Domingo después de la Natividad. La Sagrada Familia

 
La familia de Nazaret fue necesaria para que Dios Hijo se encarnara en Jesús y así fuera Dios-con-nosotros. Por eso decimos Sagrada Familia. Y estamos agradecidos a María y a José, porque ellos colaboraron para hacer posible el plan de Dios.
Pero si es verdad que merecen nuestra devoción y veneración, también es cierto que forman una familia singular, que como ejemplo, hoy y en cualquier época, es inimitable. Y no voy a enumerar todas las notas que la hacen tan peculiar: madre virgen, padre putativo, hijo engendrado por el Espíritu Santo.
Con respeto debemos reconocer las diferencias que existen entre el contenido de nuestra fe y la realidad histórica que vivimos. No podemos repetir el modelo que formaron Jesús, María y José. Pero sí fijarnos en sus actitudes humanas, y en cómo se enfrentaron a las diversas situaciones en que se vieron envueltos.
Jesús predicó lo que vivió. Si predicó el amor, es decir, la entrega, el servicio, la solicitud por el otro, quiere decir que primero lo vivió él. Y fue de María y José de quienes lo aprendió. La familia es el primer campo de entrenamiento para todo ser humano. Y puesto que la vida de toda persona es un proceso, no está exenta de tensiones, dudas, miedo y equivocaciones. La Sagrada Familia vivió la dureza de todo eso, pero también lo amasó con amor.
José, María y Jesús forman en conjunto un tesoro del que podemos extraer valores que nos sirvan para posicionarnos ante Dios, ante los demás y frente a nuestro propio destino. Pero no para sancionar ningún modelo concreto de familia.
Como les ocurrió a ellos, también a nosotros nos toca abrir caminos propios y nuevos para realizarnos como personas que vivimos juntos porque nos necesitamos para desarrollar todo el potencial que Dios ha puesto en cada ser humano.
Ellos se fiaron de Dios y actuaron responsablemente. Ahí sí puede estar el modelo y el ejemplo que nos conviene.
Sagrada Familia de Nazaret, –Jesús, María y José–, rogad por nosotros.

La Inmaculada Concepción de María


Es noticia reciente que en nuestra ciudad se ha llevado a cabo un exorcismo sobre una joven burgalesa poseída, y que hay una acusación por malos tratos admitida a trámite por un juez. Ha espantado a unos, y ha sobrecogido a otros. A la mayoría, sin embargo, les chirría que en el siglo XXI se hable del demonio, y que se haga en unos términos que parecen devolvernos a épocas oscuras de nuestra historia y de nuestra cultura.
La fiesta de la Inmaculada, sin embargo, nos habla del mal del que María fue especial y graciosamente preservada.
Y nosotros que, tal vez no entendamos lo de la noticia, estamos aquí dispuestos a celebrar este día y cantar las alabanzas a la Virgen.
Es verdad que hay un dogma de por medio, que dice que todos nacemos manchados, que nuestra naturaleza está corrompida en su origen, que está en la Biblia; y eso es lo que nos motiva a pedir para nuestros recién nacidos el bautismo, borrar ese pecado original.
La experiencia enseña que cuando algo no se expresa, termina por ignorarse su existencia. Ya no hay pecado, hay enfermedad. Ya no somos pecadores, somos enfermos mentales o discapacitados anímicos. El confesonario ha dejado paso al despacho de psicólogos, psiquiatras y similares. Ya no hay culpa, hay terapia.
En fin, ya supondréis hacia dónde nos conduce seguir argumentando de esta manera. O tal vez no, y entonces tendremos que esperar a ver qué pasa.
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Así anuncia el evangelio la salvación que Dios nos trae. ¿Podía hacerse de otra manera real la promesa de Dios hecha en el primer libro de la Biblia, «establezco hostilidad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón»? Sin alegría, tal vez consistiera en un ajuste de cuentas, saldando la deuda, nivelando la contabilidad, poniendo a cero el marcador.
Pero entonces no se trataría del Dios de Jesús. Porque el Padre del que Jesús habla no entiende de números ni de saldos. Sólo de amor.
La alegría evangélica de María no es simple risa, ni inocente vacuidad. Es el convencimiento de que por más grande que sea el mal que nos amenace, incluso nos domine y apabulle, mayor es el bien que está a nuestro favor.
Hay un fallo en el objeto de nuestra fe. No se trata de que nazcamos con manchas; ni somos cebras ni dálmatas ni el color de la piel es motivo que pueda inquietarnos.
Lo malo es que nacemos a un mundo injusto, en el que el yo está antes que el tú, y el nosotros sólo se entiende cuando los demás no cuentan.
María siente alegría porque intuye que la justicia mayor ya ha dictado sentencia; y también se reconoce turbada porque tal justicia la sobrepasa. La pequeñez que la delata es la misma que la encumbra: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.»
Su belleza inmaculada que nos cautiva, estimula y nos confirma en la esperanza de que el mal será aniquilado (“aplastado”); que es posible erradicar el mal si nos dejamos tocar por Dios, pues para Él nada hay imposible.
Para toda persona cristiana María es fuente de inspiración y de estímulo por una vida mejor y más sana. María despierta las fibras más profundas del corazón humano por la bondad y el bien.
No es verdadero y auténtico rezar, cantar, festejar, alabar, pedir a María… si no se traduce en obras que ayuden a la regeneración de nuestro entorno erradicando todos los vicios que le impiden progresar. La Inmaculada nos pide luchar para superar –aplastar- todo lo que es contrario a una convivencia de hermanos. Esa es la justicia que Dios quiere, la que María con su Sí consigue para todos.
María Inmaculada, ayúdanos a “aplastar” el mal y vivir como auténticos hijos/as de Dios.

Domingo 34º del Tiempo Ordinario. Jesucristo, Rey del Universo


El lunes pasado, en catequesis, uno de los grupos trabajó con pinturas de colores y mucha ilusión un corazón para ofrecérselo a Jesús. ¡Qué mejor ofrenda para un amigo!
Los mayores solemos emplear esa palabra, corazón, para dirigirnos a la persona amada, indicando que la llevamos muy dentro y que a ella hemos entregado nuestro ser. Acogida y donación son el camino de ida y vuelta por el que los seres humanos realizamos eso que llamamos amor.
Por amor hacemos muchas locuras, hasta dejar de ser nosotros mismos, hasta ser totalmente otro. Eso es lo que los especialistas llaman vivir descentrados, o superar el egoísmo, o acceder a un plano nuevo de existencia.
Los cristianos hemos empezado la casa por arriba al recibir lo que en realidad es lo último en alcanzar, el bautismo. Así, pues, hemos de considerar que no estamos en la cima, sino en proceso, siempre en camino, para lograr identificarnos con quien reconocemos constituye el compendio de nuestras aspiraciones, el pleno desarrollo como ser humano, el colofón de lo que empezó desde el simple barro.
Que Dios sea todo para todos no es un deseo que podamos cumplir, no está en nuestras manos. Nos viene dado. Es Jesús, el Cristo, quien lo expresa y lo realiza. Por eso decimos que Jesús es el sacramento de Dios. Nadie como él, nada sin él.
Entregarle, pues, el corazón es querer estar en él, y que él esté en nosotros. Fundirnos con quien y en quien reconocemos es nuestro fundamento y nuestra meta.
Y entonces, los que ni conocen a Jesús ni están bautizados, ¿qué va a ser de ellos?
La respuesta nos la da el evangelista San Mateo en este precioso y tremendo párrafo que acabamos de proclamar. Quien actúe como lo hizo Jesús, no importa que no le conozca, está en su onda y es cristiano, aún sin saberlo.
Si los discípulos de Jesús en principio hemos de imitarle, llegará un momento en que actuaremos desde nuestro corazón, guiándonos por nuestros propios sentimientos. Serán nuestras entrañas las que, henchidas de misericordia, desborden hacia nuestros semejantes recibiendo y entregando el amor que se nos ha dado, haciéndolo universal e incondicional.
No habrá tal juicio en el futuro. Ese juicio está ocurriendo ahora, en el momento a momento de nuestra existencia. Ahí nos jugamos de verdad la vida.

Domingo 33º del Tiempo Ordinario


Entre las varias consideraciones que pueden hacerse respecto de estas palabras de Jesús, se me ocurre ahora esta pregunta, que puede parecer compleja, y que sin embargo creo muy sencilla de responder: ¿Valoramos lo que somos y tenemos o nos dejamos dominar por el miedo a la responsabilidad?
Alguien puede decir: precisamente porque soy consciente de lo mucho que vale lo que he recibido de Dios, he de conservarlo, aunque sea congelado. Así, cuando se me pida cuentas, podré mostrarlo tal cual se me entregó. En el frigorífico no ha sufrido merma.
Los que tenemos alguna experiencia doméstica, sabemos muy bien que los alimentos se conservan con bajas temperaturas durante un tiempo, pero que generalmente sufren pérdida de calidad. Y en muchos casos, se hacen tan insípidos y faltos de nutrientes, que en realidad no valen ya. En tanto que mantenidos al natural conservan sus cualidades, incluso las ganan; aunque puedan también estropearse.
Esta parábola de Jesús es una catequesis en toda regla que nos dice que no nos guardemos en conserva, sino que salgamos a la luz del día y trabajemos en serio, rindiendo todo lo que podamos.
Así luciremos como esa mujer hacendosa que describe el libro de los Proverbios. Del mismo modo esperaremos sin miedo la llegada del día del Señor, porque viviremos confiados, como dice San Pablo.
Y así, igualmente, estaremos haciendo del Evangelio de Jesús una buena noticia para todos, y no un tesoro ocultado para quienes realmente lo necesitan.
Que nuestra alegría sea contagiosa; que nuestro tiempo esté siempre disponible; que nuestras cosas sean de todos; que las demás personas no nos sean indiferentes; que seamos intrépidos y creativos; que el trabajo y el estudio sean vocación gozosa y no carga que agobia; que la prudencia no nos corte las alas; que la fe en Jesús y en nuestro Padre Dios no nos consienta mirar al mundo con recelo, sino con el amor con que Él lo mira.
Así lo hicieron Ignacio Ellacuría, Nacho Martín Baró, Segundo Montes, sus compañeros jesuitas y las dos empleadas de la universidad de San Salvador, cuya muerte violenta recordamos hoy. Ellos son un ejemplo de fe cristiana.

Domingo 29º del Tiempo Ordinario


Llega el DOMUND y nos toca rascarnos el bolsillo. Lo hacemos con gusto, porque sabemos del buen uso que va a darse a nuestro dinero. Pero no deja de tener gracia que, coincidiendo con las palabras de Jesús del evangelio de hoy, manejemos las monedas para ayudar al sostenimiento de lo que entendemos que es obra de Dios. Por fortuna, cada vez hay menos personas que piensan que dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios suponga separar lo que en la vida está íntimamente unido. Precisamente por pretender separarlo sobreviene la injusticia y lo éticamente impresentable.
Como Iglesia, todas las personas bautizadas somos misioneras. De no ser así no podríamos considerarnos cristianas, por mucho bautismo que hayamos recibido. Llevar a cabo la misión recibida, el encargo de anunciar al Dios de la vida y de trabajar porque venga a nosotros su Reino no se reduce a rezarlo en el padrenuestro. Eso ya lo sabemos, aunque haya quien se empeñe en recluirnos en la intimidad.
Como seguidores y discípulos de Jesús tenemos una palabra que decir y muchas acciones que realizar y, lo que es fundamental, sobre todo una manera de hacerlo en necesaria conexión con razones en qué apoyarnos.
Hoy es a esos hombres y mujeres que seducidos por el Evangelio han dejado casa y familia para irse lejos y vivir dedicados a los demás, a quienes celebramos y por quienes oramos. Ellos y ellas han entendido muy claro que hay que dar a Dios lo que es de Dios. Y por eso, en su gran mayoría, viven en tensión y enfrentamiento con los césares de turno, que exigen para sí mismos lo que en justo derecho corresponde a los pobres.
Todos hemos oído en los últimos tiempos las dificultades en que se realiza la tarea misionera. Oremos por todos ellos y colaboremos económicamente para que lleven a cabo su misión en mejores condiciones.
Y termino con unas palabras que dije aquí hace años y de las que no me arrepiento:
Ser misionero, hoy, es ser testigo cualificado del compromiso por la fe y la justicia del evangelio. Y las exigencias del evangelio rompen los límites de la propia intimidad para convertirse en fuente de transformación profunda de la convivencia humana: ahí, en la vida social y política, en la vida laboral y económica, en la vida cultural y asistencial, ahí es donde se juega el honor de Dios que es también del hombre; y al revés, el honor del hombre que es el honor de Dios.
Hoy se nos llama a todos a tomar mayor conciencia del compromiso misionero que tenemos los cristianos en todos los ámbitos, y a hacerlo «no sólo con palabras sino con la fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda».

Domingo 28º del Tiempo Ordinario


Dios tiene un proyecto, una especie de sueño o fantasía, que quiere hacer realidad: Un banquete final donde todos estemos sentados, junto a él, disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa. La llamada o invitación de Dios es universal. Así lo dice el profeta Isaías en la primera lectura de hoy. Nadie puede considerarse excluido, nadie debe acaparar las invitaciones. Dios es de todos y para todos, y no hay iglesia alguna o religión que pueda agotar a Dios en su sólo beneficio. Y como añade Jesús en el evangelio, Dios mantiene su invitación desde el principio, y su voz conserva la misma fuerza tanto si nos enteramos pronto o tarde, si tenemos ocupaciones o estamos de más, como si pertenecemos al primer mundo o vivimos en los arrabales del planeta.
No nos quepa la menor duda de que esa llamada nos llega a todos, de la forma que sea. ¿Somos capaces de atenderla?
Importa cómo respondamos. Esa es nuestra responsabilidad.
En los tiempos difíciles que estamos viviendo, cuando tantos millones de seres humanos no tienen acceso a lo más elemental que nos pide la vida, la salud y la alimentación, y esto superando cualquier forma de exclusión en la sociedad, Jesús nos dice a los cristianos –y le dice a la Iglesia— que lo central del Reino de Dios es la comensalía. Es decir, la mesa compartida con quienes sólo disponen de sus carencias, sus exclusiones, sus inseguridades y sus miedos. Así, sólo así, podremos hacer algo para que este mundo resulte más habitable. Esto es lo que el Cristianismo tiene que aportar en este momento a la humanidad.

Domingo 27º del Tiempo Ordinario


¡Hay que acabar con ellos y con la situación que han originado! O: ¡Así somos desde siempre, nunca cambiaremos! Y también: Puesto que así son las cosas, aprovechemos cuanto podamos, no vamos a ser menos.
¡Vaya panorama en nuestro, luego de saber cómo manejaron los dineros de todos quienes debieron ser vigilantes diligentes y creímos honrados y cabales!
Indignación, cabreo, exigencia de responsabilidades y también frustración y derrotismo. Esto por resumir en pocas palabras los sentimientos que nos embargan desde hace ya un tiempo. Los que eran depositarios de la confianza común, se han burlado de la buena fe de un pueblo entero.
Jesús narra una parábola a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo. Usa una antigua y muy querida expresión para los judíos: la viña que cantara en su poema el profeta Isaías. La reacción de quienes le escuchan es similar a la nuestra: ¡Hay que acabar con esta situación! Ni por un momento pensaron que ellos estaban retratados.
Deberíamos sentir escozor pensando que también nosotros podríamos tener la actitud de quienes se apoderan de lo que no es suyo y llegan a la mayor violencia, aunque sea interiormente.
¡Qué fácil es creer que es propio lo que nos es dado! ¡Qué fácil es pensar que la cosecha nos pertenece, por haberla trabajado, cuando no tendríamos fuerzas, ni tierra que cultivar, si no se hubiera recibido el don de la salud y de los bienes!
Vivimos de tal manera irreflexiva que no pensamos que también nosotros, urgidos por lo que está a nuestro cargo, llegaríamos a robar, incluso a matar por avaricia, orgullo o ansias de poder.
Sí, Dios debería volver a arrasar la tierra y hacerla de nuevo. Y poner en nuestro lugar a quien inspire confianza y entregue los frutos a su tiempo.
En tiempos de Isaías y en palabras de Jesús la lectura del poema de la viña era una llamada a la reflexión y a la conversión, no sólo del pueblo todo sino también y especialmente de las autoridades; hoy es palabra que Dios nos dirige personalmente en una seria llamada a cambiar nuestra mirada para empezar a mirar las cosas y las personas y los pueblos con su misma mirada. Porque lo que Dios quiere nos lo dice San Pablo en la segunda lectura: «La paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodie vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Y todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable; todo lo que es virtud o mérito tenedlo en cuenta».
Es otra manera de decir: practiquemos el derecho y la justicia que llevan a la paz; eso es lo que quiere Dios.

Domingo 26º del Tiempo Ordinario


La primera lectura viene a decir más o menos que cada uno es responsable de lo que hace y de lo que dice. Sin meterse a explicar eso de que cada uno reproduce los comportamientos que ha vivido de pequeño y de que todos somos hijos de nuestro ambiente, el texto bíblico afirma que nadie carga con la culpa de los padres, sino que quien peca, peca él, y quien se convierte, se convierte él.
San Pablo enseña que debemos ser solidarios, soportándonos mucho más de lo que nos soportamos, considerando a los otros por encima de lo que lo hacemos, y siendo humildes ante el triunfo ajeno. Y el ejemplo y fundamento de todo esto está en el mismo Jesús, que se solidarizó con todos los hombres y mujeres hasta el extremo de hacerse como nosotros, siendo el mismo Dios.
Finalmente, y sin palabras bonitas ni retóricas complacientes, escuchamos a Jesús en el evangelio: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios», tras relatar la parábola de los dos hijos. La mayor hipocresía en que podemos caer los cristianos es decir y no hacer, o hacer lo contrario de lo que decimos. Al actuar así en realidad estamos renegando de nosotros mismos.
Bien de actualidad resulta el mensaje evangélico de hoy, a la vista de lo que vamos conociendo de nuestra sociedad. Lo fácil es mirar a esos personajes de la sociedad y también de la Iglesia, que están saliendo a todas horas en los informativos, y no pasar de ahí. Pero si aceptamos que Dios nos habla desde su palabra, reconozcamos que también nosotros pecamos de hipocresía y de no hacer lo que decimos.
El evangelio para un cristiano es además de una buena noticia una llamada a la conversión. Si no estamos dispuestos a cambiar para ser buenos y hacer lo que Dios nos pide, sepamos que aquellos a quienes consideramos despreciables van a ocupar nuestro puesto en el Reino de Dios, y nosotros es posible que lo perdamos. Porque ellos si responderán cuando se les llame.
Así adquieren pleno sentido las palabras de Jesús: «los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios». Para entrar en ese reino, hay que abrirse a una nueva forma de vida, aunque suponga un corte drástico y doloroso con la vida anterior. La institución religiosa seguirá firme en sus trece, incluso utilizará el argumento de la parábola para recha­zar a Juan y a Jesús. Pero el Reino se irá incrementando con esas personas indignas de crédito, pero que creen en quien les muestra el camino de una nueva forma de fidelidad a Dios. Esas personas que, como dice el profeta Ezequiel en la primera lectura, son capaces de recapacitar y convertirse.

Domingo 25º del Tiempo Ordinario


Es verdad que nadie nos lo preguntó, pero todos lo deberíamos saber: cuando nos bautizaron, quedamos comprometidos de por vida para mostrar al mundo entero cómo es el Dios que nos llamó a la existencia y se ha manifestado encarnándose en la persona humana de Jesús de Nazaret. Si esto es así, y lo es ciertamente a partir de las palabras de Jesús, a quien y en quien creemos, no nos extrañe que muchas veces nos critiquen, y, lo que es peor, que por nuestra culpa haya personas que tengan complicado encontrar a Dios.
Porque hemos de reconocer, si somos sinceros, que, en esta parábola que acabamos de escuchar en el evangelio, la actitud del dueño de la viña no nos parece justa ni presentable, porque si al final todo el mundo va a recibir el mismo trato, decimos ¿para qué molestarse? Y esto lo hemos pensado y expresado más de una vez.
De modo que cuando los cristianos y gente de Iglesia exigimos privilegios en una sociedad que trata de ser igualitaria en cuanto a los derechos y obligaciones, merecemos ser criticados contundentemente. Pero al mismo tiempo, estamos siendo piedra de escándalo para tanta gente honrada que busca a Dios, y rechaza el que nosotros les mostramos.
Lo que Jesús está pidiendo en este evangelio es que no desvirtuemos la bondad de Dios. ¿Te parece mal que Dios sea bueno? Nos está diciendo ante nuestras quejas y gestos de protesta. ¿De verdad, tal como piensas y vives, crees en el Padre bueno que quiere a todos los seres humanos y hace salir sobre ellos cada día el sol que nos alumbra y da vida?
Es preocupante ver personas buenas que viven en constante temor pensando que Dios está anotando en una libreta los pecados de unos y los méritos de otros. Se merecen el cielo porque hacen un infierno de su propia vida. Y muchas veces también de la ajena.
Pero Dios no es así, lo dice Jesús. Y debemos aprender a no confundir nuestros esquemas estrechos y mezquinos, con la mirada abierta y el corazón generoso de quien nos quiere como Padre, y es un misterio insondable de bondad que emplearíamos la vida entera en comprender.
Como Iglesia, los cristianos estamos llamados a vivir como San Pablo: no tan pendientes de nosotros mismos y de nuestro bienestar, sino de ser ayuda y beneficio para otros. Somos responsables ante Dios de todos ellos, y nuestra tarea es la del mismo Jesús: servir a los demás y ocupar los puestos de la cola.

Domingo 24º del Tiempo Ordinario. Exaltación de la Cruz


Exaltación de la Santa Cruz. A veces las palabras juegan malas pasadas y dan pie para interpretaciones indebidas.
Con la fiesta que hoy celebramos tal vez ocurra algo de esto, y todos sintamos un cierto pudor para no ser tildados de masoquistas o pervertidos de alguna forma.
La cruz es un instrumento de tortura, no sólo de la antigüedad, también actual; expresa sufrimiento, sangre derramada, alguien colgado de ella chorreando sangre y condenado, ¡algo habrá hecho! ¿Cómo puede exaltarse un utensilio de esta calaña?
Propiamente celebramos la exaltación del Crucificado, del que murió colgado de la cruz por nosotros y a quien el Padre rescató resucitándolo y proclamando sobre él sentencia de condena contra la injusticia y el sufrimiento gratuito que este mundo inflige a los pequeños.
La cruz era inevitable. Este mundo que habitamos está estructurado según una dinámica de muerte; aunque se proclame la vida, se defienda con todo tipo de medios y se organicen en su nombre ejércitos de los más diversos estilos, el precio que hay que pagar, y siempre hay que pagarlo, es la muerte.
Dios ni quiso ni permitió la muerte de su Hijo. Fue nuestro mundo el que no entiende las cosas de otra manera. Y tenemos ejemplos de ahora y de siempre, que lo confirman.
La cruz fue salvadora. Ninguna cruz, en tanto instrumento de sufrimiento, salva. La cruz de Jesús nos salva porque en y por ella él dio su vida por todos. Y esto no es verdad porque lo hiciera Jesús, sino que lo hizo Jesús porque es verdad. De esto algo sabemos por experiencia: dar vida a los hijos, alentar en un momento determinado la existencia de un amigo, de la mujer o del marido, promover una mayor justicia y bondad en nuestro mundo desgarrado y roto, ¿es posible acaso sin aceptar lo que ello conlleva de entrega, de salida de uno mismo, de cruz?
La cruz, a pesar de todo, es un escándalo. La fe cristiana no puede ni debe ser azucarada; el Crucificado no lo permite. El Evangelio insiste demasiadas veces en esto como para que no lo tengamos en cuenta: “quien no cargue con su cruz no puede tener parte conmigo”; “quien quiera ganar la vida tendrá que estar dispuesto a perderla por mí y por el evangelio”.
Que la gloria de Dios -su belleza, su verdad, su bondad- aparezca en un Crucificado, y que la vida auténtica -la más bella, buena y verdadera- se logre dándola, he ahí la gran paradoja cristiana y el gran escándalo. Este mensaje suena tan raro, tan no evidente, tan contracultural, que su verdad sólo la experimentarán quienes se atrevan a entrar en esa vía, atraídos por el ejemplo de Jesús.
Recemos pidiendo que ese milagro suceda hoy entre nosotros en esta eucaristía: que al gustar a Jesús, al alimentarnos de él -su cuerpo entregado y su sangre derramada-, comulgar con su vida y con su muerte nos dé a conocer el camino de la vida verdadera y cómo caminar por él.

Domingo 22º del Tiempo Ordinario


¿De qué le sirve a una persona ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿Qué podrá dar para recobrarla?
Se me ocurre que debiéramos hacer una propuesta a la autoridad eclesial competente: en tiempo de verano, las lecturas de las celebraciones cristianas deberían ser cuidadosamente seleccionadas para que plantearan o propusieran u ofrecieran mensajes más blandos, más suaves, más de acuerdo con la desgana que las vacaciones y el calor producen en nosotros.
Porque el tema que centra la liturgia de hoy es de los que suponen mucho esfuerzo, demasiado.
¡Cómo vamos a querer malograr nuestra vida! ¿Es que nos toman por tontos o por suicidas? Pero ¿es malograr nuestra vida, la que queremos tanto, tratar de vivir con el menor riesgo posible, no buscando complicaciones innecesarias, intentando gestionar nuestras propias cosas sin meternos en las ajenas, disfrutando de tantas cosas agradables y placenteras? ¿No podían ser las cosas de otra manera, y la cruz no estaría mejor en el cajón de los cachivaches, guardada y tal vez olvidada?
Sé que muchos han dejado de pertenecer a la Iglesia, al menos en la práctica, porque la fe cristiana les parece demasiado exigente; otros simplemente porque no quieren que se les recuerde lo que está ahí, a la vista de todo el mundo. También hay gente que apaga el televisor cuando empiezan las Noticias, y de los periódicos sólo leen los Deportes. Dicen que a los avestruces se les caza fácilmente porque cuando se sienten perseguidos meten la cabeza bajo el ala (No sé, a lo mejor es verdad).
Hay un refrán castellano que dice: “Nadie es más ciego que el que no quiere ver”.
La fe que Jesús nos contagia y a la que nos invita no nos consiente ni cerrar los ojos ni hacernos los sordos ante la realidad, porque ahí está de verdad la causa del sufrimiento y del dolor, ahí está de verdad la cruz que nos atemoriza y a la que no debemos renunciar si no queremos renegar de nuestra condición humana.
Dejemos ya de culpar a Dios del sufrimiento, del dolor y del pecado. O al diablo. Lo que hoy Jeremías, Pablo y el mismo Jesús nos están diciendo es que si escurrimos el bulto, si ello es posible, alguien va a cargar sobre sí mayor peso del que debiera. Por el contrario, si cada uno asume coherentemente lo que le corresponde, todos nos veremos ante nuestra propia responsabilidad. Pero si alguien toma sobre sí, además de lo suyo, parte de la carga de otros, está aliviando solidariamente a sus hermanos. La actitud cristiana corresponde a esta última postura, y es arriesgada, y es atrevida, y ciertamente no es para todo el mundo, pero es la que Jesús quiso para él y la que nos invita a tener para nosotros. Jesús se entregó para la salvación de muchos, decimos y profesamos en la Eucaristía. Vivamos como él vivió y pidamos al Señor que nos ayude a ello.

Domingo 21º del Tiempo Ordinario


Hay preguntas y preguntas. Hay preguntas que se pueden responder de cualquier manera, o simplemente no contestarlas. Son esas preguntas generales, sobre la política, sobre el trabajo o sobre la moda, por ejemplo, cuyo contenido ni nos va ni nos viene, y que solemos contestar con vaguedades, vamos como para salir del paso.
Pero hay preguntas que exigen mucho más que una respuesta de circunstancias.
Jesús hace dos preguntas en el evangelio. Las dos son importantes. Las dos exigen meditar la respuesta.
La primera. Jesús está a la mitad de su camino hacia Jerusalén. Se encuentra en tierra de paganos, después de haber predicado sin haber logrado demasiado. Quiere saber, como todos los que pretenden algo, si está consiguiendo su objetivo; y pregunta a los discípulos si lo está logrando. La respuesta de éstos es variada y no le aclara demasiado: son generalidades. La gente comenta que si un profeta vuelto del más allá; parece que creen que eres un revolucionario, o el líder que nos haría falta; sólo un predicador más de los muchos que abundan en estos tiempos… Los discípulos no se esfuerzan demasiado en lo que dicen, sólo se limitan a decir lo que la gente puede pensar sobre Jesús. Responden así porque no captan la importancia que tiene para Jesús. Pierden la ocasión de contribuir a que el mismo Jesús tenga más claridad sobre su propia misión.
La otra, la segunda pregunta. Jesús quiere saber qué piensan ellos mismos, en qué creen. Según el texto mismo parece que Pedro no dudó en responder y lo hizo con toda claridad: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
No sé si nos damos cuenta, nosotros ahora, de lo que significan aquellas palabras en boca de aquella persona. Reconocer en la persona de Jesús, cansado (de caminar por caminos polvorientos), desalentado (de hablar a galileos descreídos), y apremiado por llegar a Jerusalén y enfrentarse a los poderes fácticos, al hijo de Dios vivo; y que este reconocimiento lo haga una persona como Pedro, un pescador del lago, un hombre sin cultura, un padre de familia normal y corriente, está diciendo algo muy importante: el corazón no engaña. Y Pedro habla no por la boca, sino con el corazón. Puede incluso que ni él mismo fuera consciente de lo que había dicho, pero al decirlo se labró su propio futuro.
La rutina, el seguir con más o menos indolencia dejándonos llevar por el curso normal de los acontecimientos de la vida, el ir tirando puede verse sorprendido por un momento de franqueza, de sinceridad, de espontaneidad no pretendida que marque para siempre nuestra vida. Y eso no es fácil, porque generalmente vamos armados, prevenidos para que no nos pillen, siempre sobre aviso para no caer en una indiscreción…
La fe en Dios y en Jesús, la fe cristiana está menos en los saberes, en los catecismos, en lo aprendido de memoria, y mucho más en el corazón, en los sentimientos, en el dejarnos sorprender por Dios mismo que actúa en nosotros si le dejamos bajando nuestras defensas.
Pedro se ganó los piropos y felicitaciones de Jesús, y al mismo tiempo contribuyó a reafirmar el ánimo de Jesús en la misión que había recibido del Padre.
¡Ojo!, pues, con nuestras respuestas. ¡Cuidado! con lo que hacemos y con lo que decimos. ¡Atención! porque alguien puede estar pendiente de cómo vivimos nuestra fe, y por no hacerlo bien estamos desperdiciando ocasión de ayudarle.
La fe requiere compromiso, no sólo buenas palabras.

Domingo 19º del Tiempo Ordinario


El mensaje que yo deduzco de estas lecturas bíblicas es que nuestro Dios, el Dios de Jesús de Nazaret, no está en la violencia sino en la paz, no en la tormenta sino en el sosiego, no en el huracán sino en la calma, no en la voz tonante sino en el susurro delicado.
Las situaciones de peligro de cualquier tipo están ahí, y no siempre las podemos evitar. Y es normal que nos invada el miedo, incluso el terror. Pero existe una terapia para superarlo, y eso es lo que el evangelio quiere indicarnos. El creyente sabe que cualquier situación, incluso las difíciles, están habitadas por la presencia de Dios. Que Dios está ahí, en medio, a nuestro lado. Al creyente se le pide que confíe no en su fe, ni en sus fuerzas, sino en Jesús.
Pero no es cuestión de palabras bonitas, que son las que solemos decir los curas en las homilías. De alguna manera nos tenemos que poner en disposición de adquirir confianza y tener valor.
Dice el Evangelio que Jesús subió al monte a solas para orar. ¿Para qué? Seguramente para estar con Dios, para sentirle cercano y Padre, para aclararse más y más en lo que ha de hacer y en cómo hacerlo. Una fuente importante de confianza que vence al miedo está en la oración. Alguna forma de oración le es imprescindible a la vida cristiana.
Dios no estaba en el fuego ni en el huracán. Y si Dios no estaba allí, tampoco nosotros debemos estar ahí. Sólo la brisa construye. Ser como Dios es ser brisa suave para los demás, palabra amable, gesto cariñoso, compañía confiada.
En esta eucaristía, en la que Jesús se hace presente a través de la Palabra y del Pan, Jesús mismo susurra una vez más a cada uno de nosotros y a toda nuestra comunidad: ¡Animo, no temáis, soy yo!

Domingo 17º del Tiempo Ordinario


Jesús estaba entusiasmado con el evangelio de Reino. Jesús vivía la alegría de saberse en manos de un Dios al que llamaba papá, Abba. Jesús veía en todo lo que le rodeaba la acción amorosa del Padre. Jesús estuvo en permanente conexión con ese Dios que hace salir su sol sobre malos y buenos. Y en todo estuvo pendiente de hacer su voluntad. ¿De dónde le vino todo eso? ¿Cómo lo aprendió? ¿Qué recorrido hizo a lo largo de su vida para llegar a ese convencimiento?
Los teólogos enseguida responden: Jesús tenía ciencia infusa, su mirada era la de Dios desde siempre.
Para muchos esa no es una contestación válida. ¿Para él tan fácil y tan difícil para nosotros? Va a resultar que Dios no nos quiere, o que no es tan bueno como se dice.
Pero no, eso no puede ser. Esa imagen de Dios es falsa, y a Jesús se le niega la humanidad.
A través de estas dos historias del evangelio, Jesús está indicando que hay que moverse, ser curiosos, indagar y buscar, escoger lo mejor, no quedarse con lo primero que salta a la vista.
Labradores ha habido multitud, que a duras penas han sobrevivido de su trabajo. Sólo quien ara más profundo, quien no se contenta con lo que ha recibido, quien explora y experimenta, puede dar con ese tesoro que se halla oculto.
Comerciantes también ha habido muchos, demasiados. La mayoría han pasado a la historia sin pena ni gloria. Quienes han salido en busca de un producto nuevo, una mercancía preciosa, capaz de revolucionar el mercado y atraer clientes han triunfado, y son conocidos.
Muchos cristianos vivimos una vida religiosa sin brillo ni entusiasmo. Siempre hemos sido así, porque así nos enseñaron.
También en tiempos del evangelio se creía así, por tradición, como una rutina. Pero Jesús quiere romper ese sino y apremia a la gente que le sigue a mirar con ojos nuevos, a vivir a corazón abierto, a mover los pies y las manos para no quedarse en la modorra y la apatía.
¡Cómo deseaba el comerciante aquella hermosa perla! ¡Cómo se movió el labrador para hacerse con aquel tesoro!
¿Deseamos a Dios? ¡Si ya lo tenemos! Puede responder alguien. ¿En que se manifiesta? Podemos preguntarnos. ¿Dónde está la alegría, dónde el entusiasmo, qué tipo de convencimiento es el nuestro?
Cuentan de un discípulo que fue en busca de su maestro y le dijo: “Maestro yo quiero encontrar a Dios” Y un día en que el joven se bañaba en el mar, el maestro le agarró por la cabeza y se la metió bajo el agua unos instantes, hasta que el muchacho desesperado, en un supremo esfuerzo logró salir a flote. Entonces el maestro le preguntó: “¿Qué era lo que más deseabas al encontrarte sin respiración?” “Aire”, contestó el discípulo. “Cuando desees a Dios de la misma manera lo encontrarás”
Cuando busquemos a Dios con la misma convicción y con sencillez, cuando tengamos necesidad de él y nos pongamos a buscarlo, él se nos hará presente y sentiremos su cercanía y su presencia a nuestro lado.
Pidamos al Padre la gracia de disfrutar del gran don de la fe.

Domingo 16º del Tiempo Ordinario


Hemos oído a Jesús narrar estas tres parábolas, sencillas historias con las que nos alecciona a los cristianos de todos los tiempos y nos enseña cómo somos, cómo es nuestra historia humana y cómo es Dios.
Por poco reflexivos que seamos, nos sentiremos reflejados en estas hermosas parábolas. Somos trigo y cizaña, hay en nosotros mezcla de bondad y maldad, de sentimientos buenos y perversos, dulces y agrios al tiempo. Y no podemos separarnos, como tampoco podemos separar a los otros. Así somos y así es nuestro mundo y nuestra gente.
Pero Dios es paciente. No sólo no tiene prisa en hacer las cosas, es que tampoco quiere ser tajante y llevar su juicio hasta las últimas consecuencias de condena.
La justicia y la fuerza de Dios no están en la línea del castigo sino de la enseñanza y de la indulgencia hacia todos los pueblos, para que le descubran a él como al único Dios salvador.
La paciencia de Dios con los hombres y los pueblos de la primera parábola llena de sentido a las otras dos. Dios es paciente, y nos enseña a cargarnos de paciencia:
- Paciencia para no emitir juicios prematuros e impedir que nos arrastre la cultura de las prisas.
- Paciencia para no perder del todo el miedo a equivocarnos.
- Paciencia frente a una realidad tozuda que se resiste a cambiar, y que va a necesitar mucha reflexión e insistencia.
- Paciencia para descubrir el ritmo de la vida, y nos haga ser al mismo tiempo justos y humanos.
- Paciencia, porque los esfuerzos, por intensos y persistentes que sean, siempre serán pequeños, como el grano de mostaza.
- Paciencia, porque nada de lo que hagamos se perderá, sino que como la levadura sobre la masa, terminará por fermentar y realizar su obra.
En nuestra sociedad, -y también en la Iglesia-, han existido siempre intentonas de resolver los conflictos con la erradicación de los otros, como si se tratara de una película de buenos buenos y malos malos; estas tres parábolas están enjaretadas así precisamente para prevenir contra un juicio apresurado de condena irremediable, y orientar siempre el juicio hacia la comprensión, la indulgencia y el respeto ante cualquier otro modo de pensar y de obrar. Es decir, ser pacientes y misericordiosos como Dios, el Señor, es paciente con nosotros.

Domingo 15º del Tiempo Ordinario


El lenguaje en parábolas, del que Jesús tanto gustaba, tiene la capacidad de sugerir lecturas diversas, porque deja que sea el oyente quien las interprete finalmente. Así, en la parábola del sembrador que acabamos de escuchar, cabe pensar que el sembrador estuvo poco acertado en su tarea y que su esfuerzo fue bastante estéril; pero cabe decir también que las tensiones y dificultades del momento ahogarán muchos esfuerzos. ¿No nos ocurre así a nosotros en nuestras tareas cotidianas? En cualquier caso, y eso sí lo quiere dejar claro Jesús, el presente, a pesar de su problemática apariencia, tiene el germen del futuro, porque habrá cosecha.
Los ojos de Jesús parecen muy abiertos. Sabe que se agotarán muchos de los trabajos del sembrador, pero también conoce la misteriosa potencialidad de las acciones humanas, que hacer crecer la vida sin que se sepa bien cómo. Habrá cosecha a pesar de las incontables pérdidas que inevitablemente se producirán.
Este lenguaje de Jesús tiene la habilidad de hacer creer que el futuro es posible y que las salidas son muchas, y es un potente antídoto contra el fatalismo: nunca hay que contentarse con lo evidente; la vida es misteriosa y sorprendente y nosotros poseemos capacidades que ni siquiera sospechamos. El oyente interpreta y queda tocado por la esperanza.
Una posible interpretación, entre las muchas que se han hecho y se seguirán haciendo, es el de la tierra buena; hay que ser tierra buena para que la palabra fructifique. Curiosamente esta es la que más puntos ha recibido en la historia de la Iglesia. Está bien, siempre que no anule otras, igualmente válidas.
Porque Jesús, en lo que insistió es en el carácter misterioso de la semilla, que va a seguir cayendo porque el sembrador reanuda su tarea una y otra vez, y por lo tanto, más que advertencia sobre nuestra inconstancia y falta de escucha, es un mensaje alentador a seguir sembrando y confiando. Nosotros seguiremos escuchándolo en los domingos que siguen, y nuestra oración al Padre ha de ir en la línea de pedir que nos transforme en tierra cálida y acogedora, pero también de pedir su siembra, su palabra, su mensaje.

Domingo 14º del Tiempo Ordinario


Esta es una de las oraciones más hermosas de Jesús en los evangelios. Tiene como contexto la incomprensión con que los dirigentes judíos y el pueblo en general está acogiendo el mensaje del Reino. Jesús va experimentando que los jefes del pueblo no admiten su oferta sobre todo porque tiene un componente universalista, además de percibir que, de algún modo, va contra sus intereses económicos.
Tampoco el pueblo queda entusiasmado por su propuesta de vida, porque ve que las cosas no se le van a dar sin esfuerzo, en un intento de ahorrarse toda responsabilidad.
Solamente “la gente sencilla”, los que buscan sobrevivir con dignidad y generar comunión de vida con los más débiles, solamente los preocupados por el bien de los otros son los que se acercan a Jesús.
A esos se les van revelando los secretos del Reino, y Jesús se alegra por esos pocos sencillos.
Nuestro mundo abunda en “cansados y agobiados”; multitudes excluidas del sistema, cuya existencia es irrelevante porque no aportan nada al bolsillo de los poderosos. A esos es a quienes tiene que llegar el mensaje, la buena nueva de nuestra fe.
Y si aún no ha llegado a ellos, es menester que nos preguntemos por qué.
Los maestros judíos de la Ley decían que “un hombre ignorante no podía ser piadoso”. Y Jesús, por el contrario, se rodeó de pobres, analfabetos y miserables, que escuchaban sus palabras como liberación no como carga, como gozo no como imposición.
No seamos nosotros de los que cansan y agobian, sino de los que aligeran y hacen llevadera la vida de los demás.

Domingo 13º del Tiempo Ordinario. Solemnidad de San Pedro y San Pablo


Simón, hijo de Juan, pescador del lago de Galilea, elegido por Cristo el primero entre los Doce para ser servidor de todos y confirmar en la fe a sus hermanos; apellidado por Cristo «Pedro» para ser la piedra visible, fundamento de la unidad de la Iglesia; designado por Cristo pastor para apacentar todo el rebaño de Dios.
Desarrolló su actividad apostólica en Jerusalén, en Antioquía de Siria y definitivamente en Roma, como primer obispo de aquella comunidad incipiente. En Roma fue crucificado el año sesenta y cuatro, durante la persecución del emperador Nerón. Dio así testimonio de Jesucristo con su palabra y con su sangre. Fue sepultado en la colina Vaticana.
Y Pablo, de Tarso, celoso observante de la ley mosaica, perseguidor de la Iglesia de Dios, convertido a Cristo en el camino de Damasco, ¡el Apóstol de todas las gentes!
Viajero infatigable, recorrió una y otra vez extensas regiones de Asia Menor y Europa Oriental, fundando numerosas comunidades cristianas.
Sus cartas, a diversas Iglesias locales, son alimento substancioso de que se nutre la Iglesia de todos los tiempos. En la carta a los cristianos de Roma expresa su deseo de venir a España; deseo que probablemente realizó. Consumó su pasión en Cristo, decapitado a las afueras de Roma el año sesenta y siete.
Esta celebración no es sólo un recuerdo de dos grandes figuras del cristianismo. Es fiesta para la Iglesia por algo que la constituye desde sus entrañas. Por las vidas y vivencias de Pedro y Pablo, se llenan de contenido palabras como “unidad”, “santidad”, “universalidad” y “apostolicidad”. Palabras con las que calificamos a la Iglesia y que a su vez nos califican como creyentes.
Todo parte de la pregunta “quién decís vosotros que soy yo”, que Jesús plantea a los apóstoles. Y que persigue no tanto acertar la respuesta sobre Jesús, cuanto que quien responde se identifique a sí mismo. Y Pedro y Pablo se identificaron al hacer su profesión de fe en el Dios vivo manifestado en Jesús.
Cada uno de ellos se expresó de manera diferente en el encuentro con Jesús. No tiene por qué haber una única respuesta. Lo importante es cuánto de la persona va en esa contestación. Pedro y Pablo respondieron con su vida, haciendo una apuesta comprometida, apuesta que con el tiempo llegó a ser total.
Lo que ocurrió con estos dos hombres, columnas de la Iglesia, es compartido por todo cristiano. Unidos a ellos y a toda la Iglesia que de ellos procede, expresamos el credo de nuestra fe.


Domingo del Corpus Christi


Con demasiada facilidad, incluso ligereza, nos referimos a la Misa como si fuera algo de otro mundo, puramente espiritual. Decimos el pan de los ángeles o el pan del cielo y nos quedamos tan tranquilos. Se celebra y se vive de tal manera la Eucaristía que parece no tener nada que ver con la tierra que pisamos. De ahí que puedan tener razón quienes critican a los cristianos que comulgan con frecuencia pero siguen haciendo lo mismo un día y otro día.
Sin cura no hay eucaristía. Así son las cosas.
Sin pan no hay eucaristía. Aunque parezca raro, así también es la cosa.
Y hay más: sin hambre, no hay eucaristía. La Eucaristía tiene sentido y es necesaria porque hay hambre.
Y en nuestro siglo XXI el hambre es una cruel realidad.
Hambre de pan: millones de seres humanos, particularmente niños, mueren cada año de hambre.
Hambre de dignidad: mujeres que sufren violencia machista, niños que son objeto de abusos de los mayores, pueblos enteros son ninguneados en las decisiones importantes que se toman desde despachos del poder.
Hambre de sentido: en esta sociedad se aplanan los sentimientos machacando a base de incitar al consumo y a vivir muellemente.
Por eso resuenan hoy con especial fuerza las lecturas que acabamos de escuchar. “Recuerda Israel que tu Dios te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres” dice la primera de ellas. “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre”. Quien dice esto es el Jesús, el hombre histórico que calmó tantas hambres y que entendió el sufrimiento de tantos hambrientos. Y finalmente San Pablo no pudo decir con menos palabras todo lo que dijo: el pan y el vino que comulgamos nos asocian de tal manera a Cristo que formamos un solo cuerpo, como uno solo es el pan que comemos.
La Iglesia desde el principio entendió lo que significa la eucaristía y la vinculó al mandamiento del amor fraterno. “Eran constantes en la fracción del pan, todo lo tenían en común y nadie pasaba necesidad”, se lee en Hechos de los Apóstoles. Y San Pablo a sus amigos de Corinto les escribe: “Si cuando estáis en la asamblea unos comen mucho mientras otros pasan necesidad, estáis profanando el Cuerpo de Cristo”.
Están tan unidas ambas realidades que se celebran juntos hoy el día del Corpus Christi y el día de la Caridad. Al unirlas estamos recordando que comulgar el Cuerpo de Cristo está íntimamente unido a compartir el pan y la vida con los demás. Este vivir fraterno está indicándonos una doble actividad: por un lado prestar atención a las necesidades de nuestro contexto cercano para que, de lo que de nosotros dependa, nadie pase hambre de pan, de dignidad, de sentido; y por otro, ampliar la perspectiva hacia el mundo y practicar la “caridad política”. Es decir, unir nuestras fuerzas y nuestras voces a la de tantos colectivos y personas que, desde diferentes culturas y creencias, apuestan por un mundo más humano, más igualitario y más capaz de contagiar sentido. Comulgar el Cuerpo de Cristo en una sociedad marcada por la injusticia, supone permanecer en la esperanza activa de que “otro mundo es posible”.

La Santísima Trinidad

El pueblo cristiano, la comunidad de los renacidos por el bautismo, somos caminantes portadores de un legado que vamos trasmitiéndonos de generación en generación rico en experiencias de vida. Es decir, tenemos una historia a la que llamamos salvífica. El misterio más profundo, al que llamamos con una palabra que nunca sabremos expresar en su totalidad, Dios, envuelve toda nuestra existencia. Por eso lo que mejor nos define es el signo de la cruz realizado sobre nuestras personas, como individuos y como colectivo, en todo lugar y circunstancia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Eso es, dicho en una sola palabra, La Trinidad.
No es un signo matemático ni un problema filosófico a resolver, y mucho menos un enigma teológico que debamos soportar irracionalmente. Es nuestro credo más concreto: Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo.
Es el evangelio el que nos guía en esta creencia. Jesús pasó por la vida haciendo el bien en permanente intimidad con el Padre, de quien finalmente se reconoció enviado para dar esperanza y luz a un mundo necesitado. Y a través de sus palabras y de sus gestos, nos mostró el amor de Dios de manera muy especial con las personas sufrientes y abandonadas. Y lo vemos investido de un Espíritu que nos deja en su ausencia para que ni nos sintamos solos, ni nos abandonemos en nuestra debilidad.
En Jesús, por tanto, según los evangelios, llegamos al conocimiento de que Dios (el Padre) nos ha querido tanto, que nos mandó a su Hijo (Jesús), para que, por la fuerza del Espíritu, podamos alcanzar nuestra propia humanidad.
Y esto es para todas las personas, no algo reservado a una pequeña y selecta porción de seres humanos, ni para mentes especialmente dotadas. Cualquier persona, cualquiera de nosotros, se impresiona y enriquece en el evangelio, precisamente con lo que descubrimos en nuestra vida como más importante y útil: toda experiencia de amor, de delicadeza, de ternura, de misericordia, de perdón y de reconciliación. En suma, esos detalles que expresan lo mejor de nosotros mismos como humanos.
Esa realidad misteriosa que nos sobrepasa pero en la que nos percibimos envueltos y hasta íntimamente implicados, eso que llamamos tímidamente amor, eso es el Dios Trinidad.


Domingo de Pentecostés


Con Pentecostés se cierra la historia de amor entre Dios y el ser humano. El creador y origen de cuanto existe, colocado allá lejos por nuestra imaginación incapaz de ver en profundidad la realidad, es el mismo Dios-con-nosotros aparecido en la historia humana, que ahora descubrimos como lo más propio de nuestro ser en el Dios-en-nosotros, por el Espíritu que ha tomado posesión nuestra y nos ha convertido en tabernáculos suyos. Llenos de Espíritu Divino ya no podemos existir sino viviendo a Dios desde dentro.
Hoy se hace más necesario que nunca llevar a ese Dios interior nuestro allá donde vayamos, hagamos lo que hagamos, estemos con quienes estemos. Necesitamos dialogar con ese Dios. Hacerlo consciente, expresarlo comunicarlo.
Y porque no es “mi Dios”, sino el Dios de todos y por lo tanto “el nuestro”, reconocer en todos y cada ser humano otro templo, otro lugar sagrado, un semejante, un igual aunque diferente, porque en esa pluralidad está la riqueza de un Dios que nos hace a todos uno en sí mismo, acaba con separaciones, distancias, muros y puertas cerradas.
Pero esta historia de amor que acaba, es al mismo tiempo principio, porque ya no podemos esperar que venga alguien a salvarnos. Ahora somos nosotros quienes hemos de realizar esa salvación, o liberación, o humanización que necesitamos y deseamos.
Con el Espíritu de Jesús encendiéndonos en su amor sí podemos.

La Ascensión del Señor

 

El progreso está ahí, y lo percibimos fácilmente. La humanidad avanza dando pasos de gigante. Sólo de nuestros padres a nosotros se ha dado un vuelco impensable para ellos. Nuestros hijos vivirán cosas que no podemos ni sabemos siquiera imaginar, en la medicina, en las comunicaciones, en la producción, el transporte, en fin, en todos los ámbitos de la vida. Nos beneficiamos de él, aunque por momentos vivimos con limitaciones y carencias.
Sin embargo, este desarrollo prodigioso nos va “salvando” sólo de algunos males y de manera limitada. Ahora precisamente que disfrutamos cada vez más del progreso humano, empezamos a percibir mejor que no podemos darnos a nosotros mismos todo lo que anhelamos y buscamos.
¿Quién nos salvará del envejecimiento, de la muerte inevitable o del poder extraño del mal? No nos ha de sorprender que muchos comiencen a sentir la necesidad de algo que no es ni técnica ni ciencia ni doctrina ideológica. Como seres humanos nos resistimos a vivir encerrados para siempre en esta condición caduca y mortal; nos parece más una condena.
Con todo, no pocos cristianos viven hoy mirando exclusivamente a la tierra. Al parecer, no nos atrevemos a levantar la mirada más allá de lo inmediato de cada día. En esta fiesta cristiana de la Ascensión del Señor es bueno recordar unas palabras del gran científico y místico que fue Theilhard de Chardin: “Cristianos, a solo veinte siglos de la Ascensión, ¿qué habéis hecho de la esperanza cristiana?”.
En medio de interrogantes e incertidumbres, los seguidores de Jesús seguimos caminando por la vida, trabajados por una confianza y una convicción. Cuando parece que la vida se cierra o se extingue, Dios permanece. El misterio último de la realidad es un misterio de Bondad y de Amor. Dios es una Puerta abierta a la vida que nadie puede cerrar.
En la Ascensión del Señor percibimos a ese Dios no distinto ni distante de nosotros, Dios-con-nosotros, abajándose aún más, metiéndose dentro de nosotros mismos hasta hacerse Dios-en-nosotros.
Sí, ahora y definitivamente por Jesús, el resucitado, nuestro destino y el de Dios están indisolublemente unidos. Nuestra esperanza, la esperanza cristiana, tiene sentido y razón.

Domingo 5º de Pascua


Para este día, propongo esta reflexión que surge de las tres lecturas de la liturgia, y que he tomado prestada de Pepe Mallo.
No es una homilía propiamente, pero de ella hubiera partido si las circunstancias me lo hubieran permitido. Celebramos el final del curso catequético y entre todos hemos hecho nuestra propia reflexión.
A quien le pueda ser de utilidad:

¿SACERDOS IN AETERNUM ... SECUNDUM ORDINEM MELCHISEDEC?

Si la perfección se lograra a través del sacerdocio levítico, bajo el cual recibió el pueblo la ley, ¿qué necesidad había ya de suscitar otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, en vez de a semejanza de Aarón? Porque el cambio del sacerdocio lleva consigo necesariamente el cambio de la Ley. Aquel de quien se dicen estas cosas [Jesús], pertenecía a otra tribu de la cual nadie sirvió al altar” (Hebr. 7, 11-13).

El sacerdocio católico es precristiano

Comúnmente llamamos “sacerdotes” a quienes han sido ordenados para regir, dirigir o animar una comunidad parroquial. Sin embargo, esta terminología, aunque sea de uso común por tradición, no responde al sentido y significado que tiene en el Nuevo Testamento. En los textos del Nuevo Testamento sólo se aplica la palabra “sacerdote” referida exclusivamente a Cristo, nunca individualmente a ningún miembro de la comunidad, ni siquiera a los “investidos” por los Apóstoles.
El fenómeno religioso, en cualquier cultura del mundo de las religiones, está ligado a los ritos sagrados, y éstos a la “segregación” o selección de ciertos miembros de la comunidad, “separados” del pueblo para ejercer el culto a la divinidad. Desde tiempo antiguo, en diversas culturas, habían surgido chamanes, como intermediarios sagrados, que vinculaban a los hombres con Dios, creadores de santidad ritual, especialistas en sacrificios. Estas personas eran los “sacerdotes”, únicos protagonistas del culto y testigos excepcionales de lo divino.

También el pueblo judío gozaba de esta institución

Los sacerdotes judíos eran descendientes de Aarón (hermano de Moisés), primer Sumo Sacerdote del pueblo, perteneciente a la tribu de Leví (levitas). La Ley sacerdotal, expresada de un modo especial en el Levítico, presenta al sacerdote como autoridad social, ritual y sagrada. Estos sacerdotes, según la Ley de Moisés, se atribuían unos rasgos específicos:
- Eran consagrados a Dios a través de unos ritos minuciosamente establecidos en la Ley.
- Por esta consagración, participaban de la santidad divina. Eran los únicos que podían acceder a la presencia de Dios, el “Sancta Sanctorum”.
- Hacían de puente (pontífices) entre Dios y el pueblo: eran representantes de los hombres ante Dios a quien ofrecían sacrificios para expiar los pecados del pueblo.
- Esta especial elección y consagración les convierte en “segregados”, separados del pueblo, de los no-sacerdotes.

Jesús no fue sacerdote, sino laico

Jesús no se atribuyó títulos de honor. No se llamó sacerdote, ni recibió la sagradas órdenes, ni quiso hacerse rey con poder político, sino que apareció y actuó simplemente como un hombre, anunciando la Buena Noticia a los pobres y la reconciliación para todos. No necesitó poderes, ni edificios propios, ni funcionarios a sueldo, sino que proclamó la llegada del Reino de Dios, sin instituciones especializadas. Para él, la religión no era un sistema de organización sagrada, sino una experiencia directa de comunicación gratuita con Dios y entre los hombres.
A los Doce discípulos convocados los designó como representantes del nuevo Israel (de las doce tribus). Posteriormente escogió a otros Setenta y dos, a quienes también instituyó como “enviados” (apóstoles). A todos ellos les mandó predicar el mensaje para anunciar la llegada del Reino, sin conferirles autoridad administrativa o sacral. No eran sacerdotes, sino “enviados” a proclamar la Buena y Nueva Noticia. Jesús no ordenó sacerdotes en ningún momento de su vida. Si así fuera, Pablo nos habría engañado: “Y El mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef. 4,11-12) ¿Dónde se nombra a sacerdotes?

Ministerios sin sacerdocio

Tras la muerte del Maestro, algunos de sus seguidores, hombres y mujeres, experimentaron que él estaba vivo. Pedro y los Once, varias mujeres, la madre y los parientes y otros que le habían seguido retomaron la obra de Jesús y empezaron a organizarse desde perspectivas diferentes. Nadie les había dicho cómo debían hacerlo, ni ellos establecieron una "asamblea constituyente" para definir sus estructuras. Pero el Espíritu les fue guiando. Y poco a poco nacieron las diferentes comunidades o Iglesias: Jerusalén, Antioquía, Éfeso, Tesalónica, Corinto..., carentes de instituciones administrativas, sacrales o legales; pero cada una con su propia idiosincrasia. Les importaba más el mensaje que la organización, más el carisma que la estructura. Después de la muerte de Jesús, se reúnen en su nombre y le recuerdan en la comida compartida, descubriendo y gozando su presencia gloriosa.

En cada etapa de su historia, la Iglesia primitiva se iba encontrando con nuevas necesidades y prioridades. Para responder a estas nuevas situaciones se fueron creando y desarrollando ciertos ministerios. La diversidad en la Iglesia se traduce en la variedad de carismas y de servicios (1Cor. 12,4-6). Pero esta pluralidad no afecta sólo a los miembros individualmente (carismas); también es “funcional” (servicios-ministerios). En este sentido, los ministerios dan respuesta a las necesidades diversas de la propia iglesia. Estos ministerios pueden variar de una comunidad a otra; tampoco tienen todos la misma importancia. En particular, para Pablo, los servicios de la Palabra vienen siempre en primer lugar: “apóstoles, profetas y maestros” (1Cor.12, 28).
Sólo en un momento posterior, cuando estuvieron bien establecidos, las diversas comunidades unificaron sus ministerios. Las Cartas Pastorales nos presentan una Iglesia constituida ya como una incipiente “sociedad estructurada”, propia de su necesario desarrollo, adaptándose a las circunstancias locales o a momentos de crisis doctrinales: Obispos, presbíteros, diáconos. Sin embargo, en ningún escrito se habla de “sacerdotes”, ni estos “cargos” ostentaban autoridad o supremacía. No existe ningún indicio del “obispo monárquico” hasta principios del siglo II, a partir de san Ignacio de Antioquia, estructura que llegó a su exaltación en la Edad Media y que se ha perpetuado hasta nuestros días. El término más empleado en los escritos apostólicos, y que no puede asociarse a ninguna idea de autoridad, supremacía, dominio o dignidad, es el de “diakonía”, servicio. Hubo pues, al principio, una gran riqueza de visiones y de ministerios, que sólo con el tiempo se fueron unificando, hasta formar (ya en el siglo II d.C.) lo que será la jerarquía posterior de la Iglesia .

Somos un “pueblo sacerdotal, sacerdocio santo” (1 Ped. 2, 9-10)

En el N.T. se aplican a todos los cristianos ciertos pasajes que en el A.T. estaban reservados al templo, a los sacerdotes y a los levitas. Vale decir que la comunidad cristiana está constituida por “consagrados”; todos somos consagrados, no solamente los “ordenados” para un ministerio. Encontramos textos en los que las palabras “sacerdocio” o “sacerdotal” se atribuyen al “conjunto de los bautizados”, a todo el “pueblo”, no a una “función particular”: “Vosotros sois piedras vivas... formando un sacerdocio santo...” “Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real...” (1 Ped. 9, 5. 9. Ver también Apoc. 1,6; 5,10; 20,6). Los tratados teológicos que han aplicado y aplican a los “ordenados” las características del “sacerdocio de Cristo” (aunque más bien son propiedades de los sacerdotes del Antiguo Testamento), no se corresponden con la “teología del Nuevo Testamento” y usurpan una función y dignidad que no les pertenece.

El Concilio Vaticano II puso al bautismo como fuente del “sacerdocio común de todos los fieles”. Todos los bautizados formamos este “pueblo sacerdotal”. De esta definición conciliar deducimos que:
-todos, no sólo unos pocos elegidos, han sido incorporados a la Iglesia por el bautismo y han recibido el Espíritu;
-todos, no sólo unos pocos elegidos, han asumido el servicio y la responsabilidad por la comunidad;
-todos, no sólo unos pocos elegidos, han recibido el encargo de anunciar y proclamar el mensaje cristiano;
-todos, no sólo unos pocos elegidos, “participan en el pueblo santo de Dios de la función sacerdotal y profética de Cristo” (L. G. 12).

No necesitamos la “mediación” de una “institución sagrada”

Lo que equivale a decir que no necesitamos la “mediación” de una “institución sagrada” (clero) para vivir la fe en Cristo Jesús. En esta línea, entre los primeros cristianos no había lugar para una casta o grupo sacerdotal, pues sus gestos o ritos específicos (bautismo, eucaristía) no exigían la existencia o función de un sacerdocio especializado, sino que eran propios de todos los creyentes, que compartían un sacerdocio nuevo, el de la vida en y con Jesús. Por el contrario, una visión jerárquica y sagrada de los ministros, y una ordenación sagrada de la jerarquía en sí, ha impedido que cualquier bautizado pueda proclamar y compartir la Palabra, con-sagrar (=bendecir) y presidir la “Fracción del Pan”.

El sacerdocio ministerial subordinado al sacerdocio común

Si el Concilio hubiera profundizado esta realidad sacerdotal de los bautizados, habría subordinado, como quiso hacerlo, el sacerdocio ministerial al sacerdocio común de los fieles. La igualdad de todos los bautizados tiene que dejar en segundo plano las posibles diferencias estructurales, y relegarlas solamente a la diversidad de ministerios o funciones.
Los esfuerzos invertidos en justificar o canonizar tal o cual sistema de estructuración de los ministerios a partir del Nuevo Testamento son, cuando menos, inútiles, ya que el N.T. atestigua una evolución y una pluralidad de formas de organización de los ministerios en la Iglesia. Tales ministerios no se deben interpretar y menos aún realizar como funciones de una “casta privilegiada”, separada del resto de los fieles.

Pepe Mallo


Música Sí/No