Domingo 23º del Tiempo Ordinario



Seguir a Jesús no es obligatorio. Es una decisión libre de cada uno. Pero no es suficiente hacer confesiones fáciles  de estilo “estoy bautizado”, “cristiana fue mi familia desde siempre”, “aquí todo el mundo lo es”, “cumplo lo que está mandado”, “estudié en un colegio religioso”, “no practico pero creer vaya si creo”, etc. Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano, digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas: Primero, renunciar a proyectos o planes que se oponen al reino de Dios, dicho de forma negativa; o en positivo: apostar por el reino de Dios y su justicia. Segundo, aceptar los sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su causa.
A Jesús hay que tomárselo en serio. Y al hacer esta afirmación hay que tentarse mucho la ropa, porque puede decirse mirando a los demás y volverse luego contra uno mismo.
Porque podemos ser cristianos de pacotilla, o de horca y chuchillo, por mirar los dos extremos del mismo error. De los que figuran y hacen bulto, pero están a su bola. O de los que inquisitorialmente juzgan y condenan a cualquiera que viva y piense de otra forma.
El problema gordo del que trata hoy el evangelio es el que encarna Pedro, que se pone a la cabeza para que todo el mundo, incluido Dios mismo, haga lo que a él le parece. Y no. Ese no es nuestro puesto, está reservado para Jesús. Y los demás, todos y todas, detrás de él.
Y quien está el primero de la fila, o sea Jesús, es tanto Dios como ser humano. Esa es nuestra gloria, pero es también nuestro calvario. Porque no sabemos manejarnos o no queremos. O bien le quitamos la divinidad, y le miramos como un líder más, de los muchos que ha habido. O bien le borramos la humanidad, porque no le queremos tan rebajado, y le convertimos en un ídolo.
En ambos casos hemos hecho de Jesús un títere sin cabeza, que manejamos a nuestra conveniencia.
Hemos de tomar a Jesús en serio, nada de bromas ni de ligerezas; mucho menos manipularlo como coartada o como amenaza.
¿Cómo acertaremos? Está bien saberse el catecismo, está muy bien. Y recitar el Credo. Y obedecer a la Iglesia. Pero está mucho mejor atender a lo que nos dice Santiago, por un lado: «Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras y yo, por las obras, te probaré mi fe».
Y Jesús por otro: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará».

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