Domingo 23º del Tiempo Ordinario


Un milagro más en el relato evangélico nos brinda la ocasión de afirmar nuestra fe en Jesús como el enviado de Dios, como el profeta anunciado, como el cumplimiento en su persona de las promesas hechas anteriormente por Dios en favor de la humanidad.


Pero si nos quedáramos ahí, en el milagro, quizás estuviéramos poniendo la atención en algo distinto a lo que Jesús mismo quiere destacar.

Nos ayuda, para centrarnos, la segunda lectura que acabamos de escuchar. Es de Santiago, y avisa a los primeros cristianos y también a los últimos, nosotros, para que caigamos en la cuenta. ¿De qué nos avisa? De que dejemos de mirar el dedo que nos señala la luna, cuando es la luna lo importante.

Ya entonces, como ahora, el mensaje de Jesús estuvo en peligro de perder suelo, de subir a un cielo ilusorio y espiritualoide, convirtiéndose en un dulce dormitar. Y Santiago lo dice llanamente, con palabras sencillas para que todos entendieran: en la comunidad cristiana, como en la sociedad, hay ricos y hay pobres; y tanto en una como en otra, se les da un trato desigual. A quien tiene poder, se le ensalza; a quien está andrajoso, se le arrincona; el primero habla y es escuchado, el segundo no tiene derecho ni a lo uno ni a lo otro.

Eso no lo quiere Dios, concluye Santiago, que quiere a todos por igual, y no hace distinción ni acepción de personas.

El sordomudo del evangelio no es el pretexto para que Jesús muestre su poder. Aquella persona, incapacitada para oír y expresarse es el centro mismo del evangelio de esta mañana. En él se concreta las expectativas del Reino de Dios: los sordos, oyen; los mudos, hablan; los inválidos, andan; los enfermos, llegan a estar sanos… Son rotas las cadenas que esclavizan.

Es lo que Isaías, en la primera lectura, describe con colores un tanto ecologistas: «Decid a los cobardes de corazón:
«Sed fuertes, no temáis.
Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite,
viene en persona, resarcirá y os salvará».
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán,
saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa;
el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.»

El Reino de Dios es este mismo mundo, -no otro situado no se sabe en qué galaxia-, pero transformado de tal manera que sea el que Dios mismo soñó, cuando decidió crearnos como hijos e hijas suyos para establecer con nosotros una alianza de amor eterno.

El effetá de Jesús, aquel grito claro y rotundo, hoy está dirigido a todos nosotros diciéndonos: abríos al Reino, liberad a este mundo y las personas que lo habitan de sus ataduras, romped el orden social que agobia a los pobres y atribulados, tomad en serio vuestra responsabilidad creadora, dad razón de vuestra fe en el Dios de la vida viviendo y ayudando a vivir en plenitud.

Este sí será el milagro que está en nuestra mano hacer. No lo dejemos para mañana.

Música Sí/No