Domingo después de la Natividad. La Sagrada Familia

 
La familia de Nazaret fue necesaria para que Dios Hijo se encarnara en Jesús y así fuera Dios-con-nosotros. Por eso decimos Sagrada Familia. Y estamos agradecidos a María y a José, porque ellos colaboraron para hacer posible el plan de Dios.
Pero si es verdad que merecen nuestra devoción y veneración, también es cierto que forman una familia singular, que como ejemplo, hoy y en cualquier época, es inimitable. Y no voy a enumerar todas las notas que la hacen tan peculiar: madre virgen, padre putativo, hijo engendrado por el Espíritu Santo.
Con respeto debemos reconocer las diferencias que existen entre el contenido de nuestra fe y la realidad histórica que vivimos. No podemos repetir el modelo que formaron Jesús, María y José. Pero sí fijarnos en sus actitudes humanas, y en cómo se enfrentaron a las diversas situaciones en que se vieron envueltos.
Jesús predicó lo que vivió. Si predicó el amor, es decir, la entrega, el servicio, la solicitud por el otro, quiere decir que primero lo vivió él. Y fue de María y José de quienes lo aprendió. La familia es el primer campo de entrenamiento para todo ser humano. Y puesto que la vida de toda persona es un proceso, no está exenta de tensiones, dudas, miedo y equivocaciones. La Sagrada Familia vivió la dureza de todo eso, pero también lo amasó con amor.
José, María y Jesús forman en conjunto un tesoro del que podemos extraer valores que nos sirvan para posicionarnos ante Dios, ante los demás y frente a nuestro propio destino. Pero no para sancionar ningún modelo concreto de familia.
Como les ocurrió a ellos, también a nosotros nos toca abrir caminos propios y nuevos para realizarnos como personas que vivimos juntos porque nos necesitamos para desarrollar todo el potencial que Dios ha puesto en cada ser humano.
Ellos se fiaron de Dios y actuaron responsablemente. Ahí sí puede estar el modelo y el ejemplo que nos conviene.
Sagrada Familia de Nazaret, –Jesús, María y José–, rogad por nosotros.

La Inmaculada Concepción de María


Es noticia reciente que en nuestra ciudad se ha llevado a cabo un exorcismo sobre una joven burgalesa poseída, y que hay una acusación por malos tratos admitida a trámite por un juez. Ha espantado a unos, y ha sobrecogido a otros. A la mayoría, sin embargo, les chirría que en el siglo XXI se hable del demonio, y que se haga en unos términos que parecen devolvernos a épocas oscuras de nuestra historia y de nuestra cultura.
La fiesta de la Inmaculada, sin embargo, nos habla del mal del que María fue especial y graciosamente preservada.
Y nosotros que, tal vez no entendamos lo de la noticia, estamos aquí dispuestos a celebrar este día y cantar las alabanzas a la Virgen.
Es verdad que hay un dogma de por medio, que dice que todos nacemos manchados, que nuestra naturaleza está corrompida en su origen, que está en la Biblia; y eso es lo que nos motiva a pedir para nuestros recién nacidos el bautismo, borrar ese pecado original.
La experiencia enseña que cuando algo no se expresa, termina por ignorarse su existencia. Ya no hay pecado, hay enfermedad. Ya no somos pecadores, somos enfermos mentales o discapacitados anímicos. El confesonario ha dejado paso al despacho de psicólogos, psiquiatras y similares. Ya no hay culpa, hay terapia.
En fin, ya supondréis hacia dónde nos conduce seguir argumentando de esta manera. O tal vez no, y entonces tendremos que esperar a ver qué pasa.
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Así anuncia el evangelio la salvación que Dios nos trae. ¿Podía hacerse de otra manera real la promesa de Dios hecha en el primer libro de la Biblia, «establezco hostilidad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón»? Sin alegría, tal vez consistiera en un ajuste de cuentas, saldando la deuda, nivelando la contabilidad, poniendo a cero el marcador.
Pero entonces no se trataría del Dios de Jesús. Porque el Padre del que Jesús habla no entiende de números ni de saldos. Sólo de amor.
La alegría evangélica de María no es simple risa, ni inocente vacuidad. Es el convencimiento de que por más grande que sea el mal que nos amenace, incluso nos domine y apabulle, mayor es el bien que está a nuestro favor.
Hay un fallo en el objeto de nuestra fe. No se trata de que nazcamos con manchas; ni somos cebras ni dálmatas ni el color de la piel es motivo que pueda inquietarnos.
Lo malo es que nacemos a un mundo injusto, en el que el yo está antes que el tú, y el nosotros sólo se entiende cuando los demás no cuentan.
María siente alegría porque intuye que la justicia mayor ya ha dictado sentencia; y también se reconoce turbada porque tal justicia la sobrepasa. La pequeñez que la delata es la misma que la encumbra: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.»
Su belleza inmaculada que nos cautiva, estimula y nos confirma en la esperanza de que el mal será aniquilado (“aplastado”); que es posible erradicar el mal si nos dejamos tocar por Dios, pues para Él nada hay imposible.
Para toda persona cristiana María es fuente de inspiración y de estímulo por una vida mejor y más sana. María despierta las fibras más profundas del corazón humano por la bondad y el bien.
No es verdadero y auténtico rezar, cantar, festejar, alabar, pedir a María… si no se traduce en obras que ayuden a la regeneración de nuestro entorno erradicando todos los vicios que le impiden progresar. La Inmaculada nos pide luchar para superar –aplastar- todo lo que es contrario a una convivencia de hermanos. Esa es la justicia que Dios quiere, la que María con su Sí consigue para todos.
María Inmaculada, ayúdanos a “aplastar” el mal y vivir como auténticos hijos/as de Dios.

Música Sí/No