Domingo de Ramos


     Las palabras de San Pablo, sobrias y concisas, de la segunda lectura contienen todo el mensaje cristiano que venimos desarrollando en la liturgia durante todo el año. Es la primera predicación que nace de la Pascua y que repiten una y otra vez los discípulos de Jesús.


     Hoy volvemos a escucharlo como preámbulo de estos días largos de rito y escenografía religiosa que condensan el momento crucial de la historia de nuestra salvación.

     La vida de Jesús, sus enseñanzas, sus hechos sanadores, sus comidas abiertas a las gentes, su trato asiduo con pecadores públicos, mujeres marginadas, enfermos impuros y desarrapados labriegos injustamente explotados por las instancias políticas y religiosas, la nueva manera de hablar de Dios y el trato que él mismo tiene con el Abba, le llevan inevitablemente a morir matado por el sistema que no tolera ni consiente que las normas establecidas se pongan en entredicho.

     Ese final de Jesús es lo que vamos a recordar durante estos días. Al pasar todo esto por el corazón, que eso es recordar, tendremos la oportunidad de vivirlo dentro de nosotros mismos, y no como meros curiosos de la historia ni como simples espectadores.

     Todas y cada una de la celebraciones de estos días apelan a nuestra fe, pero sobre todo removerán nuestro amor, para afianzar nuestra esperanza.

     Acompañando a Jesús es su pasión iremos descubriendo que si era inevitable su muerte para contrarrestar su mensaje subversivo, él mismo se adelanta a ofrecer su vida en sacrificio expiatorio y redentor. Dios Padre no desea su muerte, pero la acepta; tampoco la consiente, sino que la padece; y mucho menos la exige, porque la llora.

     En la noche de Pascua, y sin atisbo de violencia, se nos desentrañará el misterio del Señor Jesús, a quien el amor de Dios arranca de la muerte para confirmarlo como el Camino, la Verdad y la Vida. En Jesús resucitado todos los seres humanos tenemos acceso a Dios, y para siempre.

     Antes está la cruz. Terrible misterio e ineludible realidad. Bendita, a pesar de todo, porque esa cruz, se nos ha vuelto redención y es nuestra seña de identidad. La cruz nos hace presente la voluntad de Dios de recorrer y acompañar nuestro camino, de vivir nuestra experiencia desde la total humillación para poder dar una palabra de aliento a los abatidos, vida a los muertos y buena noticia a los que sólo conocen la negrura de su vida.

     La cruz es el fin de nuestras cadenas.

     Acerquémonos a los misterios de estos días santos con la esperanza que tira de nosotros desde el sábado de gloria.

Música Sí/No