Domingo 3º de Cuaresma



     Nuestro Dios es el que se manifiesta a Moisés y le apremia para que se ponga manos a la obra de sacar al pueblo de la esclavitud de Egipto. «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra…», dice el que se nombra a sí mismo como El que es; «Yo-soy», el Dios de vuestros padres, seguiré siendo vuestro Dios por todas las generaciones, viene a decirle.

     No será un dios alejado y extraño, sino tan cercano y tan íntimo que fue su sombra durante el día y su luz en la noche a lo largo de toda su historia.

     Por eso, cuando le comentan a Jesús un acto de represión policial contra unos galileos que estaban realizando un sacrificio en el templo, y Jesús recuerda un accidente en la construcción de una torre defensiva de la ciudad de Jerusalén, en la que murieron los albañiles que allí trabajaban, no están acusando a Dios de haber estado ausente, o negando su existencia por crueldad e ineficacia.

     Ante la pregunta provocadora de sus interlocutores, Jesús afirma que Dios no trae el mal ni la desgracia. Que tampoco es cierto que prosperar y tener buena salud sea señal de la bendición de Dios, por ser buena persona, y lo contrario, enfermar o fracasar sea castigo de Dios por el mal o los pecados cometidos.

     Jesús afirma categóricamente que la responsabilidad es de cada uno, de ahí que todos tengamos que convertirnos: vosotros no sois mejores y, si no cambiáis, también pereceréis.
 
     Al árbol se le conoce por sus frutos. De poco sirve tener una bonita presencia si a la hora de la cosecha no hay nada que recoger.
 
     Como remedando a San Pablo, en la segunda lectura, Jesús recuerda que Dios es clemente y compasivo, que sus entrañas son maternales y que nunca dejará en el olvido al fruto de su amor. Con paciencia y esperanza, como el viñador, asegura el tiempo necesario. Nos dará a todos tiempo para podar, abonar y cultivar el suelo a fin de que arraiguemos fuertemente y produzcamos los frutos que se esperan de nosotros.
 
     La Iglesia entera, sus comunidades y cada persona bautizada, son examinados en su fidelidad y en sus frutos. Es el corazón lo que hay que cambiar. Enraizados en Cristo, seguidores de un Dios que se revela sensible al sufrimiento de sus hijos y comprometido en su liberación, podremos dar los buenos frutos en el Espíritu.
 
     Hacemos ahora profesión de fe en el Dios que no permanece insensible ante el dolor de su pueblo, sino que escucha su clamor e interviene en su favor. Es El-Que-Es, y seguirá siéndolo, porque ha querido desde el principio correr nuestra misma suerte y se ha encarnado en nuestra historia.

Música Sí/No