Domingo 2º de Cuaresma


El Evangelio dice que Jesús se hizo acompañar por Pedro, Santiago y Juan, y con ellos subió a una montaña muy alta, y allí arriba, delante de ellos y junto a Elías y Moisés, se transfiguró. Y no sabéis los ríos de tinta que se han gastado y la de páginas que se han escrito comentando este pasaje evangélico. Ideas no faltan para estar hablando de esto durante mucho tiempo. Pero tenemos sólo un ratito y son tres las lecturas bíblicas que hemos escuchado.
Cuando tenemos unos días libres y podemos salir de vacaciones solemos escoger entre el mar y la montaña. Otros se van a ver a la familia. Cada uno según sus gustos. Yo he de reconocer que me chifla la montaña. No soy escalador ni montañero de postín; apenas andarín, pero disfruto con los preparativos, mirando mapas y estudiando alternativas. Para subir hay que ir algo preparado: calzado, ropa, alimentos, agua, en fin todo lo necesario y nada que sea superfluo. Y mirar el tiempo meteorológico y el tiempo del reloj. Conviene madrugar, porque el regreso hay que hacerlo preferentemente con luz solar.
Una vez se comienza a andar ya se nota que los pies se van volviendo cada vez más perezosos, y que las rodillas, los tobillos, las caderas, que normalmente no las sentimos, empiezan a hacerse presentes dándose a notar. Incluso la boca se niega a hablar y reclama agua. La respiración se hace más profunda y más rápida. Cuando la senda se empina como que se sube la sangre a la cabeza y siente uno el martilleo del pulso en lo alto de las sienes. Si se para uno a recobrar el aliento y mira hacia arriba y luego hacia abajo, la pregunta surge rápida: ¿qué hago yo aquí, a dónde pretendo llegar, no estaría mejor allá abajo junto al riachuelo tumbado sobre la hierba? Mirar hacia arriba te da hasta mareo. Pero uno sigue y llega al final. Y el espectáculo de la cima le transfigura a uno de tal manera, que ya no piensa en el esfuerzo realizado, en el cansancio, en el peso que tiene la mochila; y hasta se olvida uno de que hay que volver a bajar, porque allí hasta puede ser peligroso permanecer más tiempo del prudencial.
Hoy tenemos en el evangelio una bonita imagen de lo que es la vida cristiana. Sí, está la transfiguración, la gloria y la meta, la felicidad del Reino de Dios en todos y para todos. Pero está la subida, que hay que hacerla en buena compañía y sin ahorrar esfuerzo y hasta sacrificio. Está la cruz, tan difícil de encajar en nuestra vida, pero que debemos asumir como la asumió el mismo Jesús. Como Pedro podemos negarla, y pretender participar sólo de lo que nos apetece y nos causa placer. El Reino sufre violencia, dijo Jesús.
Así lo entendió también Abrahán, cuando sin pensarlo, porque ¡cómo lo iba comprender!, coge a su hijo Isaac y lo necesario para el sacrificio para llevar a cabo obedeciendo el mandato de Yahvéh.
Pero no, Dios no quiere esos sacrificios. Sólo aceptó el de su Hijo, como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy. La única violencia que nos está permitida, y que es obligada si estamos por Jesús y por el Reino de Dios es la propia de negarnos a nosotros mismos. En nuestra vida cristiana no tenemos más enemigo que nuestro yo, que se quiere constituir en el centro de la vida, y ofrece resistencia al amor a los demás y a nuestra opción por seguir a Jesús en el servicio entregado y en la fraternidad.
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Dios es quien justifica, ¿quién va a condenarnos? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios si Él es el fiador?

Música Sí/No