Domingo de Pascua de Resurrección



El triduo sacro de nuestra fe comenzó el jueves, recordando los dos gestos de Jesús de aquella tarde entrañable, la fracción del pan y el lavatorio. Jesús trastocó de sentido un bocado de pan y un acto de limpieza y acogida, y nos dejó el mandato de perpetuar su memoria compartiendo el pan de vida-para la vida y gastando nuestra vida en el servicio a los hermanos.

El viernes la cruz ocupó del todo la jornada. Lo que en principio era el final, se nos descubrió como el misterio más profundo y más real de nuestra vida personal y colectiva, pero también como el punto en que se apoya Dios para reintegrarnos a lo que siempre hemos sido pero que tan poco hemos cuidado: la cruz que mata la vida, Dios la transforma en cruz redentora. También nos dejó una encomienda en aquella jornada: subir a todas las cruces con que nos encontramos, para descender de ellas a todos los crucificados.

Esta noche se cierra este triángulo de misteriosa imbricación de contrarios: muerte-vida, amor-desamor, luz-oscuridad, verdad-mentira, fraternidad-egoísmo.

Para experimentar lo que esta noche celebramos los cristianos no es suficiente repetir el artículo del credo que dice «y resucitó al tercer día», que aprendimos de pequeños de nuestros catequistas y que escuchamos después ya mayores en predicaciones y homilías.

La fe en Jesús resucitado no nacerá en nosotros de manera espontánea y natural porque hayamos sido bautizados, ni porque frecuentemos el templo y la liturgia.

Y tampoco lo alcanzaremos leyendo los periódicos y estando al tanto de lo que sucede en nuestro mundo, por más que ahí esté vivo y vivificante.

No fue así como María Magdalena y el grupo de mujeres alcanzaron al Jesús resucitado.

Ellas no se quedaron en casa, no esperaron paralizadas. Ellas salieron a buscarlo. Erraron en un principio, al acudir al sepulcro. Allí no estaba, no es lugar para quien está vivo. Dieron con él justo donde él les había dicho, caminando por Galilea, en medio de la vida.

Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar,

- allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores;

- allí donde se construyen comunidades que ponen a Cristo en su centro porque saben que, «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está él»;

- allí donde se busca una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto.

Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un "Jesús muerto". No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir.

Hermanos y hermanas: Jesús vive, ha resucitado; resucitemos con él y vayamos a su encuentro donde él quiere ser encontrado, en medio de la vida con nuestros hermanos.

Música Sí/No