Después de la conversación o discurso de Jesús a sus discípulos sobre el pan de vida que es él mismo ofrecido para ser comido en intimidad y comunión, muchos de los que le escuchaban se desaniman y se marchan. Jesús mira a sus amigos y les pregunta si también ellos quieren abandonarlo.
Cuando el evangelio se expone con claridad, sin componendas, cuando Jesús se muestra a sí mismo y a su mensaje como una opción para un mundo nuevo posible, surge la crisis de quienes temen perder lo que tienen o perderse a sí mismos. Lo viejo es lo que tiene, que ya es conocido y está bajo control.

El malestar que para muchas cristianas supone este texto podría transformar la pregunta de Jesús del evangelio en esta otra: “Por qué nos quedamos”. Si la fe cristiana contiene una doctrina que implica para la mujer estar bajo el dominio del varón, ¿cómo estar en la Iglesia y a un tiempo en una sociedad en igualdad de derechos y deberes?
Ser mujer, ser hombre, son identidades que no pueden estar ni enfrentadas ni en desigualdad situación; son complementarias y abiertas a formar una unidad. Y puesto que hablamos en cristiano, unidad salvífica.
Urge en la Iglesia leer bien e interpretar según el momento presente a San Pablo y también el Evangelio; pero urge también transformar la estructura eclesial que hoy manifiesta, producto de otra época y de otra cultura, porque no se compadece con la palabra ni con la vida de Jesús, que tiene que ser también para este mundo de hoy pan vivo, alimento de vida plena.
Y no se trata de renovarse o morir. Sino de expresar en conceptos acordes con el tiempo en que vivimos lo que de verdad hay en nuestra fe, de liberador y de humanizante. Sólo así estaremos haciendo Reino, sólo de esta manera estaremos siendo fieles a Jesús.