Domingo 34º del Tiempo Ordinario. Jesucristo, Rey del Universo


La fiesta de Jesucristo Rey del Universo ha dejado de asustar a muchos, pero sigue todavía encandilando a quienes piensan que para ser eficaces en este mundo hay que usar los instrumentos de este mundo. De ahí que siga dándose eso de coger y usar el poder, la fuerza, las relaciones políticas, la geoestrategia, las alianzas entre los imperios, dentro de la Iglesia de Jesús. Y de esa manera la Iglesia se parece más a otro imperio de este mundo que al Reino que Jesús anuncia, que vino a servir, no a mandar, y a dar la vida por muchos, no a vivir a costa de ellos.
Que Jesucristo es rey lo dice él mismo ante Pilato. Nunca lo reconoció ante la gente, ni siquiera consintió que le aclamaran salvo al final, frente a las  murallas de Jerusalén.
Jesús es rey porque busca la Verdad. La que Pilato no quiso atender, la que despreció porque no le servía para dominar y avasallar.
Jesús es rey porque tiene a todo ser humano en el corazón. Porque busca que Dios esté en todos de tal manera que todos lo reconozcamos y nos alegremos.
Jesús es rey porque nada ni nadie puede hacerle competencia. Sólo él satisface todas nuestras ansias. Sólo en él podemos descansar confiadamente. Sólo Jesús es camino para llegar hasta Dios. Sólo en Jesús Dios se ha mostrado de modo inefable y total.
Jesús es rey porque es el que Vive y vivifica todo, y hacía él y en él confluirán todos los pueblos, todos los seres humanos, todo lo creado.
Que Jesús es nuestro rey significa que aceptamos sus bienaventuranzas y que nos hacemos pobres, limpios, compañeros de tristeza y llanto, defensores de la justicia, constructores de la paz, transformadores de este mundo, enemigos y combatientes de las fuerzas del mal que nos asuelan, porque creemos que el Reino de Dios está ya en nosotros.
Que Jesús es nuestro rey nos lleva a reconocer que esto aún requiere del esfuerzo y compromiso de todos, porque aún está distante del sueño eterno de Dios sobre nuestro mundo, el que creó para seguir sintiéndose satisfecho de su obra.
Cristo es rey porque es el testigo de la Verdad; no de cualquier verdad, de pequeñas y grandes mentiras cuyo objeto es defender los derechos adquiridos de los poderosos. Jesús es el profeta de la verdad de Dios, verdad que nos es exigible a todos los humanos para no volver a la barbarie, a la inhumanidad: su preferencia por los excluidos, por los amordazados, hacia los arrojados a la desesperanza por ser débiles e indefensos.
Jesús es rey, y quienes le seguimos hemos de escuchar su voz y salir instintivamente en su defensa y ayuda. Quien es de la verdad escucha su voz.
El próximo domingo entramos en adviento, pero hoy proclamamos que Cristo es Rey y Señor del universo, y hace de nosotros, los bautizados en él, sacerdotes de su reino en el Espíritu Santo, para gloria de Dios Padre.

Domingo 33º del Tiempo Ordinario


Con unos textos bíblicos duros de roer y que han propiciado a lo largo de la historia las más variadas y variopintas escenas del final del mundo, la liturgia nos sitúa ante lo que celebraremos el próximo domingo, la festividad de Jesucristo rey del universo. No esperéis que hable de cataclismos y caídas de estrellas, aunque Jesús, utilizando el lenguaje apocalíptico, lo cite ante las preguntas de sus contemporáneos, muy preocupados por el futuro ante la dura realidad que estaban viviendo.
Aunque actualmente también se anuncien cosas extraordinarias para acabar con la angustia y la zozobra que la crisis económica y de todo tipo está produciendo entre nosotros, nosotros debiéramos atender a tres frases que me parecen especialmente significativas en estas lecturas de hoy.
La primera es de la carta a los Hebreos: “Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”.
Jesús dice en el evangelio de Marcos las otras dos: “Mirad los brotes que ya le apuntan a la higuera”, y “El día y la hora sólo lo sabe el Padre”.
En síntesis y resumen, dicen lo siguiente: En todo momento nuestra vida -todas las vidas, toda vida- está habitada por Dios; en lo bueno y en lo malo. No es él la causa ni de lo uno ni de lo otro, sino la fuerza interior que nos ayuda a sobrellevarla, a celebrarla, a sufrirla, a superarla. Todo pasará, pero todo quedará, porque esa savia que corre por nuestro interior es fuerza divina.
Vivamos en esperanza y decisión, ahí están esas yemas de la higuera a punto de reventar.
Vivamos confiadamente en el amor; estamos redimidos, no hace falta asegurarnos un futuro que ya nos ha sido dado.
Vivamos en libertad y compromiso, haciendo del momento que vivimos Reino de Dios, donde los que lloran, los que pasan hambre, los perseguidos por causa de la justicia, los pobres y los limpios de corazón sean los preferidos y los bienaventurados.
Lo que no está en nuestras manos, está en las manos de Dios.
La Iglesia está en las manos de ambos, de Dios y de todos nosotros. Hoy es el día de la Iglesia Diocesana. Desde ella hacemos un mundo mejor, estoy convencido plenamente. A pesar de sus enormes fallos, tiene también en su haber grandes logros. Somos todos nosotros, la formamos una multitud; es nuestra alegría y nuestra corona. Corre a cargo del Espíritu y de nuestra fe y compromiso. Considerarla nuestra, construirla y mantenerla entre todos, y orar con ella y desde ella nos configura como discípulos y discípulas de Jesús.
Tengamos bien seguro que Cristo siempre estará con su Iglesia, que la Iglesia siempre estará al lado de Cristo.

Domingo 32º del Tiempo Ordinario


En cierta ocasión tuvimos que interceder desde la parroquia por unos niños que iban al colegio sin los libros que les eran requeridos. ¿No tienen para comprar el material escolar y vienen vestidos con ropa de marca? Les hicimos ver que recibían ropa usada y juntos solucionamos el problema. Aquella historia pasó, pero vuelve a repetirse con alguna que otra frecuencia.
Tenemos un problema de difícil solución.
Si hubiéramos estado junto a Jesús observando a la gente que frecuentaba el templo de Jerusalén puede que no coincidiéramos con su apreciación. Veamos.
Una anciana entra en silencio, en tanto el público va depositando su ofrenda en el arca de los dineros. Las monedas caen haciendo ruido, más las más gordas, algo menos las pequeñas; de vez en cuando el sonido parece una catarata porque van de golpe varias. La mujer no hace ruido y casi pasa desapercibida. Pero la vemos. ¿Qué pensaríamos?
. Que tiene para dar; luego que no pida.
. Que haría mejor en usar ese dinero para ir mejor vestida
. Que su ayuda es tan pequeña que ni la contamos.
No lejos están los escribas, los oficiales del templo y los sacerdotes y levitas. Entran como pavos reales, con sus ropajes orlados de piadosas frases en los bordes, mostrando qué importantes son y cuánto honor se les debe.
Jesús intenta dirigir nuestra mirada, porque mirar sí que miramos, pero lo hacemos con prejuicios y desde nuestra actitud egoísta.
Miramos con mirada interesada, y vemos sólo aquello que queremos. De esa manera tal vez perdemos la oportunidad de ver y descubrir cosas bien importantes.
La Palabra de Dios no sale de su boca en balde: vuelve a Él después de haber dejado una huella profunda en quien la escucha. Y lo que hemos escuchado esta mañana no nos deja indiferentes.
Dios mira al fondo de las personas. Le dan igual las apariencias, el envoltorio y las luces de colores; tampoco le importan los vestidos, la posición social o el aplauso de las multitudes. Dios ve en el corazón.
Igual que Dios miró el gesto callado de dos viudas que dieron cuanto tenían, también ahora mira nuestros corazones, donde se manifiesta lo que en verdad somos y queremos ser.
Dios nos mira y nos invita a ser así: limpios de corazón, desprendidos, serviciales, generosos; y a tener una mirada como la suya, para no perdernos lo más profundo y hermoso que tiene esta vida que Él nos regala.
Dejemos que nuestra mirada se vaya transformando y llegue a ser tan misericordiosa como la de Dios. Así sabremos qué actitudes debemos tener ante lo que vemos, valoraremos lo que de verdad merece la pena y apreciaremos cuanto de evangélico hay en nuestra Iglesia más allá de las apariencias: mujeres y hombres de fe sencilla y corazón generoso que no escriben libros ni pronuncian sermones, pero son los que mantienen vivo entre nosotros el Jesús del Evangelio. De ellos hemos de aprender los demás, incluidos presbíteros y obispos.

Domingo 31º del Tiempo Ordinario



Sería interesante recordar ahora aquel refrán del herrero que, machacando el hierro, olvidó el oficio. Porque viene a cuento con el evangelio de hoy. Un hombre religioso y sabio, un escriba, pregunta a Jesús cuál es lo más importante de toda la religión. Quien recitaba diariamente dos veces una plegaria que encierra toda la fe judía, no terminaba de caer en la cuenta de lo que estaba repitiendo desde su más tierna infancia: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.»
Jesús le hace ver lo que el escriba miope pasaba por alto. Pero le añade una posdata: amar al prójimo como a uno mismo se funde con el amor a Dios, haciendo así el mandamiento mayor que cualquier otro.
Yo no sé si ahora alguien se hace este tipo de preguntas, pero presumo que somos muchos los que estamos preocupados por si acertamos o no en esto de ser cristianos, seguidores de Jesús, constructores del Reino de Dios. La duda va siempre con nosotros, y podemos quedarnos cortos o pasarnos de rosca.
Ya rezamos, dirán unos. Nosotros hacemos obras de misericordia, contestarán otros. Y también habrá quienes respondan que obedeciendo cumplen con todo.
Jesús une en su persona todo ello, y pone su vida al descubierto para que nosotros aprendamos de él, que es camino, verdad, vida.
“Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser”. Sin mediocridad ni cálculos interesados. De manera generosa y confiada.
“Amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos”. No hay que buscar la medida demasiado lejos; tampoco el prójimo tiene que estar en las antípodas. Vale el que está a nuestro lado. Precisamente ahí es donde hemos de mirar.
Jesús se ofreció obedeciendo al Padre. Así nos redimió. De esta manera insuperable es nuestro sumo sacerdote.
Es importante estar a la escucha de Dios, como Jesús. Cuando dejamos que nos hable el verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es propiamente una orden, no es ni ley ni precepto obligatorio. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio último de la vida: “Amarás”. En esta experiencia, no hay intermediarios religiosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar.
No siempre cuidamos los cristianos la síntesis de la vida de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor; ignoramos el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la religión. Es importante que nos preguntemos, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espaldas a los que sufren?

Conmemoración de todos los fieles difuntos

 
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.

Así de bien se expresaba Martín Descalzo, cuando ya prácticamente desahuciado, esperaba el fin de su enfermedad de curación imposible.
Y así, con estas palabras y los sentimientos que se suponen están detrás de ellas, Martín Descalzo se añadía a la larga cadena de creyentes que han esperado el fin de su vida por esta tierra anhelando la vida plena del Reino del Padre.
De esta madera, de esta pasta, están hechos los santos.
¡Ojalá todos los muertos murieran con esta fe!
Pero la fiesta que hoy celebramos no nos autoriza a pensar que haya sido así. ¡Cuántos han muerto y su memoria está borrada! ¡Muertos con odio, enterrados en fosas comunes, masacrados! ¡Muertos contra su voluntad, por negligencias o accidentes evitables, en soledad, en la flor de su vida, apenas nacidos, como carne de cañón…!
Englobarlos a todos ellos en una día, el de todos los difuntos, no hace justicia a su destino. Como no lo hace el llevar flores a los cementerios a quienes no se ha atendido en vida. Tampoco lo hace escribir sus nombres en mausoleos, recordando las circunstancias trágicas o gloriosas de su muerte, en tanto no se planteen condiciones claras y precisas que impidan que se vuelvan a dar esas circunstancias.
Nosotros ni sabemos ni podemos resolver la tremenda injusticia que supone la muerte para la gran mayoría de los mortales.
Cristo y el Padre que lo arrancó de las garras del abismo, tienen, sin embargo, mucho que decir. Callemos nosotros y que hablen ellos. En la escucha de la palabra del resucitado iremos madurando; no sólo reconoceremos nuestra debilidad y decadencia frente a nuestra propia muerte, sino que cobraremos confianza en quien siempre ha sido nuestro valedor, aquel de cuya santidad participamos por gracia suya y desmerecimiento nuestro. El Señor, que siempre nos lleva de la mano y que nos rodea con su cariño, ya sabrá lo que tiene que hacer.
Ayer escuchamos “Bienaventurados vosotros…” de boca de Jesús. Hoy nos dice el Señor “Venid, benditos de mi Padre…” Confiando en Él, no equivocaremos el camino. Nos llevará por los mejores pastos y nos conducirá a los manantiales más frescos.

Música Sí/No