Domingo 20º del Tiempo Ordinario



Somos lo que comemos. Nos lo están avisando los especialistas en dietética y nutrición. Ojito con lo que nos llevamos a la boca, porque de lo que se come, se cría.
Es verdad que esto nos lo avisan ante el peligro de lo que da en llamarse comida basura, o comida rápida. ¡Qué diferencia entre nuestras comidas en medio de las

prisas, cuando echamos mano a cualquier cosa en casa, o si es fuera en cualquier lugar donde nos den algo ya recalentado y vaya usted a saber qué lleva dentro, y aquellas otras comidas preparadas con esmero, para hacer partícipes a familiares y amigos, con un ritual completo de acogida y comensalidad!

Pues de eso se trata. De hacer a Jesús el centro de nuestra vida, dicho esto en el más profundo sentido: llegar a hacerlo nuestra propia carne.
Nada que ver con el rito cargado de rutina con que nos acercamos, llegado el momento, a recibir en la lengua o en la mano la hostia consagrada.

Comulgar con Cristo significa hambrear su vida, entrar en contacto lo más íntimo que nos sea posible con su ser divino y humano, con el estilo de vida que él marcó porque lo vivió hasta sus últimas consecuencias. Se trata de un acto de fe y de apertura de especial intensidad, que se puede vivir sobre todo en el momento de la comunión sacramental, pero también en otras experiencias de contacto vital con Jesús.
Cuando hablaba de su cuerpo como comida, Jesús no estaba pensando en nuestro sacramento eucarístico, precisamente. Más bien hablaba de lo que dice San Pablo: dejaos llenar del Espíritu. Eso es lo que quiere expresar Jesús con lo de habitar él en nosotros y nosotros en él.
Alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico de su Evangelio; interiorizar sus actitudes más básicas y esenciales; encender en nosotros el instinto de vivir como él; despertar nuestra conciencia de discípulos y seguidores para hacer de él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio.

Música Sí/No