Domingo después de la Natividad. La Sagrada Familia



La fiesta de hoy no puede hacernos olvidar las palabras del anciano Simeón, cuando José y María van a presentar a su hijo, Jesús, como era tradición en Israel: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma».
Ante la presencia del niño, el profeta reconoce que ha llegado el momento culminante largamente esperado: la promesa de Dios se cumple, el Mesías está ya, pero no va a ser como se le había imaginado, será causa de salvación, pero también de contradicción y ruptura. Nada va a ser igual a partir de ahora, habrá quien le acepte y habrá quien le rechace.
Eso mismo escuchamos la mañana de Navidad: la luz llegó, pero la tiniebla se resistió.
También tiene palabras para María: ella va a estar en medio de esa contradicción que Jesús va a provocar. Y el amor que representa ella se va a ver envuelto en sufrimiento.
- sufrimiento por la división y ruptura del pueblo judío;
- sufrimiento por la conspiración y condena del hijo;
- sufrimiento por la cruz que también a ella va a alcanzar.
María encarna el sufrimiento en el amor, o el amor en el sufrimiento. Y en ello nos da ejemplo: al amor humano implica renuncia, silencio, esfuerzo, aceptación, dejar que Otro actúe: «mis planes no son vuestros planes, mis caminos no son vuestros caminos».
Es la consecuencia lógica de sus palabras: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra».
No es fácil entender los planes de Dios. Ni siquiera María “entiende”. Pero hay tres exigencias fundamentales para entrar en comunión con Dios: 1) Buscarlo (José y María “se pusieron a buscarlo”); 2) Creer en Él (María es “la que ha creído”); y 3) Meditar la Palabra de Dios (“María conservaba esto en su corazón”).
Así aquellas tres personas, la familia de Nazaret, aceptando ser cooperantes del plan de Dios, son hoy para todos nosotros Sagrada Familia.

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