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Domingo 24º del Tiempo Ordinario. Exaltación de la Cruz


Exaltación de la Santa Cruz. A veces las palabras juegan malas pasadas y dan pie para interpretaciones indebidas.
Con la fiesta que hoy celebramos tal vez ocurra algo de esto, y todos sintamos un cierto pudor para no ser tildados de masoquistas o pervertidos de alguna forma.
La cruz es un instrumento de tortura, no sólo de la antigüedad, también actual; expresa sufrimiento, sangre derramada, alguien colgado de ella chorreando sangre y condenado, ¡algo habrá hecho! ¿Cómo puede exaltarse un utensilio de esta calaña?
Propiamente celebramos la exaltación del Crucificado, del que murió colgado de la cruz por nosotros y a quien el Padre rescató resucitándolo y proclamando sobre él sentencia de condena contra la injusticia y el sufrimiento gratuito que este mundo inflige a los pequeños.
La cruz era inevitable. Este mundo que habitamos está estructurado según una dinámica de muerte; aunque se proclame la vida, se defienda con todo tipo de medios y se organicen en su nombre ejércitos de los más diversos estilos, el precio que hay que pagar, y siempre hay que pagarlo, es la muerte.
Dios ni quiso ni permitió la muerte de su Hijo. Fue nuestro mundo el que no entiende las cosas de otra manera. Y tenemos ejemplos de ahora y de siempre, que lo confirman.
La cruz fue salvadora. Ninguna cruz, en tanto instrumento de sufrimiento, salva. La cruz de Jesús nos salva porque en y por ella él dio su vida por todos. Y esto no es verdad porque lo hiciera Jesús, sino que lo hizo Jesús porque es verdad. De esto algo sabemos por experiencia: dar vida a los hijos, alentar en un momento determinado la existencia de un amigo, de la mujer o del marido, promover una mayor justicia y bondad en nuestro mundo desgarrado y roto, ¿es posible acaso sin aceptar lo que ello conlleva de entrega, de salida de uno mismo, de cruz?
La cruz, a pesar de todo, es un escándalo. La fe cristiana no puede ni debe ser azucarada; el Crucificado no lo permite. El Evangelio insiste demasiadas veces en esto como para que no lo tengamos en cuenta: “quien no cargue con su cruz no puede tener parte conmigo”; “quien quiera ganar la vida tendrá que estar dispuesto a perderla por mí y por el evangelio”.
Que la gloria de Dios -su belleza, su verdad, su bondad- aparezca en un Crucificado, y que la vida auténtica -la más bella, buena y verdadera- se logre dándola, he ahí la gran paradoja cristiana y el gran escándalo. Este mensaje suena tan raro, tan no evidente, tan contracultural, que su verdad sólo la experimentarán quienes se atrevan a entrar en esa vía, atraídos por el ejemplo de Jesús.
Recemos pidiendo que ese milagro suceda hoy entre nosotros en esta eucaristía: que al gustar a Jesús, al alimentarnos de él -su cuerpo entregado y su sangre derramada-, comulgar con su vida y con su muerte nos dé a conocer el camino de la vida verdadera y cómo caminar por él.

Domingo 24º del Tiempo Ordinario. Exaltación de la Santa Cruz


Ha habido quien se ha entretenido en decir que los cristianos adoramos a un condenado a muerte, que el signo principal de nuestra fe es un signo de muerte y que seguir teniendo delante la cruz como el icono central de la fe nos lleva a la pasividad frente al dolor y el sufrimiento de la humanidad, que nuestro Dios quiere nuestro sacrificio y nuestra muerte.
Ninguna de esas cosas es verdad. La cruz es, ya lo dijo Pablo, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles pero para los creyentes es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Hubo un momento en que la cruz fue el final de todo, la derrota de todas las esperanza y utopías, la muerte de la vida. Pero sólo fue eso, apenas un momento.
En la mañana el grito ¡ha resucitado!, las experiencias y encuentros con el resucitado, devolvió al pequeño grupo inicial toda la capacidad de vivir que Jesús de Nazaret había contagiado a sus discípulos.
Enseguida comprendieron que Dios había trastocado las cosas: la muerte ya no es suficiente enemigo, ha sido vencida en la cruz. Y Dios nos ha dado una soberana lección. Las cosas hay que verlas desde donde Él se puso, desde la cruz. Desde ella toda la realidad se ve de otra manera, desde ella la veremos como Dios quiso hacerlo y quiere que nosotros lo hagamos. Desde la cruz, desde el Crucificado, desde todos los crucificados se ve a Dios como el único que puede salvar, y salva.
Hoy seguimos mirando a la cruz. Nos duele el dolor de nuestros hermanos y hermanas, que siguen siendo ajusticiados injustamente. Nos comprometemos para que nadie, nunca, vuelva a ser asesinado en una cruz, en cualquier cruz. Y sentimos que esta historia de violencia fratricida continúe bajo las más diversas excusas. Por eso, seguimos mirando a la cruz. Porque en ella encontramos la esperanza para seguir, como Jesús, proclamando la buena nueva del reino, que es posible vivir de otra manera, en fraternidad, en paz. Y seguimos curando heridas, reconciliando, siendo misericordiosos, que no otra cosa es ser discípulos de Jesús, el que murió en la cruz, el que resucitó.

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