidos, que dejándose llevar por el amor en volandas, lo han dejado todo para vivir en exclusiva al servicio de quienes nada tienen, y por tanto con nada pueden pagar.

Nosotros, para seguir a Jesús e imitarle, no tenemos que irnos tan lejos convertidos en misioneros; basta que expresemos el amor sincero a Dios alimentado en celebraciones sentidas y vividas desde dentro; y el amor al prójimo fortaleciendo el trato amistoso entre los creyentes e impulsando el compromiso con los necesitados. Contamos con el aliento de Jesús.

Domingo 29º del Tiempo Ordinario


Este texto evangélico lo hemos escuchado aquí, y yo lo he comentado con vosotros, tantas veces, que la última según recuerdo, lo leímos al revés.

Y es que, como dije el domingo pasado, Jesús habla muchas veces con humor, porque lo tenía, vaya si lo tenía. Pero hoy da la impresión de que se ha puesto serio y ha sido incluso tajante.

Salvando todas las distancias que fuera necesario saltar, los que se acercan a preguntarle se parecen a esos familiares o amigos que cuando éramos pequeños nos preguntaban “¿A ver, miguelito, a quién quieres más, a papá o a mamá?”, como si más que niños nos consideraran tontos. En lo que yo recuerdo, cuando me ocurría a mí, tal pregunta me llenaba de zozobra, y responder respondía, pero de mala gana y por educación; sólo para salir del paso decía cualquier cosa.

Era una pregunta tramposa.

Como la respuesta la tenemos en el evangelio bien clarita, no nos detenemos más en ella. Ahí se nos dice cual es el sentimiento más fuerte por el que nos debemos llevar siempre: Amar a Dios sobre todas las cosas, y amarnos unos a otros como Él nos ama.

Tengo especial interés en que fijéis vuestra atención en las palabras con que se presentan ante Jesús este grupo de conchabados y retorcidos preguntones. Llegan y le dicen: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias».

Es verdad que ellos lo dicen en tono irónico, porque tienen un corazón malo; pero sus bocas expresan lo que su ser más profundo siente, aunque no lo crean ni lo vivan. Pretenden adular a quien a continuación tienden una trampa, pero suena a profesión de fe, a alabanza indiscutible, a reconocimiento de quien es maestro y guía en el camino a Dios.

¿De verdad creen lo que dicen? ¿Creen y por eso hablan?

¡Cuántas veces nosotros mismos decimos lo que no sentimos, y nos quedamos tan anchos!

Ayer hubo una conexión mundial para expresar el descontento ante este mundo y sus estructuras. Miles de ciudades se vieron invadidas, al grito de ¡no es esto lo que queremos!, por multitudes de personas que dijeron lo que nosotros estamos diciendo siempre que nos dirigimos a Dios y le decimos: «venga a nosotros tu Reino».

Los que se manifestaron ayer, los cristianos cuando rezamos el padre nuestro, sabemos que este mundo nunca cambiará a mejor si no nos ponemos manos a la obra, si no encarnamos lo que decimos de palabra, si no reconocemos al Dios que nos eligió diciéndonos: «te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro». Y ese Dios, nuestro Dios, quiere que le ofrezcamos nuestro mejor sacrificio, el derecho y la justicia.

No se trata del dilema o Dios o este mundo. Apostar por el ser humano es apostar por Dios. Tomar partido por las víctimas de un sistema injusto e inhumano es hacer Reino de Dios. Gritar y actuar en pro de los que son sacrificados por un estado de bienestar para unos pocos, es dar la vida por el hermano. Y todo ello es buscar el Reino de Dios y su justicia. Lo demás, lo iremos alcanzando poco a poco.


El próximo domingo es el DOMUND.



Domingo 28º del Tiempo Ordinario


En la cultura bíblica la teología del banquete final ocupa un puesto importante. Según ella, al final de los tiempos, Dios sentará a la mesa a todos los pueblos de la tierra; será un signo de comunión y protección. Allí los pueblos en fiesta reconocerán que Yahvé es Dios, el único; desaparecerá todo sufrimiento, incluida la muerte, y todos serán un solo pueblo.

Jesús, ante la actitud de los sumos sacerdotes y de los senadores del pueblo, vuelve a hablar utilizando una parábola para reflejar el Reino de Dios como un banquete. Es una idea que sus oyentes comprenden perfectamente. Y nosotros también.

Un banquete de bodas es el símbolo por excelencia de la alegría, del encuentro, de la comunión y también de la intimidad. Dios quiere todo eso para los invitados. Y procura que todos estén convenientemente enterados e informados. Pero empiezan las sorpresas: la primera, el rechazo absurdo a asistir. Todos tienen cosas más importantes que hacer. Incluso algunos maltratan a los mensajeros hasta matarlos. Pero Dios no suspende la fiesta, segunda sorpresa. Dirige su invitación ahora a destinatarios insospechados, de toda condición: "buenos y malos". Como es de suponer, la sala de llena de gente, todos marginados de las "cunetas y los caminos", y en ella encuentran acogida. Y viene la tercera sorpresa: no es suficiente haber entrado; aunque no ha habido previo aviso, se requiere vestir traje de fiesta.

El significado que tiene esta parábola en boca de Jesús lo indica el mismo Evangelio de Mateo, que es la frase final que no recoge la lectura de hoy; dice: "Se retiraron entonces los fariseos para elaborar una plan para cazar a Jesús con una pregunta".

Si después de esta homilía que estoy dirigiéndoos, a la salida os organizáis para pensar un plan y cazarme, ¿qué será lo que os he dicho? Ciertamente nada agradable. Mucho más, algo tan duro que os he sacado de vuestras casillas. Ya vuelve, otra vez, a reñirnos; siempre nos está riñendo, en lugar de animarnos y felicitarnos.

No son palabras mías, es que es lo que el evangelio dice. Misterio terrible de la bondad de Dios, que siempre está llamándonos, y de nuestra estupidez, que podemos negarnos a responderle.

El banquete que Dios prometió a nuestras padres antiguos lo realizó definitivamente en su Hijo. Hoy nos invita insistentemente a nosotros. Y solamente espera que participemos vestidos con el traje apropiado.

Su llamada e invitación nos llega siempre, pero se hace especialmente notoria en determinados momentos y desde circunstancias señaladas.

A veces con fuerza, otras como en susurros. Y es posible que llegue a ocurrir de sopetón. No es lo normal, pero ocurre.

Importa y mucho cómo le respondemos. Porque él no cesa en su llamada. Nos busca, incluso nos persigue, porque su amor es así de terco, de constante y de verdadero.

Si estamos atendiendo a la llamada del bien, del amor y de la justicia, casi con toda seguridad es a Dios mismo a quien estamos respondiendo.

Domingo 27º del Tiempo Ordinario


El refrán que dice “Agua pasada no mueve molino” aconseja no volver ya sobre aquello que, para bien o para mal, ha ocurrido y no tiene remedio. Hay otra frase que en estos tiempos se recuerda mucho, que dice: “El pueblo que olvida su pasado está condenado a repetirlo”.

Ambas son verdad en nuestro caso. Lo que ocurrió entre Dios y su pueblo, Israel, relatado en el canto a la viña del profeta Isaías, y recogido después por Jesús en esta parábola evangélica no tiene porqué influir en nosotros, es cosa del pasado. Pero de alguna manera también es nuestra historia, y el desencuentro de Israel con su Dios es paradigma de nuestro propio desencuentro.

Israel falló a Dios. ¿Le estaremos fallando también nosotros? Veámoslo detenidamente:

Dios ha puesto amor en la raíz de cada ser humano; nosotros hemos inventado el desamor y la violencia.

Dios nos regaló la alegría de compartir y perdonar; nosotros hemos endurecido el corazón y lo hemos envuelto en cien mil formas distintas de agresividad y de avaricia.

Dios sembró de fraternidad y de paz cada surco de esa viña feliz que él plantó y que somos cada uno de nosotros y la humanidad entera; nosotros le devolvemos cada día una enorme cosecha agria y sombría, de enfrentamientos y de injusticia.

Dios se nos revela como Padre y se ofrece al ser humano como Dios de entrañas maternales; nosotros levantamos por todas partes dioses, ídolos y banalidades.

Pues sí, ciertamente le estamos fallando. Pero no estamos en la misma situación que antaño. Porque Dios ha dicho una Palabra definitiva en nuestro favor, de la que no se va a retractar. Nos ha reconciliado con él en su hijo de una vez y para siempre.

Por eso San Pablo afirma: Nada os preocupe (…) Ahora, eso sí hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable; todo lo que es virtud o mérito tenedlo en cuenta.

Tenemos en nuestras manos algo que no nos merecemos, pero que nos es tan necesario “como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto”; y que precisamente por ello tenemos que cuidar con esmero. Porque somos administradores de la bondad y justicia de Dios en favor de la humanidad toda; somos su pueblo, la Iglesia de su rebaño. Y no “fieramente existiendo ni ciegamente afirmando”, sino mansamente sugiriendo y proféticamente proponiendo, nuestra es ahora la palabra para consolar a este mundo desolado y frío: sí, es posible, y entre todos podemos hacerlo, ese mundo mejor en el que todos pensamos, el que Dios soñó cuando nos dio el ser. Donde ya no mueran de hambre por millones, nadie se prepare para hacer la guerra y todos nos miremos de igual a igual, respetando la diversidad de creencias y buscando entre todos el bien común.

Que el Señor nos ayude a dar los frutos que Él espera. “Sean gritos en el cielo; en la tierra, actos”.

Domingo 26º del Tiempo Ordinario


El motivo de esta parábola está bastante claro dentro del evangelio. Jesús está en la ciudad de Jerusalén, y se dirige a los sacerdotes y ancianos que desde el templo gobiernan a Israel. Ellos ostentan el encargo de apacentar al pueblo, la viña que Yahvé ha puesto en sus manos. Dijeron que sí, pero la verdad es que no. No sólo se aprovechan en beneficio propio, además desde su posición de autoridades religiosas juzgan a quienes tildan de pecadores con una dureza e intransigencia que les excluye de toda compasión. Quienes deberían ser mejor atendidos por ser débiles y pobres, son maltratados y condenados; los predilectos de Dios son los despreciados de estos malos pastores.

Jesús es definitivo al concluir con esta frase: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios».

Cuando la religión se convierte en instrumento de poder y de manejo de las haciendas y conciencias ajenas, está negando su razón de ser y contraviniendo la voluntad amorosa de Dios.

Pero como esto se ha dicho muchas veces, yo creo que en todas las homilías en que se comenta este pasaje evangélico, me voy a permitir derivar la atención hacia un pequeño detalle que no es menor.
Por supuesto que está mal responder mal. Pertenezco a una generación que fue educada en la obediencia y en el respeto a los mayores. Responder pronto y bien era lo correcto. Hacerlo de mala manera no sólo estaba mal, es que podía acarrearte serios y dolorosos castigos.

Pero está peor responder bien y actuar mal.

Hay, sin embargo, una oportunidad de enmendar el error. Siempre nos está concedido un tiempo de reflexión. Ya nadie nos va a castigar severamente por precipitarnos irreflexivamente, pero todos esperamos de todos que tras la tormenta venga la calma. Y que a la negación siga la afirmación; tras el gesto duro llegue la sonrisa y el abrazo; si al pronto fue la evasiva y el desinterés, después de sosegado el ánimo surja el compromiso y el implicarse.

Complicarse la vida no es ningún plato de gusto, pero cuando se hace por amor valen también las segundas partes, y todas las que sean necesarias.

Si es verdad que en la historia de nuestra relación con Dios, Él aparece algunas veces enfadado y disgustado con el ser humano, hasta el punto de querer destruirlo por su mala respuesta, también es verdad que siempre, siempre, se arrepiente del castigo y vuelve a requebrarnos amorosamente y a tendernos su mano.

Ahí tenemos bien claro qué espera de nosotros. Ahí está también, e igualmente bien claro, cuál es la religión que nos hace crecer hacia Dios, la que nos madura personalmente y nos lleva al encuentro de los demás. La medida de nuestra fe son las obras hechas de y con amor.

Domingo 25º del Tiempo Ordinario


¿Cómo miramos? Se trata de una pregunta que convendría hacerse, y responderse.

No es infrecuente escuchar a alguien decir que desde que encontró trabajo empezó a mirar las cosas, la vida, por ejemplo, de otra manera. O esa pareja que les llegó tener descendencia y todo cambió, hasta la forma de mirar.
Una madre mira de una manera, un jefe de otra. Un político nos ve como votos posibles, un cantante como discos vendidos y un constructor como futuros compradores.

Consideramos que un propietario rico mira a la gente como mano de obra barata, y nosotros miramos nuestro trabajo como horas rendidas.
La mirada de Dios, sin embargo, es de otra manera. Con amor miró al pueblo de Israel y lo eligió y acompañó siempre. A pesar de ello, Israel en ocasiones se consideró en desventaja con otros pueblos, que estaban mucho mejor que él. De ahí su queja permanente. Ay, las cebollas de Egipto…

Pablo se sintió mirado por Cristo, y desde entonces fue dichoso, que es lo mismo que bienaventurado. A partir de ahí, para él todo fue ganancia.
Cuando Dios nos mira, no ve unos peones desocupados que le vienen bien a su hacienda. Así nos vemos nosotros, pero Dios no. Por eso ocurre lo que ocurre. Que nosotros exigimos nuestra paga, y miramos también la del vecino; y comparamos.

Dios sin embargo nos lo da todo. Y ante nuestra queja, que consideramos justa al comprobar lo que reciben otros, nos hace ver que nuestra mirada está enferma de falta de amor.

Nunca diremos todo cuando decimos que Dios nos tiene como hijos. Nos cuesta entenderlo, porque consideramos que merecemos más. Medimos por cantidad, no por calidad. Valoramos según medida. ¿A quién quieres más? ¿Cuánto me quieres? dice alguien a alguien. ¡A ver, a ver cómo me quieres? Y esperamos un achuchón, y unos mimos, y la propina.

Si miráramos como Dios no existiría medida capaz, porque no se trata de cantidad, sino de totalidad.

Esto es lo que no entendieron los trabajadores de la primera hora en aquella viña. Lo mismo que tampoco aceptaba el hijo mayor de aquel padre bueno que recibió al hijo perdido con los brazos abiertos a la puerta de la casa común: Dios es de todos y para todos, y no depende de nuestros cálculos, dignidades y méritos propios o adquiridos.

Dios se nos ha dado sin medida, y su amor tiene una sola pega: empieza por los más débiles, por los que menos cuentan, por los últimos.

Domingo 24º del Tiempo Ordinario


Setenta veces siete no significa 490 en palabras de Jesús. Sino siempre. Por tanto a la hora de conceder nuestro perdón no vayamos tomando nota, a la espera de colmar el vaso de nuestra paciencia y de nuestra compasión.

Todos estamos un poco tocados después de lo de las torres gemelas de Nueva York, de lo de Madrid, de lo de Londres, y de lo de Afganistán e Irak. Este verano hemos recordado un año más lo de Irosima y Nagasaki. Y la lista se hace interminable si añadimos sucesos semejantes a nivel nacional y local.

Algunos más exaltados rápidamente gritan venganza y justicia. Y ciertamente entre ésos hay seguidores de Jesús.

Sabemos la de veces que Jesús dice en el evangelio que el perdón y la misericordia es distintivo del Reino de Dios. Él habla muchas veces de perdonar y devolver bien por mal. Una de sus últimas palabras son de perdón para quienes le están matando. Desde pequeños en catequesis familiar y parroquial se nos ha invitado a perdonar. Y San Pablo en una de sus cartas dice: «Dios por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar.»

¿Cómo se traduce eso a nuestra vida concreta, la de cada día, en la que se dan roces y pequeñas y grandes traiciones? ¡Eso es imposible, no somos ángeles…!

Quiero leeros unas frases que alguien dejó escritas en un trozo de papel en uno de los innumerables campos de concentración donde se perpetró el mayor crimen contra la humanidad en el siglo XX: "Acuérdate, Señor, no sólo de los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también de los de mala voluntad. No recuerdes tan sólo todo el sufrimiento que nos han causado; recuerda también los frutos que hemos dado gracias a ese sufrimiento: la camaradería, la lealtad, la humildad, el valor, la generosidad y la grandeza de ánimo que todo ello ha conseguido inspirar. Y cuando los llames a ellos a juicio, haz que todos esos frutos que hemos dado sirvan para su redención y perdón".

Conceder el perdón es una gracia que debemos pedir a Dios con insistencia, porque desde nuestra pequeñez no parece fácil ni posible.

Domingo del Corpus Christi


¿Qué estamos haciendo con el encargo que nos dejó Jesús?

Bien podría ser ésta la pregunta que hoy intentáramos responder todos, como Iglesia y como bautizados. Porque el Señor dijo “haced esto en memoria mía”, es decir, recordadme así, estaré yo presente entre vosotros cuando os juntéis y comáis el pan partido y os bebáis el vino derramado.

Se puso en nuestras manos, y somos nosotros los que al realizar el gesto provocamos el sacramento, lo traemos al presente, lo acercamos a nuestras vidas.

Decimos que es lo más que tenemos de Él. Que todo brota de ahí, y que nada que hagamos vale si no nos lleva de nuevo a la Mesa después de pasar por la vida.

Mesa que hemos cambiado por Misa. Y que no está mal, porque es Envío, compromiso para la Misión. Pero que no está bien, porque al decir misa decimos también rito, y entendemos precepto, y en lugar de celebrarla… la oímos.

¿La estaremos vaciando de sentido?

Una y otra vez acudimos a ella, y casi de repetirla la vamos perdiendo, o la convertimos en moneda de cambio para nuestras necesidades particulares religiosas.

Es lo mejor que tenemos y sin embargo interesa cada vez a menos personas. Dejan de venir porque se aburren, porque no le encuentran sentido, porque no produce ningún efecto, porque es cosa del cura, porque siempre es lo mismo, porque hay otras cosas mejores y mucho más entretenidas.

Me niego a pensar que quienes dejan de asistir hayan perdido su fe. No puedo aceptar que Jesús haya dejado de ser para quienes ya no vienen a misa un referente importante, ejemplo al tiempo que maestro, compañero y salvador.

Puede que ellos, los que ya no están, se hayan descuidado. Puede también que los que no nos hemos ido, tampoco estemos haciendo mucho más, y este gesto que tendría que ser profético, va languideciendo y reduciéndose a un simple estar.

La Eucaristía es algo más que una devoción individual. Es un acto de memoria colectiva, en cumplimiento del mandato de Jesús de repetir en memoria suya lo que él hizo por nosotros. Si prevalece el individualismo, no entendemos la dimensión comunitaria, la olvidamos, y los textos litúrgicos que siguen proclamándola nos resbalan.

Como decía san Pablo a los Corintios, formamos con Jesucristo y entre nosotros un solo cuerpo, porque participamos del mismo pan, y el cáliz de bendición que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo. Él no cesa de enviar a la Iglesia su Espíritu, y lo hace sobre todo por medio de la Eucaristía. Todas las plegarias eucarísticas terminan con la epiclesis o invocación del Espíritu Santo, pidiendo que, a todos los que comulgamos del mismo pan y del mismo vino, nos una en Iglesia por la caridad. El Vaticano II afirma que “ninguna comunidad cristiana se puede formar si no tiene por raíz y quicio la celebración de la Eucaristía (Presb. ord. 6). Por eso decía el P. De Lubac: “La Iglesia hace la Eucaristía, pero la Eucaristía hace la Iglesia”.

Si cuando celebramos la Eucaristía olvidamos su dimensión comunitaria, hemos perdido la memoria colectiva cristiana y estamos en misa sin entender nada.

La Santísima Trinidad


¿Cómo decir cómo es Dios? ¿Cómo decir cómo es nuestra mamá, o nuestro papá? A veces las palabras no sirven, o hacen falta demasiadas, para expresar o explicar lo que experimentamos.

Dios es sobre todo experiencia. Incluso aunque no le demos ese nombre, pienso que todos los seres humanos la tenemos.

Y cuando nos encontramos con alguien que está viviendo sin Dios o al margen de Él, notamos que vive como huérfano angustiado o que, inconsciente o conscientemente, practica lo que llamamos la huída hacia adelante.

Nuestra fe cristiana arranca del relato de una experiencia. Desde pequeños, y también algunas personas ya de mayores, hemos escuchado cómo Dios estuvo siempre acompañando a nuestro pueblo; en los momentos difíciles, y en los fáciles, ahí ha estado. Lo expresemos como lo expresemos, Dios era como una nube durante el día, o como el maná que llegaba en la mañana, como la brisa o la tormenta, como protector en el peligro, como fuente de vida en todo momento.

Nunca conseguimos expresarlo tan bien como lo hizo Jesús cuando decía mirando a los campos, «esos lirios no tejen, pero Dios los viste; esos pájaros no siembran, pero Dios los alimenta». O cuando miraba a sus amigos y les decía, «cuánto más a vosotros os quiere Dios, que pasa en vela el tiempo que pasáis fuera de casa, y está permanente en la puerta hasta que volvéis». O cuando levantaba la vista y decía «el reinado de Dios se parece a un pastor que tenía cien ovejas y se le perdió una; y salió en su busca. ¡Qué contento regresó con ella al hombro!»

En Jesús mismo hemos experimentado cómo es Dios en su trato cariñoso hacia las gentes, en su desvivirse con los enfermos, en su dar la cara por los proscritos, en prestar su voz a los silenciados, en levantar del polvo a los humillados, en dar la vida por todos.

Con Jesús, -más que hermano, amigo-, tenemos la plena seguridad de un Dios que ha pensado siempre en nosotros, desde antes de que existiéramos, y que no nos abandonará jamás porque su Espíritu de vida hace que nosotros tengamos ansias de eternidad.

No tengamos miedo de Dios, no le temamos. Celebremos que Es, y que en Él somos, no sólo existimos. Y que somos como es Él, que somos de su misma familia, y que aún no conseguimos ni siquiera imaginar lo que en Él llegaremos a ser.

Invoquémosle como hacemos habitualmente al signarnos en tantos momentos de la vida, pero caigamos en la cuenta de que es su Espíritu, por Jesús, el que nos acerca más al Padre.

Y en Su Presencia vivamos confiados; como lo hace el niño que duerme plácidamente porque sabe que mamá y papá están ahí, velando su sueño. Pero, puesto que no somos nenes, confiemos en Dios haciendo lo que Él espera de nosotros, amando a los demás sin poner medida, pero mucho más desmedidamente a los que más lo necesitan, a quienes Dios mismo llamó sus predilectos: los pequeños, los pobres, los sencillos, los que sufren, los que lloran solos, los enfermos y los despreciados de este mundo.

La mejor manera de creer en el Dios trinitario no es tratar de entender las explicaciones de los teólogos, sino seguir los pasos de Jesús que vivió como Hijo querido de un Dios Padre y que, movido por su Espíritu, se dedicó a hacer un mundo más amable para todos. Es bueno recordarlo hoy que celebramos la fiesta de Dios.

Domingo de Pentecostés


Algo pasó en aquel grupo, arrinconado por miedo a todo, cuando sintieron que Jesús estaba allí; que no sólo no se había ido, sino que su aire, el Viento divino, los empujaba a salir de sí mismos y del encierro en el que estaban, para alzar la voz y gritar con fuerza que la Vida triunfa sobre la muerte, y que Dios es para todos.

Algo pasó en todos ellos, y de temer a un Dios lejano empezaron a predicar un Dios que es Padre.

Algo pasó, y de vivir temiendo al mundo, salieron hacia él para hacerlo humano.

Algo tuvo que pasar, porque empezaron a predicar que Dios se había hecho hombre, que caminó por nuestro suelo, que se acercó a los enfermos y despreciados, que enriqueció con amor a los más pobres, que miró a la mujer de igual a igual, que habló a Dios de tú a tú, que se gastó por todos y se entregó sin vacilar para que en él descubriéramos quiénes somos, imagen del Dios vivo, templos del Altísimo; pero también sacerdotes, y profetas, y reyes.

Tuvo por fuerza que suceder algo grandioso para hacer de aquellas tímidas y temerosas personas, testigos del Reino de Dios, igual que su Maestro.

Tiene que estar sucediendo ahora algo muy importante, misterioso, milagroso. No estamos solos. Su Espíritu, el que prometió, con el que aseguró enriquecer nuestra debilidad e ignorancia, está aquí. Dios está aquí, y no falla. Tampoco estorba ni avasalla. Está en mí y está en ti; y también en el de al lado, y en el de más allá. Está con toda la asamblea, con cada uno de nosotros.

Está también en nuestro mundo, en todos los seres humanos. En la naturaleza y en las cosas, en la tierra y hasta en las estrellas.

Es el mismo que exhaló su aliento y creó la vida. Es el que hasta ahora ha mantenido todo en su existencia.

Ese mismo Espíritu, Santo porque es divino, nos impulsa a vivir al Aire de Jesús, nos unge como cristos, y nos capacita para ser testigos del Dios vivo, para ser felices y hacer felices a los demás.

Dejémos penetrar por la fuerza de Dios y superemos nuestros miedos cargando con ellos y no permitiendo que sean ellos los que manden.

Como Pedro y todo el grupo apostólico, con María y aquellas valientes mujeres, acojamos el Espíritu que Jesús desde el Padre nos envía, con alegría y agradecimiento, pero sobretodo con responsabilidad.

La Ascensión del Señor


La Ascensión de Jesús a los cielos es un artículo de nuestra fe de cristianos. Lo aceptamos generalmente sin rechistar, y lo repetimos cada vez que recitamos el Credo. Lo proclama la Iglesia, y nosotros aceptamos.

Pero si litúrgicamente resulta válida la expresión, no parece que sea suficiente para expresar y transmitir catequéticamente lo que en verdad creemos.

Expresiones como resucitar, ascender y descender no caben en nuestras categorías actuales, donde se habla de muerte cerebral, enviar satélites al espacio o explorar los abismos oceánicos. Si nuestras creencias religiosas dependieran de las categorías espacio-temporales, estarían en el aire por culpa de los adelantos de la ciencia.

Una cosa es cómo lo expresamos, y otra y bien distinta cómo lo vivimos.

Resucitar no es volver a la vida. Que Jesús resucitó quiere decir que está más allá de la muerte, que no puede retenerle. Por eso su sepulcro está vacío, porque Él no está allí.

La Ascensión de Jesús, aunque expresada de esa manera tan plástica, significa que dejó de estar visible, de estar retenido por los estrechos límites del espacio y del tiempo. No cabe en tan poco habitáculo y lo hace estallar llenándolo todo. Por eso le decimos El Señor.

En realidad más que subió deberíamos decir que se abajó. Porque lejos de desaparecer, se ha metido más de lleno en nuestra pequeña historia. Si Dios se encarnó en Jesús, y desde entonces es el Dios-con-nosotros; a partir de ahora Dios camina con nosotros en nuestra Galilea cotidiana, no estamos solos; y mucho más: está dentro de nosotros, -su Espíritu que nos habita-, y es el Dios-en-nosotros.

¿Qué consecuencias podemos sacar de esto? Muchas. La primera y principal, que somos el grupo de Jesús, sus amigos. No importa cuántos seamos, a nosotros nos corresponde mostrarle vivo y vivificante. Donde vayamos, allí está Él.

Nosotros tenemos que anunciarle, dándole a conocer al mundo entero. Mostrarle de palabra y de obra. Cuando hablemos en su nombre, Él habla.

Y somos nosotros quienes tenemos que hacer nuevos discípulos de Jesús, enseñando lo que Él nos enseñó, viviendo como Él lo hizo, provocando adhesion y seguimiento. Al bautizar, no realizamos un simple gesto, no; en realidad es como si se estuviera replicando: un cristiano, un Cristo, llamado a constituir la comunidad cristiana.

La fuerza del resucitado lo llena todo con su Espíritu. Todo está orientado a aprender y enseñar a vivir como Jesús y desde Jesús. El sigue vivo en sus comunidades. Sigue con nosotros y entre nosotros curando, perdonando, acogiendo… humanizando la vida.

Domingo 6º de Pascua


¡Qué duro es despedirse de las personas que nos quieren y que queremos! Y si la despedida es por un tiempo, vaya; pero cuando es definitiva, como que se nos rompe el corazón. Y con el tiempo vamos olvidando, y tras sentirnos huérfanos, concluimos por terminar no recordando.

Así pasa en la Iglesia. Escuchamos las palabras del Amigo cuando dice «no os dejaré solos»; creemos a los testigos cuando afirman «está vivo, era verdad lo que dijo»; celebramos al Jesús que vuelve a estar entre nosotros y le escuchamos y hasta lo comemos. Pero como que no terminamos de rematar la faena, porque el Jesús en torno al cual nos reunimos y nos unimos como que está apagado, es apenas una sombra en la pared, que ni seduce, ni entusiasma; que es posible que lo tengamos en la cabeza a fuerza de decir que sí creemos, pero no está o no ha llegado aún al corazón.

Es importante que oigamos una vez más sus palabras, y que las alojemos en lo más íntimo de nosotros, que se hagan carne con carne bien adentro: «No os dejaré solos» dichas por Jesús debe equivaler a «no estamos solos» dicho por nosotros. Pero no como de memoria, tal y como a veces decimos el padrenuestro. Sino con sentido y convencidos, creyendo a Jesús y sobre todo adhiriéndonos a Él, dejando al Espíritu de Jesús hablar desde nosotros pero sobre todo diciéndolo nosotros mismos desde nuestra vida.

Jesús está con nosotros, no nos dejó. Mostremos que estamos con Jesús, a quien llevamos porque somos sus amigos, no sólo haciendo memoria del pasado, sino viviéndolo en el presente. Mostremos que Jesús vive, y que su vida es también la nuestra.

Domingo 2º de Pascua


Hay un dato en el evangelio de hoy que requiere nuestra atención. Por dos veces llega Jesús ante el grupo de discípulos, y en las dos están con las puertas cerradas. La primera, por miedo. La segunda, ¿por qué?

Si se tratara del mismo miedo, ¿no supuso nada la llegada primera de Jesús? Si fuera miedo a otra cosa, ¡sólo faltaría que tuvieran miedo del fantasma de Jesús!

En mi opinión las apariciones de Jesús resucitado y los encuentros que narran los evangelios tras la Pascua sirven sólo para quienes fueron testigos directos.

Tomás, por ejemplo, es informado de que Jesús está vivo. Pero él no lo cree hasta que se encuentra con él.

Todos nosotros hemos recibido una tradición cristiana. Hemos aprendido el catecismo. Nos han formado en la fe en Jesús. Pero todo eso es sólo una información que, como con Tomás, se convertirá en fe confesada cuando en el tú a tú con el Resucitado, convencidos exclamemos: ¡Señor mío y Dios mío!

Los cristianos necesitamos escuchar a los testigos. Nicole Valeria recibirá de sus padres y de la comunidad cristiana el anuncio del Evangelio. Pero nadie puede creer por los demás; en esto cada quien tiene autonomía y personalidad propia.

El Dios de la vida nos aborda para provocar en nosotros el sí, el asentimiento y el acto de fe.

Y dichosos seremos si, como afirma Jesús, no requerimos ver con los ojos de la carne. No nos debe hacer falta palpar sus llagas, comprobar el sepulcro vacío, ver su cuerpo glorioso, comer su misma comida… No es ahí donde debamos buscarlo, donde lo encontraremos.

Él está cercano y asequible en la comunidad que vive el amor. Donde la fe en el Dios vivo y vivificante crea un nuevo punto de partida para todo ser humano. Donde el Espíritu anima, y es distintivo de todos y de cada uno vivir al aire de Jesús.

Es la comunidad cristiana en donde venceremos miedos, superaremos cobardías y encontraremos el acompañamiento que requiere nuestro acto de fe, que es personal, pero no individualista. Creemos, pero no sin la Iglesia, no al margen de ella, y mucho menos en contra o a pesar de ella.

Domingo de Pascua de Resurrección


Esta mañana, la Iglesia ha celebrado que Jesús, el crucificado, ha resucitado. El Padre, suyo y nuestro, lo ha constituido como El que Vive, vencedor del pecado y de toda muerte.

Al encontrarnos con Jesús resucitado hemos podido comprobar que no hicimos nada equivocado al fiarnos de Él. Tenía razón.

Es verdad cuanto nos ha dicho de Dios.

Ahora sabemos que es un Padre fiel, digno de toda confianza. Un Dios que nos ama más allá de la muerte.

Ahora sabemos que Dios es amigo de la vida, de todas las vidas.

Ahora sabemos que Dios hace justicia a las víctimas inocentes: hace triunfar la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, el amor sobre el odio.

Ahora sabemos que Dios se identifica con los crucificados, nunca con los verdugos.

Ahora empezamos a intuir que el que pierda su vida por Jesús y por el Evangelio, la va a salvar. Ahora comprendemos por qué nos invita a seguirle hasta el final cargando cada día con la cruz.

Ahora está vivo para siempre y se hace presente en medio de nosotros cuando nos reunimos dos o tres en su nombre.

Ahora sabemos que no estamos solos, que Él nos acompaña mientras caminamos hacia el Padre.

Escucharemos su voz cuando leamos su evangelio.

Nos alimentaremos de Él cuando celebremos su Cena.

Estará con nosotros hasta el final de los tiempos.

Hermanos, es la Pascua Florida en Jesucristo Resucitado. Feliz Pascua del Señor.

Domingo de Ramos


Tres posibilidades se nos ofrecen para estos días de Semana Santa: estar con los verdugos, ser del grupo de los espectadores curiosos, o permanecer junto a María al pie de la cruz donde pende Jesús. Pero no olvidemos que en la Pascua Dios sale victorioso en favor de todas las víctimas.


La segunda parte de esta celebración se centra en el relato de la Pasión según San Mateo. Escuchamos con respetuoso silencio, notamos el alto grado de intolerancia que significa el proceso de Jesús por las instancias religiosas, políticas y sociales de Jerusalén, y descubrimos en Jesús a todas las víctimas de la injusticia y del fanatismo humano.
Antes escuchamos el tercer Canto del Siervo del profeta Isaías y el Himno Cristológico de la Carta a los Filipenses.


Tras la escucha atenta y piadosa de estos textos que nos hablan del misterio terrible del mal y de la acción de Dios en favor nuestro, y en tanto esperamos anhelantes la llegada de la Pascua como triunfo del Dios de la vida sobre la muerte que nos amenaza, nosotros, espectadores de la pasión de Jesús, pero también fieles discípulos suyos, asumimos nuestra condición de salvados por un Amor que nos sobrepasa, nos redime y nos justifica por nuestra adhesión, mediante la fe en nuestro Señor Jesucristo como Hijo y Enviado del Padre con la fuerza del Espíritu, al Dios que nos sacó a la existencia y nos llama a participar de su gloria.

En comunión con la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, expresemos nuestra fe, la que recibimos en el Bautismo y nos constituye en Asamblea Santa, Pueblo de Dios, Comensales de esta Mesa de la Eucaristía:

-¿Creéis que Dios levantó por encima de todo a Jesús y le concedió el nombre por el que somos salvados?

-¿Creéis en el nombre de Jesús, dobláis la rodilla sólo ante su nombre, confesáis que sólo Jesús es el Señor de la vida, el Señor de la historia, el Señor del universo?

-¿Creéis que la gloria de Dios se expresa en la vida del ser humano; y que nuestra vida se hace plena en Dios?

-¿Creéis que estáis elegidos para tener la misma mente y el mismo corazón de Cristo Jesús, que siendo de condición divina no la retuvo ávidamente; sino que, amor al Padre y a todos los seres humanos, se humilló en nuestra carne?

-¿Creéis que estáis ungidos como siervos de Dios y servidores de los demás, confiando en la fuerza de Jesús?

-¿Creéis que sois llamados a ser obedientes a Dios hasta la muerte, asumiendo vuestra parte de los sufrimientos de la cruz por otros que viven en el mundo?

Esta es nuestra fe. Esta es nuestra esperanza y salvación. Pedimos la fuerza del Espíritu de Dios mientras seguimos el camino de la cruz esta semana con Jesús, que es Señor, para gloria de Dios Padre. Amén.

Domingo 5º de Cuaresma


El broche que cierra litúrgicamente la Cuaresma es esta Eucaristía dominical con las lecturas bíblicas que acabamos de proclamar. Tienen su culmen en la frase de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida», junto a la tumba de un amigo.

No es una frase bonita, ni pura retórica. Se trata de un grito dado por Jesús cuando como ser humano se encuentra más desvalido, en el momento más comprometido de su existencia y ante el cadáver de un ser querido.

Como judío cree en la resurrección de los muertos, allá al final de los tiempos. Mientras llega ese momento, entonces y ahora, lo que damos por muerto debe reposar tras la losa del sepulcro, atado y amordazado, excluido de la vida.

Ahí está también nuestra fe, tan inmóvil y estéril como nuestra esperanza; simple letra, apenas unos supuestos doctrinales.

A partir de su rotunda afirmación, Jesús va a dar tres órdenes apremiantes, haciéndonos entrar en acción:

¡Quitad la losa! ¡Sal fuera! ¡Desatadlo y dejadlo andar!

La vida no puede estar inactiva, dormida, sepultada.

Necesitamos mover la piedra de las cargas y esclavitudes que nos ahogan e inutilizan.

Debemos recuperar nuestra libertad y pasar a esa nueva situación de resucitados. Lo nuestro es la vida, no la muerte.

Jesús resucitó a Lázaro. Devolvió la vida a Marta y a María, que se morían de pena hundidas en sus dudas. Entusiasmó a los discípulos, cobardes y llenos de miedo a las puertas de Jerusalén.

Que la Palabra de Dios nos haga ver hoy que, por muy negra que sea nuestra realidad en este momento, por muy lamentable que parezca la situación a la que hemos llegado…, tenemos razones para apuntarnos a la esperanza. Para Dios estamos vivos. Todos podemos renacer y brotar. Todos podemos salir de la fosa.

Mejor dicho: a todos nosotros, en el bautismo, Dios nos situó ante la vida para que la vivamos, la compartamos y para que ayudemos a vivir. Por tanto, vivamos erguidos, conscientes de nuestra dignidad, libres y sin temor, resucitados y resucitadores. Adelante nos espera la Pascua Florida, la fiesta de los renacidos en el Espíritu de Jesús, que ya poseemos en el presente y es prenda de futuro en plenitud.

Porque Dios no nos ha abandonado.

Música Sí/No