Domingo 17º del Tiempo Ordinario


“La mejor eucaristía es la que celebramos cuando damos de comer a los que tienen hambre. Cerca de mi casa hay una religiosa que ha montado un comedor para los inmigrantes. Todos los días da de comer a doscientas personas. Hay muchos voluntarios que colaboran con ella. Ella coordina, organiza, trabaja, sirve, atiende a todos. Y todos se van de su casa saciados.
Me encanta imaginarla como la que preside una eucaristía, una maravillosa liturgia. El olor de la comida es el mejor incienso. Su palabra acogedora, su servicio, es la figura del presidente de la celebración. Todos los que allí trabajan y los que van a comer forman la comunidad que celebra y comparte. Unos sirven y otros son servidos. Los que tienen dan de lo que tienen y los pobres reciben con gozo. ¿No es eso el Reino? ¿No es eso formar la familia de Dios? ¿No está cumpliendo esa religiosa una auténtica función sacerdotal? ¿No es su comedor una celebración continua de la eucaristía?”
Leí esto anoche, reflexionando sobre el evangelio de hoy.
Jesús seguramente no quiso en aquel descampado celebrar el memorial de su vida, que hoy día reconocemos como el Sacramento de la Eucaristía, sino aliviar y socorrer la necesidad de aquellas gentes, dándoles al mismo tiempo un signo de por dónde apunta el Reino de Dios: mesa común, alimento para todos, alegría compartida, fraternidad sin condiciones.

Pero estoy seguro que cuando al celebrar la última Pascua con los suyos, estableció el gesto eucarístico, tuvo bien presente aquella vez y otras muchas veces que a través de la comida partida y repartida aunó en torno a sí a cuantos estaban gozosos y esperanzados de su palabra.
El gesto de esta religiosa, y otros mil más que podríamos recordar, es el único arma, que tiene verdadero fundamento humano y humanizante, contra la crisis que nos agobia, y es también el espíritu hecho ritual que no debiera falta jamás a nuestras misas dominicales.
«Un solo cuerpo, un solo Espíritu», dice San Pablo. “Y una sola mesa”, podríamos también añadir, porque una sola es el hambre de vida que tiene la humanidad. Y porque la voluntad de Dios es que nadie sea excluido de esa mesa.

Domingo 16º del Tiempo Ordinario


En el Evangelio Jesús dice: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco».
Y esta sola frase nos da pie para dar tres ideas que ayuden a nuestra reflexión:
- Necesitamos días de fiesta y de descanso. No están los tiempos para jugar con el trabajo, que escasea y además pende de un hilo el tenerlo asegurado. Pero el tiempo para descansar, para desconectar, para relacionarnos sin horarios ni agobios, para disfrutar de lo que el resto del tiempo no podemos, no sólo es necesario, es incluso obligado buscarlo y protegerlo. No por mucho madrugar amanece más temprano; es decir, parafraseando ese refrán: no por hacer muchas cosas, incluso las no obligadas, vamos a ser más o a vivir más larga vida.
- Necesitamos tiempo para nosotros mismos y Dios. Para orar, para revisar lo que somos y hacemos. Para alabar a Dios y para, ante Él, saber quiénes somos y reconocernos en su presencia. Que no hacerlo así, pensar que con recordar su presencia en ratos entre una cosa y otra, o recitar alguna plegaria en determinados momentos, es, además de tacañería, no dejarle ocupar el lugar ni el espacio que Él ansía llenar de amor. Igual que los enamorados requieren sus momentos, Dios también los quiere y nosotros los necesitamos.
- Jesús nos requiere, nos llama a solas; algo tendrá que decirnos. A nosotros, como a los discípulos de Jesús nos puede ocurrir que queramos que las cosas sean según nuestro criterio. Y tendremos que escucharle, dejar que él nos enseñe, nos muestre cómo es el sueño que le embarga toda la vida sobre el Reino de Dios. No vino para hacer su voluntad, sino la voluntad del que lo envió.
Con él y junto a él iremos haciéndonos cristianos. El nos pastorea, dejemos que nos lleve a los pastos que nos son tan necesarios.

Domingo 15º del Tiempo Ordinario


No hay homilía por brevedad en las fiestas populares de Las Villas. Ofrezco la de hace tres años:


Jesús recibió de Dios Padre la misión de evangelizar anunciando la inminencia del Reino.
Los apóstoles y la Iglesia recibieron de Jesús el encargo de continuar la evangelización, llamando a todos a la conversión y aceptación de la Buena Nueva.
El cristiano evangeliza humanizando y humaniza evangelizando. Desde los valores del evangelio se llega a la plena humanidad; podemos y debemos ser a un tiempo ciudadanos y discípulos, constructores de un mundo más humano y más divino. El Reino de Dios se realiza en las realidades humanas, aunque las transciende y sublima.
El cristiano evangeliza removiendo obstáculos y males que alienan y esclavizan; combatiendo los males demoníacos de nuestro mundo: la injusticia, la desigualdad, el hambre, la mentira, el desamor y el odio…
El cristiano también evangeliza creyendo en la eficacia histórica del bien, favoreciendo la calidad de la vida humana, saludando y asumiendo cuanto de positivo tiene este mundo de hoy, estirando todas las posibilidades de bien que tiene nuestra cultura…
El cristiano evangeliza en comunidad (les envió de dos en dos), en pobreza y fragilidad (les envió sin dinero), en sintonía con el Señor (les dio autoridad sobre el mal), desde su misma realidad vital (Amós reconoce que sólo sabe ser pastor de ovejas y cultivador de higos).
¡Qué somos y para qué valemos, pobres de nosotros! Con la gracia de Dios, igual que Amós y los discípulos de Jesús, seremos voceros de una vida más verdadera y de un mundo mejor para todos.

Domingo 14º del Tiempo Ordinario


El evangelio de hoy es una severa advertencia para la Iglesia, para cuantos la formamos y en especial para quienes constituimos la base del Pueblo de Dios.
Que hay profetas, nadie lo duda. Que una de las funciones de los cristianos, por nuestro propio ser de cristianos, es la profecía, nadie lo discute. Que la Iglesia ha de ser profeta en medio del mundo, por su palabra libre y denunciadora del mal, hay que afirmarlo con toda rotundidad, porque de lo contrario estaríamos negando el sentido de su existencia. Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada.
Jesús hoy se encuentra discutido, no por los de fuera, sino por los de dentro, por los propios vecinos y familiares.
Si no aceptamos que el Espíritu actúa entre nosotros, y que el hermano o la hermana es canal por el cual se nos comunica la palabra inspirada e inspiradora; si la cercanía y proximidad va a derivar en desprecio del don recibido para enriquecimiento de la totalidad comunitaria; si rechazamos que Dios anda entre los pucheros de nuestra cotidianidad…, estamos rechazando al mismo Jesús, paisano y convecino nuestro, y estamos impidiendo que él pueda realizar el gesto sanador; estamos provocando que el mismo Señor «se extrañe de nuestra falta de fe», y, al fin y a la postre, estamos renunciando a lo que somos y estamos llamados a ser: portadores de la palabra liberadora de Dios.
¿Habría sido aceptado en su pueblo si Jesús volviera a él adornado de títulos y dignidades? ¿Necesita el profeta el refrendo de los de fuera para ser reconocido por los de dentro?
Hemos de tener bien claro esto: sólo construidos y debidamente edificados en el Señor Jesús, por nuestro propio bautismo, seremos útiles mensajeros de la Palabra a nosotros encomendada.

Música Sí/No