Ayer hablamos de la santidad que nos
llena y al mismo tiempo nos lleva, y tira de nosotros, es esa experiencia vital
de Jesús y también de nosotros del Abba. Abba, Dios, mujer, Padre y Madre, que
se conmueve hasta en sus entrañas cuando su criatura le reclama.
A este Abba clamó Jesús desde la cruz.
Y este Abba se conturbó y hasta lloró cuando murió Jesús, el Hijo.
¡Cómo no vamos a llorar nosotros,
cuando lo que queremos se nos muere! Seríamos inhumanos si no lo hiciéramos.
Por eso, hoy, recordamos a todos los
difuntos, ellas y ellos, niños y mayores, que no importa cómo fue, pero se
fueron.
Pero el Abba después de llorar, gritó
como antes había gritado. ¡Este es mi hijo, el predilecto! Y lo resucitó.
También el Abba ha resucitado a cuantos murieron. Por eso debemos estar
tranquilos, que no les pasa nada, que están bien.
Ellos pasaron a mejor vida, a la vida
fetén, al cielo que decimos, esté donde esté. Y pasaron para una vida que ya no
morirá.
Por eso debemos estar también hoy
alegres con la misma alegría de ayer. Porque el que nos hace santos también nos
hace eternos.
Seríamos unos insensatos si no
aprendiéramos una lección de este día. Y esa lección es varia:
1. La vida es misterio. La muerte
también. Vivamos el misterio con respeto, en oración, en compromiso, en
comunidad, en humanidad.
2. Somos de memoria frágil, recordamos
hasta donde recordamos. Pero Dios no olvida, confiemos en Él.
3. Dios también llora cuando muere
alguno de sus hijos e hijas. Ahora alguien quiere recordar nuestro pasado más
cruel, la guerra incivil tildada de santa cruzada. Lloremos también si es
preciso, que alivia, pero sobre todo recordemos para no volver a lo mismo de
antaño.
4. Morir está ahí, es inevitable.
Vivamos el presente con honradez y en precario, que va a durar lo que va a
durar.
5. Alguien dijo: ¡Aquí nos salvamos
todos o no se salva ni dios! Pues que sea así, Amén. Pero ese dios con
minúscula es el Abba que nos quiere y que nos apremia a vivir con una vida con
mayúsculas.