Domingo después de la Natividad. La Sagrada Familia


Los más mayores recordaréis un librito, casi minúsculo, que servía de guía de piedad y de ejemplo para la vida cristiana hace ya un tiempo: De la imitación de Cristo, el Kempis. De entonces acá hemos pasado a predicar en homilías y catequesis sobre el seguimiento de Jesús, es decir, cómo ser fieles a quien nos hace sus discípulos y cómo caminar tras sus pasos.
De la misma manera deberíamos entender que si antes la Sagrada Familia nos fue ofrecida como modelo a imitar, ahora debiéramos aspirar a ser familia cristiana inspirada en Jesús, como lo fue aquella otra familia de Nazaret.
Porque no se trata de repetir imitando o calcando, saltando por encima del tiempo y de la diversidad de usos y costumbres, como si nada se hubiera movido a lo largo de los siglos; sino de discernir qué valores y actitudes de aquella familia son válidos para ahora y constituyen los signos de identidad de una familia que está en el seguimiento de Jesús.
¿Cómo es una familia según el Evangelio de Jesús? Dando sólo a modo de pinceladas, y que cada cual lo desarrolle luego personal y familiarmente:
1 La familia tiene origen en el amor creador de Dios. Por tanto es fuente de amor libre y gratuito.
2 Los padres se convierten en fuente de vida nueva por el amor que mutuamente se tienen. El amor es fecundo y creador.
3 Los hijos son regalo y responsabilidad, reto difícil y satisfacción incomparable.
4 Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: es Jesús y el Reino el eje, quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia.
5 El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana y la familia es en verdad iglesia doméstica.
6 En un hogar donde se vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia siempre acogedora; que no sólo deja crecer a las personas que la integran, sino que ella misma se agranda como espacio de relaciones y afectos humanas; y por supuesto está permanentemente abierta a la entera familia humana, sensible y solidaria ante el sufrimiento de las personas necesitadas.
Hoy la Iglesia se duele y lamenta por las familias que no se adecuan al estereotipo que cree fijado por la voluntad de Dios. Ahora muchas personas bautizadas se consideran arrinconadas y maltratadas por la Iglesia al no permanecer en el amor que sellaron con un sacramento o por ser fieles al amor que descubren que brota de sí mismas. Si la Iglesia además de maestra es también madre, urge que se muestre compasiva y misericordiosa, como lo es nuestro Padre Dios, el Abba de Jesús.

Natividad del Señor

Quienes ahora celebramos al Dios hecho niño en Belén somos los pastores de esta noche; y no importa si nos parecemos o no a aquellos desarrapados que en un descampado de Judea recibieron el anuncio angelical. Tampoco interesa qué están haciendo ahora los personajes importantes que habitan en los palacios y en los templos, donde se amasa todo el poder y la sacralidad que no se enteró de la primera navidad y hasta puede que tampoco de esta de ahora.
Es posible que ante la claridad de esta noche que nos envuelve, también nosotros sintamos temor; porque es lo más sagrado, sólo reservado a los selectos, lo que ahora nos aborda precisamente a nosotros, totalmente profanos, para notificarnos el misterio del Dios encarnado, Emmanuel, Dios-con-nosotros. Sí, aquel que sólo concebimos como lo que está allá lejos en lo alto, lo inalcanzable, lo inabarcable, lo inmenso, lo todopoderoso, viene y deja que lo veamos, lo toquemos, lo abracemos y percibamos su pequeñez e indefensión.
Dios se nos ha dado en un niño que nace en una cuadra y su mamá lo deposita sobre un pesebre. Su padre sólo puede estar ahí, haciendo compañía, junto con una mula y un buey.
Adoremos el misterio que pide nuestra atención, escuchemos el mensaje que nos trae. No exige nada de nuestra parte, nos visita porque sí; su amor se desarma por nosotros; tanto nos quiere que busca nuestra presencia, nuestra compañía.
No viene a pedirnos cuentas; sólo a decirnos que “la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios”. Que es como decir, vuestra paz es mi gloria y alabanza; y pacificando, siendo ministros de la paz, os sumís en mi inmensidad amorosa.
Tendremos tiempo de hacer caso a San Pablo, que hoy va de consejero. Ahora vivamos la presencia de la Vida y celebremos con el profeta Isaías que “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” que es Maravilla de Consejero, el Príncipe de la Paz.

Domingo 4º de Adviento


Este diálogo entre mujeres -María e Isabel- que narra el evangelio, recuerda otro también entre mujeres, Rut y Noemí, en la primera parte de la Biblia. En ambos coloquios las cuatro mujeres se descentran para volcarse la una sobre la otra. Es la presencia de Dios la que convierte el egoísmo en pura entrega; es la disponibilidad como actitud en la vida la que Dios escoge para hacerse presente en la humanidad, donde el yo es tan fuerte que todo se lo apropia.
Una fila interminable de mujeres creyentes aparecen en la Sagrada Escritura hasta desembocar en María como colofón y ejemplo a seguir para colaborar con el proyecto salvador de Dios.
«Aquí estoy para hacer tu voluntad» es la frase central de la liturgia de este último domingo de adviento. Sólo cayendo fielmente rendido ante la llamada y la propuesta de Dios, es posible que la salvación nos alcance. Sólo aceptando, aunque no comprendamos el misterio que nos abraza, puede Dios intervenir en nuestra historia. Sólo vaciándonos de nosotros mismos, podemos dejarle espacio a Él.
«Aquí estoy para hacer tu voluntad» fue la actitud permanente de Jesús ante el Padre; no sólo cuando de pequeño se perdió entre los doctores, sino en todo momento en que le fue necesario afirmar su misión en esta tierra, y, especialmente, al final, ante el cáliz amargo que tuvo que beber.
Rut y Noemí, Isabel y María, pero María por excelencia encarna en sí misma esta actitud de su Jesús de total entrega y abandono en las manos de Dios: «Hágase en mí según tu palabra».
Sólo la fe posibilita a Dios-con-nosotros. Sólo creyendo es Navidad.
No la fe que sólo es creer cosas; sí la fe que es confianza, adhesión, entrega, docilidad, acogida, seguimiento…
No la fe que está sólo en la cabeza, como una idea aprendida y pocas veces rumiada; sí la fe que nos calienta el corazón y conmueve las entrañas. La fe que como si estuviéramos embarazados nos hace dar a luz la Luz.
No la fe que sólo sabe; sí la fe que nos pone en camino, manos a la obra, comprometidos e implicados; capaces de comprender, ir al encuentro y acoger porque nos dispone a ponernos en el lugar del otro, dentro de su piel o ante su vida.
Sólo la fe de quienes se fían de este Dios de entrañas misericordiosas hace Navidad.

Domingo 3º de Adviento. Fiesta Patronal

 
En el año 1984 la diócesis de Valladolid ya había decidido constituir en parroquia a la pequeña comunidad formada por la población de los barrios de La Cañada, Las Villas, San Adrián y fincas de los alrededores y que era desde unos años antes una coadjutoría de la Parroquia del Rosario. Cuando el entonces vicario general quiso saber qué título ponerla, nos preguntó. Tal vez nuestra respuesta no le convenció, o quizás supo él ver más en profundidad, porque era más sabio por su edad que por su erudición que era mucha. La puso bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe de Méjico, y así se aseguró de que con el tiempo no equivocáramos la derrota.
No nacimos vencidos, derrotados; al contrario, nos marcaron el rumbo y nos entregaron el mapa con el cual nos fuera imposible errar en nuestro destino.
María de Guadalupe, la virgen india, a la que muchos pueblos veneran y a la que millones de fieles invocan, sabe de distancias a salvar, idiomas a entender, razas y culturas a integrar. Con ella y por ella una multitud imposible de acotar sigue a Jesús desde su propia realidad, dando así ejemplo de que en la variedad y en la conjunción de lo diferente el Reino de Dios hace a todos iguales aunque seamos tan distintos.
La fe en Jesús, el nacido de María y del Espíritu, no exige hacer tabla rasa de nuestras particularidades, ni nos impone axiomas ante los que tengamos que anular nuestra razón y nuestra libertad. Sólo pide seguimiento.
Que la Virgen de Guadalupe sea nuestra patrona está diciendo que ella es también nuestra matrona, la que ha participado activamente en el alumbramiento de todos nosotros como comunidad de fe. No sólo es nuestra protectora y mediadora; es también y sobre todo la partera de Dios que le alaba por sus hijas e hijos bendecidos; que corre solícita hacia nosotros para acompañarnos y ayudarnos en cualquier circunstancia y necesidad; que está al tanto de nuestras penas y alegrías; que nos acompaña en la oración y la espera del Reino de Dios, en la acogida y en el salir al encuentro.
Esta parroquia lleva ya unos cuantos años de existencia. Ojala estemos consiguiendo, como María, peregrinar hacia el Padre sin dejar a nadie de lado, sin perder de vista el evangelio de Jesús, sin renunciar a ser Iglesia, sin despegar los pies de nuestra tierra.
¡Con María y por María de Guadalupe a Jesús, fruto bendito de su vientre de mujer!

Domingo 2º de Adviento

 
Juan, el último profeta, el mayor entre los nacidos de mujer en palabras de Jesús, lanza hoy su grito desde lo profundo del desierto de donde sale envuelto en desgarrada dignidad: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios».
Quienes le escuchaban recibían su mensaje con gran interés, porque hacía mucho que estaban esperando algo de ese estilo. Había pasado mucho tiempo, demasiado, desde que le fue entregada la promesa mesiánica al pueblo de Israel. Generaciones y generaciones se la habían transmitido de unas a otras. Juan, ahora, avisa que es inminente.
Pero nosotros nos topamos con el Bautista entre las palabras del profeta Baruc y la entrañable carta de San Pablo a su querida comunidad de Filipos.
Los cristianos de aquella primera iglesia ya viven en el presente de esa profecía gozosa porque Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados, a todas las colinas encumbradas, ha mandado que se llenen los barrancos hasta allanar el suelo, para que sobre él apareciese su gloria, el Dios-con-nosotros. Y viven de tal manera que Pablo no puede sino alegrarse y darle gracias a Dios.
Y reza por todos ellos, para que esa comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y sensibilidad para apreciar los valores. Así llegarán al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios.
Hoy, el apóstol Pablo si nos escribiera no dudo que pondría las mismas o parecidas palabras. Lo digo con humildad, pero con firmeza. Por encima o por debajo de los defectos que tenemos, de lo que todavía nos falta para ser dignos del nombre de santos, tal como celebrábamos ayer junto a María Inmaculada, no podemos dejar de ver que en nuestra actual situación, contra todo tipo de dificultades, discípulos de Jesús estamos entre todos haciendo Reino de Dios.
Y no sólo nosotros, también quienes no se consideran cristianos, ni siquiera religiosos. Todos estamos llevando esta situación con humanidad, y estamos apañándolas para que coma el hambriento, se vista el desnudo, sea acogido el expulsado y curado el enfermo abandonado.
Se mire por donde se mire hay tantas muestras de generosidad, de solidaridad, de sentimientos buenos y entrañables, que bien se puede decir que estamos dispuestos a hacer lo imposible, que estamos haciendo un nuevo cielo y una nueva tierra.
Demos gracias a Dios que ha hecho ver que hay otra justicia, la suya, tan diferente y distante de esta otra que es venal, mercancía que se compra y que se vende, instrumento para oprimir, nunca para liberar.
Como a aquel personaje del evangelio que entendió que el culto a Dios estaba íntimamente unido con el buen hacer hacia el hermano, Jesús hoy nos diría: En verdad, no estáis lejos del reino de los cielos.

Domingo 1º de Adviento


Comienza el adviento, tiempo de esperanza. ¿Esperanza por qué? Debe ser porque viene el amor, el único capaz de suscitar esperanza. La primera parte del adviento celebra que aquel Jesús, que un día nació en Belén y volvió al cielo, vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos. Los juicios siempre dan un poco de miedo. Pero el evangelio de hoy, primer domingo de este adviento, tras describir la segunda venida del Señor en términos cósmicos, como si la tierra tuviera que volverse del revés, anuncia a los creyentes: “cuando esto suceda, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. No hay que tener ningún miedo: se acerca la liberación. Debe ser que viene el amor.
La segunda parte del adviento dirige nuestra mirada a la primera venida del Señor, a su nacimiento en Belén. Allí un ángel anunció a los pastores tan buena nueva. Y los pastores “se llenaron de temor”. Pero el ángel les dijo: no temáis, ha nacido un Salvador. Tampoco entonces había motivos para el miedo, porque venía la salvación, otra palabra para designar la liberación. Venía el amor. Y entre estas dos venidas, la primera que ya ocurrió y la última que todavía esperamos, nosotros, los cristianos, ante tantas personas desalentadas y temerosas, porque han perdido el trabajo, o porque la vida ya no les sonríe, estamos llamados a ofrecer esperanza. ¿Cómo? Por medio del amor.
Cuando nos encontramos con personas en situación difícil, la mejor manera de despertar su esperanza es acercarse a ellas, interesarse por su situación, tratar de comprender, compartir su indignación y ayudarles en la medida que podamos. Nosotros, como cristianos, como Iglesia, si queremos que la esperanza se convierta en una palabra llena de realismo y de verdad, debemos buscar gestos y palabras positivas, que denoten cercanía y comprensión. Hay que dejar de lado críticas, discursos negativos, recetas espirituales alejadas de la realidad. Hay que trabajar para que este adviento sea un motivo de esperanza para todos aquellos que se encuentren con nosotros. Para ello hace falta que esas personas se convenzan de que viene el amor. Nosotros debemos sur sus portadores y sus portavoces.
Martín Gelabert OP

Domingo 34º del Tiempo Ordinario. Jesucristo, Rey del Universo


La fiesta de Jesucristo Rey del Universo ha dejado de asustar a muchos, pero sigue todavía encandilando a quienes piensan que para ser eficaces en este mundo hay que usar los instrumentos de este mundo. De ahí que siga dándose eso de coger y usar el poder, la fuerza, las relaciones políticas, la geoestrategia, las alianzas entre los imperios, dentro de la Iglesia de Jesús. Y de esa manera la Iglesia se parece más a otro imperio de este mundo que al Reino que Jesús anuncia, que vino a servir, no a mandar, y a dar la vida por muchos, no a vivir a costa de ellos.
Que Jesucristo es rey lo dice él mismo ante Pilato. Nunca lo reconoció ante la gente, ni siquiera consintió que le aclamaran salvo al final, frente a las  murallas de Jerusalén.
Jesús es rey porque busca la Verdad. La que Pilato no quiso atender, la que despreció porque no le servía para dominar y avasallar.
Jesús es rey porque tiene a todo ser humano en el corazón. Porque busca que Dios esté en todos de tal manera que todos lo reconozcamos y nos alegremos.
Jesús es rey porque nada ni nadie puede hacerle competencia. Sólo él satisface todas nuestras ansias. Sólo en él podemos descansar confiadamente. Sólo Jesús es camino para llegar hasta Dios. Sólo en Jesús Dios se ha mostrado de modo inefable y total.
Jesús es rey porque es el que Vive y vivifica todo, y hacía él y en él confluirán todos los pueblos, todos los seres humanos, todo lo creado.
Que Jesús es nuestro rey significa que aceptamos sus bienaventuranzas y que nos hacemos pobres, limpios, compañeros de tristeza y llanto, defensores de la justicia, constructores de la paz, transformadores de este mundo, enemigos y combatientes de las fuerzas del mal que nos asuelan, porque creemos que el Reino de Dios está ya en nosotros.
Que Jesús es nuestro rey nos lleva a reconocer que esto aún requiere del esfuerzo y compromiso de todos, porque aún está distante del sueño eterno de Dios sobre nuestro mundo, el que creó para seguir sintiéndose satisfecho de su obra.
Cristo es rey porque es el testigo de la Verdad; no de cualquier verdad, de pequeñas y grandes mentiras cuyo objeto es defender los derechos adquiridos de los poderosos. Jesús es el profeta de la verdad de Dios, verdad que nos es exigible a todos los humanos para no volver a la barbarie, a la inhumanidad: su preferencia por los excluidos, por los amordazados, hacia los arrojados a la desesperanza por ser débiles e indefensos.
Jesús es rey, y quienes le seguimos hemos de escuchar su voz y salir instintivamente en su defensa y ayuda. Quien es de la verdad escucha su voz.
El próximo domingo entramos en adviento, pero hoy proclamamos que Cristo es Rey y Señor del universo, y hace de nosotros, los bautizados en él, sacerdotes de su reino en el Espíritu Santo, para gloria de Dios Padre.

Domingo 33º del Tiempo Ordinario


Con unos textos bíblicos duros de roer y que han propiciado a lo largo de la historia las más variadas y variopintas escenas del final del mundo, la liturgia nos sitúa ante lo que celebraremos el próximo domingo, la festividad de Jesucristo rey del universo. No esperéis que hable de cataclismos y caídas de estrellas, aunque Jesús, utilizando el lenguaje apocalíptico, lo cite ante las preguntas de sus contemporáneos, muy preocupados por el futuro ante la dura realidad que estaban viviendo.
Aunque actualmente también se anuncien cosas extraordinarias para acabar con la angustia y la zozobra que la crisis económica y de todo tipo está produciendo entre nosotros, nosotros debiéramos atender a tres frases que me parecen especialmente significativas en estas lecturas de hoy.
La primera es de la carta a los Hebreos: “Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”.
Jesús dice en el evangelio de Marcos las otras dos: “Mirad los brotes que ya le apuntan a la higuera”, y “El día y la hora sólo lo sabe el Padre”.
En síntesis y resumen, dicen lo siguiente: En todo momento nuestra vida -todas las vidas, toda vida- está habitada por Dios; en lo bueno y en lo malo. No es él la causa ni de lo uno ni de lo otro, sino la fuerza interior que nos ayuda a sobrellevarla, a celebrarla, a sufrirla, a superarla. Todo pasará, pero todo quedará, porque esa savia que corre por nuestro interior es fuerza divina.
Vivamos en esperanza y decisión, ahí están esas yemas de la higuera a punto de reventar.
Vivamos confiadamente en el amor; estamos redimidos, no hace falta asegurarnos un futuro que ya nos ha sido dado.
Vivamos en libertad y compromiso, haciendo del momento que vivimos Reino de Dios, donde los que lloran, los que pasan hambre, los perseguidos por causa de la justicia, los pobres y los limpios de corazón sean los preferidos y los bienaventurados.
Lo que no está en nuestras manos, está en las manos de Dios.
La Iglesia está en las manos de ambos, de Dios y de todos nosotros. Hoy es el día de la Iglesia Diocesana. Desde ella hacemos un mundo mejor, estoy convencido plenamente. A pesar de sus enormes fallos, tiene también en su haber grandes logros. Somos todos nosotros, la formamos una multitud; es nuestra alegría y nuestra corona. Corre a cargo del Espíritu y de nuestra fe y compromiso. Considerarla nuestra, construirla y mantenerla entre todos, y orar con ella y desde ella nos configura como discípulos y discípulas de Jesús.
Tengamos bien seguro que Cristo siempre estará con su Iglesia, que la Iglesia siempre estará al lado de Cristo.

Domingo 32º del Tiempo Ordinario


En cierta ocasión tuvimos que interceder desde la parroquia por unos niños que iban al colegio sin los libros que les eran requeridos. ¿No tienen para comprar el material escolar y vienen vestidos con ropa de marca? Les hicimos ver que recibían ropa usada y juntos solucionamos el problema. Aquella historia pasó, pero vuelve a repetirse con alguna que otra frecuencia.
Tenemos un problema de difícil solución.
Si hubiéramos estado junto a Jesús observando a la gente que frecuentaba el templo de Jerusalén puede que no coincidiéramos con su apreciación. Veamos.
Una anciana entra en silencio, en tanto el público va depositando su ofrenda en el arca de los dineros. Las monedas caen haciendo ruido, más las más gordas, algo menos las pequeñas; de vez en cuando el sonido parece una catarata porque van de golpe varias. La mujer no hace ruido y casi pasa desapercibida. Pero la vemos. ¿Qué pensaríamos?
. Que tiene para dar; luego que no pida.
. Que haría mejor en usar ese dinero para ir mejor vestida
. Que su ayuda es tan pequeña que ni la contamos.
No lejos están los escribas, los oficiales del templo y los sacerdotes y levitas. Entran como pavos reales, con sus ropajes orlados de piadosas frases en los bordes, mostrando qué importantes son y cuánto honor se les debe.
Jesús intenta dirigir nuestra mirada, porque mirar sí que miramos, pero lo hacemos con prejuicios y desde nuestra actitud egoísta.
Miramos con mirada interesada, y vemos sólo aquello que queremos. De esa manera tal vez perdemos la oportunidad de ver y descubrir cosas bien importantes.
La Palabra de Dios no sale de su boca en balde: vuelve a Él después de haber dejado una huella profunda en quien la escucha. Y lo que hemos escuchado esta mañana no nos deja indiferentes.
Dios mira al fondo de las personas. Le dan igual las apariencias, el envoltorio y las luces de colores; tampoco le importan los vestidos, la posición social o el aplauso de las multitudes. Dios ve en el corazón.
Igual que Dios miró el gesto callado de dos viudas que dieron cuanto tenían, también ahora mira nuestros corazones, donde se manifiesta lo que en verdad somos y queremos ser.
Dios nos mira y nos invita a ser así: limpios de corazón, desprendidos, serviciales, generosos; y a tener una mirada como la suya, para no perdernos lo más profundo y hermoso que tiene esta vida que Él nos regala.
Dejemos que nuestra mirada se vaya transformando y llegue a ser tan misericordiosa como la de Dios. Así sabremos qué actitudes debemos tener ante lo que vemos, valoraremos lo que de verdad merece la pena y apreciaremos cuanto de evangélico hay en nuestra Iglesia más allá de las apariencias: mujeres y hombres de fe sencilla y corazón generoso que no escriben libros ni pronuncian sermones, pero son los que mantienen vivo entre nosotros el Jesús del Evangelio. De ellos hemos de aprender los demás, incluidos presbíteros y obispos.

Domingo 31º del Tiempo Ordinario



Sería interesante recordar ahora aquel refrán del herrero que, machacando el hierro, olvidó el oficio. Porque viene a cuento con el evangelio de hoy. Un hombre religioso y sabio, un escriba, pregunta a Jesús cuál es lo más importante de toda la religión. Quien recitaba diariamente dos veces una plegaria que encierra toda la fe judía, no terminaba de caer en la cuenta de lo que estaba repitiendo desde su más tierna infancia: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.»
Jesús le hace ver lo que el escriba miope pasaba por alto. Pero le añade una posdata: amar al prójimo como a uno mismo se funde con el amor a Dios, haciendo así el mandamiento mayor que cualquier otro.
Yo no sé si ahora alguien se hace este tipo de preguntas, pero presumo que somos muchos los que estamos preocupados por si acertamos o no en esto de ser cristianos, seguidores de Jesús, constructores del Reino de Dios. La duda va siempre con nosotros, y podemos quedarnos cortos o pasarnos de rosca.
Ya rezamos, dirán unos. Nosotros hacemos obras de misericordia, contestarán otros. Y también habrá quienes respondan que obedeciendo cumplen con todo.
Jesús une en su persona todo ello, y pone su vida al descubierto para que nosotros aprendamos de él, que es camino, verdad, vida.
“Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser”. Sin mediocridad ni cálculos interesados. De manera generosa y confiada.
“Amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos”. No hay que buscar la medida demasiado lejos; tampoco el prójimo tiene que estar en las antípodas. Vale el que está a nuestro lado. Precisamente ahí es donde hemos de mirar.
Jesús se ofreció obedeciendo al Padre. Así nos redimió. De esta manera insuperable es nuestro sumo sacerdote.
Es importante estar a la escucha de Dios, como Jesús. Cuando dejamos que nos hable el verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es propiamente una orden, no es ni ley ni precepto obligatorio. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio último de la vida: “Amarás”. En esta experiencia, no hay intermediarios religiosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar.
No siempre cuidamos los cristianos la síntesis de la vida de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor; ignoramos el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la religión. Es importante que nos preguntemos, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espaldas a los que sufren?

Conmemoración de todos los fieles difuntos

 
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.

Así de bien se expresaba Martín Descalzo, cuando ya prácticamente desahuciado, esperaba el fin de su enfermedad de curación imposible.
Y así, con estas palabras y los sentimientos que se suponen están detrás de ellas, Martín Descalzo se añadía a la larga cadena de creyentes que han esperado el fin de su vida por esta tierra anhelando la vida plena del Reino del Padre.
De esta madera, de esta pasta, están hechos los santos.
¡Ojalá todos los muertos murieran con esta fe!
Pero la fiesta que hoy celebramos no nos autoriza a pensar que haya sido así. ¡Cuántos han muerto y su memoria está borrada! ¡Muertos con odio, enterrados en fosas comunes, masacrados! ¡Muertos contra su voluntad, por negligencias o accidentes evitables, en soledad, en la flor de su vida, apenas nacidos, como carne de cañón…!
Englobarlos a todos ellos en una día, el de todos los difuntos, no hace justicia a su destino. Como no lo hace el llevar flores a los cementerios a quienes no se ha atendido en vida. Tampoco lo hace escribir sus nombres en mausoleos, recordando las circunstancias trágicas o gloriosas de su muerte, en tanto no se planteen condiciones claras y precisas que impidan que se vuelvan a dar esas circunstancias.
Nosotros ni sabemos ni podemos resolver la tremenda injusticia que supone la muerte para la gran mayoría de los mortales.
Cristo y el Padre que lo arrancó de las garras del abismo, tienen, sin embargo, mucho que decir. Callemos nosotros y que hablen ellos. En la escucha de la palabra del resucitado iremos madurando; no sólo reconoceremos nuestra debilidad y decadencia frente a nuestra propia muerte, sino que cobraremos confianza en quien siempre ha sido nuestro valedor, aquel de cuya santidad participamos por gracia suya y desmerecimiento nuestro. El Señor, que siempre nos lleva de la mano y que nos rodea con su cariño, ya sabrá lo que tiene que hacer.
Ayer escuchamos “Bienaventurados vosotros…” de boca de Jesús. Hoy nos dice el Señor “Venid, benditos de mi Padre…” Confiando en Él, no equivocaremos el camino. Nos llevará por los mejores pastos y nos conducirá a los manantiales más frescos.

Domingo 30º del Tiempo Ordinario



El evangelio que acabamos de escuchar es muy aleccionador para todos los que venimos a celebrar la eucaristía y tratamos de vivir como cristianos.

Por un lado tenemos a un hombre al borde del camino, tal vez en la cuneta, que sabe de su ceguera y que espera el paso de alguien que le pueda ayudar.

Por otro lado tenemos a la comitiva que acompaña a Jesús y todos cuantos han pasado anteriormente por aquel mismo lugar, que no han reparado en aquel mendigo, tal vez sea un estafador, un pedigüeño, o vete tú a saber, y han seguido de largo.

Y tenemos a Jesús, que está a todas. Aunque camina oye las voces del ciego. Se para, le llama, le pregunta y le cura.

Todos nosotros podemos ser de los que caminan por el sendero o de los que están tirados al borde o ambas cosas, según momentos y circunstancias. En cualquier caso, debemos aprender que:

1. si oímos a alguien pedir ayuda, no podemos hacernos los sordos;

2. si tenemos alguna necesidad, no debemos no gritar pidiendo ayuda;

3. la fe siempre salva, porque nuestra fe cristiana confía en Dios, pero también en los demás y en nosotros mismos.

4. Para terminar, hay una cuarta lección: ser agradecidos. Ni Dios está obligado hacia nosotros, ni nosotros tenemos ningún derecho a exigir. La gratuidad es central es la fe y en la vida. Jesús no fuerza al ciego a proclamar su fe, pero tampoco el ciego hace alarde de su religiosidad para reclamar la curación.

Cuando se hace la luz, descubrimos lo que verdaderamente vale la pena, y, como el ciego del camino, lo más natural es que sigamos a quien ha hecho cosas grandes por nosotros.

Domingo 29º del Tiempo Ordinario


Nunca viene su nombre en los periódicos. Nadie les cede el paso en lugar alguno. No tienen títulos ni cuentas corrientes envidiables, pero son grandes. No poseen muchas riquezas, pero tienen algo que no se puede comprar con dinero: bondad, capacidad de acogida, ternura y compasión hacia el necesitado.

Hombres y mujeres del montón, gentes de a pie a los que apenas valora nadie, pero que van pasando por la vida poniendo amor y cariño a su alrededor. Personas sencillas y buenas que solo saben vivir echando una mano y haciendo el bien.

Gentes que no conocen el orgullo ni tienen grandes pretensiones. Hombres y mujeres a los que se les encuentra en el momento oportuno, cuando se necesita la palabra de ánimo, la mirada cordial, la mano cercana.

Padres sencillos y buenos que se toman tiempo para escuchar a sus hijos pequeños, responder a sus infinitas preguntas, disfrutar con sus juegos y descubrir de nuevo junto a ellos lo mejor de la vida.

Madres incansables que llenan el hogar de calor y alegría. Mujeres que no tienen precio, pues saben dar a sus hijos lo que más necesitan para enfrentarse confiadamente a su futuro.

Esposos que van madurando su amor día a día, aprendiendo a ceder, cuidando generosamente la felicidad del otro, perdonándose mutuamente en los mil pequeños roces de la vida.

Estas gentes desconocidas son los que hacen el mundo más habitable y la vida más humana. Ellos ponen un aire limpio y respirable en nuestra sociedad. De ellos ha dicho Jesús que son grandes porque viven al servicio de los demás. Ellos mismos no lo saben, pero gracias a sus vidas se abre paso en nuestras calles y hogares la energía más antigua y genuina: la energía del amor. En el desierto de este mundo, a veces tan inhóspito, donde solo parece crecer la rivalidad y el enfrentamiento, ellos son pequeños oasis en los que brota la amistad, la confianza y la mutua ayuda. No se pierden en discursos y teorías. Lo suyo es amar calladamente y prestar ayuda a quien lo necesite.

Es posible que nadie les agradezca nunca nada. Probablemente no se les harán grandes homenajes. Pero estos hombres y mujeres son grandes porque son humanos. Ahí está su grandeza. Ellos son los mejores seguidores de Jesús, pues viven haciendo un mundo más digno, como él. Sin saberlo, están abriendo caminos al reino de Dios.

Ellos y ellas son misioneros de la fe, y, añadidos a los que oficialmente reconoce la Iglesia, forman un enorme ejército de paz, que nos asegura que un mundo mejor es posible y realizable, por supuesto con la gracia de Dios. 


José Antonio Pagola. El camino abierto por Jesús. Marcos (199-201)

Domingo 28º del Tiempo Ordinario


Se dice que todo tiene un precio; que todos lo tenemos. Y puede que al oírlo nos sintamos molestos, en la suposición de que nos metalizan, que pretenden convertirnos en calderilla. Luego, después de darlo vueltas, convenimos en que sí, que lo tenemos, que todo tiene su precio.
No necesariamente es dinero, aunque en la justicia humana al final se traduce en dinero cualquier reivindicación, toda sentencia favorable.
Los amigos de Jesús le preguntan en el evangelio de hoy qué van a ganar ellos por seguirlo. Han dejado todo, o casi, y algo esperan lograr a cambio. Jesús les responde que si han dejado casa, familia, trabajo, recibirán centuplicado casas, familias, trabajos… Y dice al final, y no en letra pequeña precisamente, con persecuciones. Esto en esta vida, en la otra mucho más.
Nadie olvida la pretensión de aquellos otros que ansiaban puestos de ministros cuando el Mesías triunfara. Las palabras de Jesús, al responderles, no se olvidaron pero se empequeñecieron; tanto, que casi nadie las lee: ¿estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de beber?
Hoy se acerca a Jesús un joven que también espera su premio. Ha cumplido la ley, ¿qué más puede hacer para ganarse la vida eterna? En el diálogo, Jesús comprueba que el joven no ha sido mala persona: ni robó, ni mató, ni mintió, ni difamó. ¿No ser mala persona es ser buena persona? Es rico. No sólo es rico; tiene riquezas en un mundo en que los bienes no están repartidos con el amor que Dios ha puesto en todo; es rico en tanto que otras muchas personas son pobres. No carece de nada mientras tantos carecen de lo más imprescindible. No robó, luego la riqueza la heredó o la ganó en un cierto tipo de suerte que le es negada al resto. Jesús le pide generosidad, desprendimiento.
No le dice que renuncie a nada, sino que abra su mirada. Sólo si mira como Dios lo hace, tiene cabida en el Reino de los Cielos.
¿Qué hace Dios cuando mira? Jesús lo hace constantemente, según los evangelios: mirar el sufrimiento, ver la injusticia, llorar ante la marginación de tantas personas indefensas, mujeres, niños, ancianos, campesinos expoliados, ciudadanos dominados por un invasor, trabajadores explotados.
Sólo le pide al joven que mire así, y entonces verá qué hacer con sus riquezas.
Sí, hay un precio para todo y para todos. Lo malo es que nosotros queremos vendernos muy caros, y comprar muy barato. Y al cielo no se va de esa manera, no podemos.
Hoy la Palabra de Dios, viva y eficaz, tajante como una espada, penetrante hasta lo más íntimo del ser humano, juzga nuestros deseos e intenciones, y nos pone ante la realidad que vivimos. Y ahí nos pregunta: ¿qué estás haciendo? Y cuando le empezamos a responder con la lista de nuestros méritos que ponen en valor y precio nuestra existencia, él da un paso más y vuelve a preguntar: ¿qué estás haciendo por tu hermano?
Si nuestra riqueza nos ciega para ver al prójimo como hermano nuestro e hijo de Dios también, y nuestro corazón se niega a la misericordia porque nuestras entrañas no se conmueven como se conmueve Dios, entonces Jesús se quedará sin nosotros, porque nosotros habremos optado por el dinero, dejando a Dios de lado.
Pidamos a Dios sabiduría para elegir lo mejor, seamos sabios para no poner nuestro destino en riesgo de bancarrota. No podemos engañar a Dios, cuya mirada todo lo penetra, y ante quien hemos de rendir cuentas, pronto o tarde, pero con toda seguridad.
¿Nos salvaremos? Preguntan los discípulos a Jesús. Pero a Jesús eso no le da quebraderos de cabeza. Sólo quiere que confiemos en Dios y que miremos con su misma mirada. Desde ahí, todo es diferente.

Domingo 27º del Tiempo Ordinario

 
A veces me da por pensar que si Jesús hubiera caído en la cuenta de la forma en que íbamos a interpretar sus palabras y de las consecuencias que se derivarían de ello, habría callado o hablado mucho menos. Esto os lo digo a vosotros en plan de absoluta confianza y confidencialidad. Que no salgan de este lugar.
Pero lo sabía, vaya si lo sabía; aún así no se calló. Al contrario, habló con ocasión y sin ella, y lo hizo bien alto y claramente. Como en el evangelio de hoy.
Le preguntan si es lícito al marido repudiar a su mujer. No porque quieran aprender, sino para pillarle. Y Jesús les va a contestar, pero respondiendo al estilo del Reino de Dios, en cuyo cielo ya no habrá ni maridos ni mujeres; aludiendo al principio del principio, donde Dios creador previó que el ser humano no estuviera solo.
En ese proyecto inicial de Dios, que crea cosas y animales, el ser humano ocupa un puesto muy especial: en él se mira Dios a sí mismo, e imprime su propia imagen. Así Adán y Eva no van a ser unos animales más, que hayan de asegurar la supervivencia de la propia especie multiplicándose como el resto de seres vivos; sino la proyección o encarnación de Dios en la realidad creada: una sola carne, unidad en la diferencia, semejanza en la alteridad, relación por religación.
Jesús no dice que haya derecho al repudio; sino que si el varón puede repudiar a la mujer, también la mujer puede repudiar al marido. Pero en ambos casos, varón y mujer estarían rompiendo la unidad que son, su propia carne, lo que Dios ha querido que fueran.
El gesto con los niños termina por completar la explicación. Niños y mujeres entonces pintaban tan poco que simplemente no eran tenidos en cuenta. Las mujeres en la cocina y los niños lejos de los mayores; aquellas sin poder ejercer autonomía, éstos una molestia que poco o nada cuenta.
Al unirlos Jesús en su respuesta está diciendo que para Dios los últimos son los preferidos. Las mujeres, repudiadas o por repudiar, y los niños mantenidos alejados son para Jesús la concreción de lo que Dios más ama. Y con su cercanía hacia las personas que aquella sociedad marginaba, -enfermos, mujeres, pecadores, Zaqueo, la adúltera, María Magdalena…-, da signos claros de que él ha venido para estar entre los últimos, para rescatar lo que estaba perdido, para ocupar el puesto de los servidores, porque servir es la actitud y el valor que hace no sólo posible, sino real el mundo nuevo que él denomina Reino de Dios.
Como los discípulos que le regañaban, también nosotros podemos sentirnos molestos con Jesús que dejaba que los niños se le subieran encima. Pero él nos dice una vez más, y muy seriamente: -«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no estará en él».

Domingo 26º del Tiempo Ordinario

 
Evangelio significa "buena noticia". Y buena noticia fue Jesús para aquellos hombres y mujeres del siglo primero que escucharon su voz, fueron curados de sus enfermedades, y se libraron de esclavitudes diversas.
El evangelista Marcos cuenta hoy cómo había otra gente que en nombre de Jesús, sin ser del grupo pero siguiendo su intención de amor desinteresado, también libraban del mal a otras personas.
Estos liberadores paralelos al Señor, fueron evangelio, buena noticia, para sus contemporáneos; no pertenecían al grupo oficial de sus seguidores, pero en el fondo estaban con él, a su favor, porque estaban a favor del ser humano.
Los discípulos mostraron sus reservas, pero Jesús les abrió el corazón para que comprendieran que quien ama de verdad a sus semejantes, está con él.
¡Cuántos cristianos anónimos hay por todas partes! Curan la soledad de los ancianos, rellenan un impreso a quien no ve o no sabe, amortiguan el sufrimiento con su saber estar, olvidan la ofensa y no buscan vengarse, luchan en asociaciones por mejorar la sociedad, en los colegios por una formación más armoniosa, en la calle gritando por tantos y tantas que no tienen voz o no se atreven…
Y podríamos dar nombres y apellidos de personas que "echan demonios en su nombre". Son personas “buena noticia”.
De este evangelio podemos participar todos. Especialmente nosotros, que nos hemos reunido aquí en el nombre del Señor Jesús, que oramos al Padre con su misma confianza, que le hemos escuchado, que hemos creído su buena noticia, que nos hemos alimentado con su misma vida.
Con toda humildad pidamos al Señor, que nos haga buena noticia, evangelio puro para nuestra familia, para nuestros vecinos, para nuestros amigos, para todas las personas que hoy, o mañana, o cualquier día, se encuentren con nosotros.
Y si somos buena noticia para otros, de ninguna manera seremos motivo de escándalo para nadie, y las palabras de Santiago no tendrán nada que recriminarnos.

Domingo 23º del Tiempo Ordinario



Seguir a Jesús no es obligatorio. Es una decisión libre de cada uno. Pero no es suficiente hacer confesiones fáciles  de estilo “estoy bautizado”, “cristiana fue mi familia desde siempre”, “aquí todo el mundo lo es”, “cumplo lo que está mandado”, “estudié en un colegio religioso”, “no practico pero creer vaya si creo”, etc. Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano, digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas: Primero, renunciar a proyectos o planes que se oponen al reino de Dios, dicho de forma negativa; o en positivo: apostar por el reino de Dios y su justicia. Segundo, aceptar los sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su causa.
A Jesús hay que tomárselo en serio. Y al hacer esta afirmación hay que tentarse mucho la ropa, porque puede decirse mirando a los demás y volverse luego contra uno mismo.
Porque podemos ser cristianos de pacotilla, o de horca y chuchillo, por mirar los dos extremos del mismo error. De los que figuran y hacen bulto, pero están a su bola. O de los que inquisitorialmente juzgan y condenan a cualquiera que viva y piense de otra forma.
El problema gordo del que trata hoy el evangelio es el que encarna Pedro, que se pone a la cabeza para que todo el mundo, incluido Dios mismo, haga lo que a él le parece. Y no. Ese no es nuestro puesto, está reservado para Jesús. Y los demás, todos y todas, detrás de él.
Y quien está el primero de la fila, o sea Jesús, es tanto Dios como ser humano. Esa es nuestra gloria, pero es también nuestro calvario. Porque no sabemos manejarnos o no queremos. O bien le quitamos la divinidad, y le miramos como un líder más, de los muchos que ha habido. O bien le borramos la humanidad, porque no le queremos tan rebajado, y le convertimos en un ídolo.
En ambos casos hemos hecho de Jesús un títere sin cabeza, que manejamos a nuestra conveniencia.
Hemos de tomar a Jesús en serio, nada de bromas ni de ligerezas; mucho menos manipularlo como coartada o como amenaza.
¿Cómo acertaremos? Está bien saberse el catecismo, está muy bien. Y recitar el Credo. Y obedecer a la Iglesia. Pero está mucho mejor atender a lo que nos dice Santiago, por un lado: «Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras y yo, por las obras, te probaré mi fe».
Y Jesús por otro: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará».

Domingo 23º del Tiempo Ordinario

 
El suceso que narra el evangelio que acabamos de escuchar bien puede ser una parábola elocuente de nuestro mundo. En la era de las comunicaciones, llevando todos en el bolsillo el móvil y estando conectados a la red de redes, como llaman a internet, es posible que existan muchos que no participen de esa comunicación porque tengan los oídos cerrados y la lengua atada. Además de los que padecen esa minusvalía, y que por otra parte ya se esfuerzan ellos mismos por ­-aún así- entablar relación como sea, existe una multitud ingente que ni oye ni habla, o que oye sin oír y habla sin decir nada.
Engrosan este colectivo los que no participan en nada porque viven a su aire, encerrados en su mundo; los que se niegan a colaborar con lo que sea; los que aceptan buenamente lo que se les de, sin ansiar ni pretender más; los que están en contra de todo, pero tampoco están a favor de nada. Y también están, finalmente, los que han sido callados y ensordecidos, los que no cuentan sino para chuparles la vida.
Necesitan que alguien con autoridad les grite: “Abríos”. Que los sordos oigan y los mudos hablen es hacerles libres. Y la libertad parece ser una lucha todavía por resolver en nuestro mundo.
Tal vez también nosotros estemos necesitados de que se nos grite “effetá”, para…
Que los sordos dejen de hacerse los sordos,
que se limpien los oídos
y salgan a las plazas y caminos,
que se atrevan a oír lo que tienen que oír:
el grito y el llanto, la súplica y el silencio
de todos los que ya no aguantan.
Que los mudos tomen la palabra
y hablen clara y libremente
en esta sociedad confusa y cerrada,
que se quiten miedos y mordazas
y se atrevan a pronunciar las palabras
que todos tienen derecho a oír:
las que nombran, se entienden y no engañan.
¡Danos oídos atentos y lenguas desatadas!
Que nadie deje de oír el clamor de los acallados,
ni se quede sin palabra ante tantos enmudecidos.
Sed tímpanos que se conmuevan para los que no oyen.
Palabras vivas para los que no hablan.
Micrófonos y altavoces sin trabas ni filtros
para pronunciar la vida,
para escuchar la vida y acogerla.
¡Que los sordos oigan y los mudos hablen!
Que se rompan las barreras
de la incomunicación humana
en personas, familias, pueblos y culturas.
Que todos tengamos voz cercana y clara
y seamos oyentes de la Palabra en las palabras.
Que construyamos redes firmes
para el diálogo, el encuentro y el crecimiento
en diversidad y tolerancia.
¡Danos oídos atentos y lenguas desatadas!
Que se nos destrabe la lengua
y salga de la boca la Palabra inspirada.
Que se nos abran los oídos para recibir
la Palabra salvadora, ya pronunciada,
en lo más hondo de nuestras entrañas.
Que se haga el milagro en los sentidos
de nuestra condición humana
para recobrar la dignidad y la esperanza.
Para el grito y la plegaria,
para el canto y la alabanza,
para la música y el silencio,
para el monólogo y el diálogo,
para la brisa y el viento,
para escuchar y pronunciar tus palabras,
aquí y ahora, en esta sociedad incomunicada.
Tú que haces oír a sordos y hablar a mudos…
¡Danos oídos atentos y lenguas desatadas!
(Florentino Ulibarri, Al viento del Espíritu)

También en la Iglesia padecemos de falta de comunicación. Se hace imprescindible recuperar el bautismo como momento en el cual todos hemos sido convocados a escuchar y a hablar, a recibir y a entregar, a disfrutar y a colaborar, en apertura al Espíritu de Jesús y a nuestros hermanos y hermanas, con los que tenemos que realizar el siempre difícil juego de la libertad.

Domingo 22º del Tiempo Ordinario


El mensaje total de la liturgia que estamos celebrando se puede resumir en: tenemos que ser personas auténticas y vivir en autenticidad.

Este ha sido un problema de muy difícil solución en la historia de la Iglesia. Las respuestas que se han dado variaban según las épocas y casi siempre las exageraciones han producido el efecto del péndulo, con grave escándalo para los sencillos.

Hoy, en la Iglesia, también vivimos las consecuencias de ese proceso, que aunque parece estar tan claro en la Palabra de Dios, sin embargo a la hora de discernir en la vida concreta no lo es tanto.

A una época de apertura al mundo y a sus problemas, de diálogo dentro de la misma Iglesia y de corresponsabilidad, tal vez sigue otro momento de cerrazón y opacidad, de falta de comunicación y de cierto autoritarismo. Son esos vaivenes de los que es muy difícil librarse.

Y la pregunta se vuelve a repetir: ¿en qué consiste auténticamente el cristianismo?

Y las respuestas también se vuelven a repetir según quien responda:

- la vuelta a los ritos más solemnes, el cumplimiento de preceptos y obligaciones,

- o, celebraciones sacramentales más preparadas y participadas, mayor compromiso con el mundo y sus problemas…

Un vino de marca, por ejemplo, es auténtico cuando lo que se anuncia en la botella coincide con el contenido. Cuando hay coherencia entre el ser y el parecer, entre el decir y el hacer.

Una persona cristiana es auténtica cuando, a ejemplo del mismo Jesucristo, practica la religión auténtica: vivir el amor hasta sus últimas consecuencias. Esto es lo que hoy se nos quiere decir con eso de visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo.

Nuestro Dios no mira las apariencias, sino el corazón. Por tanto, lo verdaderamente preocupante, no está en el entorno exterior, sino en nuestras intenciones y en nuestra disposición del ánimo.

Que la palabra de Dios que hemos escuchado, y esta celebración de la presencia de Jesús entre nosotros, no nos permita vivir tranquilos, creyéndonos justos porque somos cumplidores y no nos metemos con nadie.

Que el Señor haga de nosotros cristianas y cristianos auténticos con denominación de origen.

Domingo del Corpus Christi




 
Todos los cristianos lo sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un "refugio religioso" que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por todas partes. A veces somos sensibles a lo que afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir celebrando rutinariamente la misa, sin escuchar las llamadas del Evangelio.

El riesgo siempre es el mismo: Comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón, sin preocuparnos de comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de futuro.

En los próximos años se van a ir agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada de medidas que se nos dictan de manera inapelable e implacable irán haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de nuestro entorno más o menos cercano se van empobreciendo hasta quedar a merced de un futuro incierto e imprevisible.

Conoceremos de cerca inmigrantes privados de asistencia sanitaria, enfermos sin saber cómo resolver sus problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad, personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro nada claro... No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de siempre o nos hacemos más solidarios.

La celebración de la eucaristía en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación. Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear fraternidad.

No es normal escuchar todos los domingos a lo largo del año el Evangelio de Jesús, sin reaccionar ante sus llamadas. No podemos pedir al Padre "el pan nuestro de cada día" sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e indefensos ante la crisis.

José Antonio Pagola

La Ascensión del Señor

 
Según los evangelios, tras la ascensión del Señor, los discípulos se dispersaron por la tierra predicando la Buena Noticia del Reino y contando cuanto junto a Jesús habían visto y oído; lo que aprendieron y descubrieron lo anunciaron sin medida, y su testimonio se vio compensado con un éxito arrollador, según cuenta el Libro de los Hechos de los Apóstoles.

La Iglesia mantenía vivo su mensaje y su recuerdo se hacía presente allá donde iba cualquier cristiano o cristiana.

Hoy, sin embargo, a Jesús lo vivimos más como ausencia que como presencia; aquella Iglesia joven y entusiasta, es ahora una envejecida institución que llega, sí, a todo el mundo, pero que ha perdido el arrojo y se ha acomodado al engranaje lento y pesado de lo organizado y bien atado; nuestra fe se ha ido ritualizando y ya sólo sabemos de oídas y por personas interpuestas, a través de catequesis y sermones.

El Evangelio ha quedado para una gran mayoría en unas lecturas litúrgicas que en lenguaje antiguo, dicen poco o casi nada.

Y necesitamos volver a descubrir a Jesús. Y no nos debe valer sólo lo que nos digan otros. Hemos de hacerlo por nosotros mismos.

El Concilio Vaticano II puso en primer lugar el Evangelio, al alcance de todos los cristianos, rompiendo una inercia de siglos en sentido contrario. Solo la experiencia directa e inmediata del Evangelio puede revitalizar nuestra fe y la de la Iglesia, vino a decir.

Han pasado cincuenta años de esto, y estamos como estamos.

Jesús no puede seguir desaparecido. Y estará ausente en la medida en que nosotros, los creyentes en él y en el Reino que anunció, sigamos distantes de ese conjunto de dichos y hechos de Jesús, transmitido hasta nosotros por un grupo entusiasta de convencidos cristianos, que creyeron con todas sus ganas en el Dios encarnado, Dios con nosotros, y nos lo han ofrecido para que también nosotros nos acerquemos a esos escritos y bebamos de ellos, y sean la matriz originaria de nuestra fe.

Sólo de esta manera, por atracción más que por obligación, por irradiación y contagio, no por imposición, el suave olor de la presencia de Jesús inundará de suave fragancia nuestras vidas, por más que el medio en que nos encontremos sea frío, y tan poco propicio.

Si nos toca predicar el Evangelio, y ese es el encargo que nos dejó Jesús, el primer paso y del todo necesario es acercarnos a él, leerlo y asumirlo.

Música Sí/No