Domingo 14º del Tiempo Ordinario


El evangelio de hoy es una severa advertencia para la Iglesia, para cuantos la formamos y en especial para quienes constituimos la base del Pueblo de Dios.
Que hay profetas, nadie lo duda. Que una de las funciones de los cristianos, por nuestro propio ser de cristianos, es la profecía, nadie lo discute. Que la Iglesia ha de ser profeta en medio del mundo, por su palabra libre y denunciadora del mal, hay que afirmarlo con toda rotundidad, porque de lo contrario estaríamos negando el sentido de su existencia. Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada.
Jesús hoy se encuentra discutido, no por los de fuera, sino por los de dentro, por los propios vecinos y familiares.
Si no aceptamos que el Espíritu actúa entre nosotros, y que el hermano o la hermana es canal por el cual se nos comunica la palabra inspirada e inspiradora; si la cercanía y proximidad va a derivar en desprecio del don recibido para enriquecimiento de la totalidad comunitaria; si rechazamos que Dios anda entre los pucheros de nuestra cotidianidad…, estamos rechazando al mismo Jesús, paisano y convecino nuestro, y estamos impidiendo que él pueda realizar el gesto sanador; estamos provocando que el mismo Señor «se extrañe de nuestra falta de fe», y, al fin y a la postre, estamos renunciando a lo que somos y estamos llamados a ser: portadores de la palabra liberadora de Dios.
¿Habría sido aceptado en su pueblo si Jesús volviera a él adornado de títulos y dignidades? ¿Necesita el profeta el refrendo de los de fuera para ser reconocido por los de dentro?
Hemos de tener bien claro esto: sólo construidos y debidamente edificados en el Señor Jesús, por nuestro propio bautismo, seremos útiles mensajeros de la Palabra a nosotros encomendada.

Música Sí/No