Domingo 23º del Tiempo Ordinario

 
El suceso que narra el evangelio que acabamos de escuchar bien puede ser una parábola elocuente de nuestro mundo. En la era de las comunicaciones, llevando todos en el bolsillo el móvil y estando conectados a la red de redes, como llaman a internet, es posible que existan muchos que no participen de esa comunicación porque tengan los oídos cerrados y la lengua atada. Además de los que padecen esa minusvalía, y que por otra parte ya se esfuerzan ellos mismos por ­-aún así- entablar relación como sea, existe una multitud ingente que ni oye ni habla, o que oye sin oír y habla sin decir nada.
Engrosan este colectivo los que no participan en nada porque viven a su aire, encerrados en su mundo; los que se niegan a colaborar con lo que sea; los que aceptan buenamente lo que se les de, sin ansiar ni pretender más; los que están en contra de todo, pero tampoco están a favor de nada. Y también están, finalmente, los que han sido callados y ensordecidos, los que no cuentan sino para chuparles la vida.
Necesitan que alguien con autoridad les grite: “Abríos”. Que los sordos oigan y los mudos hablen es hacerles libres. Y la libertad parece ser una lucha todavía por resolver en nuestro mundo.
Tal vez también nosotros estemos necesitados de que se nos grite “effetá”, para…
Que los sordos dejen de hacerse los sordos,
que se limpien los oídos
y salgan a las plazas y caminos,
que se atrevan a oír lo que tienen que oír:
el grito y el llanto, la súplica y el silencio
de todos los que ya no aguantan.
Que los mudos tomen la palabra
y hablen clara y libremente
en esta sociedad confusa y cerrada,
que se quiten miedos y mordazas
y se atrevan a pronunciar las palabras
que todos tienen derecho a oír:
las que nombran, se entienden y no engañan.
¡Danos oídos atentos y lenguas desatadas!
Que nadie deje de oír el clamor de los acallados,
ni se quede sin palabra ante tantos enmudecidos.
Sed tímpanos que se conmuevan para los que no oyen.
Palabras vivas para los que no hablan.
Micrófonos y altavoces sin trabas ni filtros
para pronunciar la vida,
para escuchar la vida y acogerla.
¡Que los sordos oigan y los mudos hablen!
Que se rompan las barreras
de la incomunicación humana
en personas, familias, pueblos y culturas.
Que todos tengamos voz cercana y clara
y seamos oyentes de la Palabra en las palabras.
Que construyamos redes firmes
para el diálogo, el encuentro y el crecimiento
en diversidad y tolerancia.
¡Danos oídos atentos y lenguas desatadas!
Que se nos destrabe la lengua
y salga de la boca la Palabra inspirada.
Que se nos abran los oídos para recibir
la Palabra salvadora, ya pronunciada,
en lo más hondo de nuestras entrañas.
Que se haga el milagro en los sentidos
de nuestra condición humana
para recobrar la dignidad y la esperanza.
Para el grito y la plegaria,
para el canto y la alabanza,
para la música y el silencio,
para el monólogo y el diálogo,
para la brisa y el viento,
para escuchar y pronunciar tus palabras,
aquí y ahora, en esta sociedad incomunicada.
Tú que haces oír a sordos y hablar a mudos…
¡Danos oídos atentos y lenguas desatadas!
(Florentino Ulibarri, Al viento del Espíritu)

También en la Iglesia padecemos de falta de comunicación. Se hace imprescindible recuperar el bautismo como momento en el cual todos hemos sido convocados a escuchar y a hablar, a recibir y a entregar, a disfrutar y a colaborar, en apertura al Espíritu de Jesús y a nuestros hermanos y hermanas, con los que tenemos que realizar el siempre difícil juego de la libertad.

Música Sí/No