Domingo del Corpus Christi


¡Cuántos ratos buenos! ¡Cuántas comidas juntos! En torno a Jesús se había constituido un grupo variopinto de personas que durante un tiempo no demasiado largo habían pasado, de vivir de forma individual y separada, a participar de los sueños que aquel ser humano portentoso, cuya palabra sosegaba el ánimo, atraía y arrastraba por su autoridad frente a la enfermedad y la injusticia, anunciaba como inminente el Reino de Dios y se dirigía a Yahvéh con la candidez de un niño, llamándole Abba.
Comieron en el campo, comieron en fiestas, comieron de los trigales de camino, comieron compartiendo en milagrosa solidaridad panes y peces. Junto a él cada uno se olvidaba de su apretado presente para vivir adelantado un futuro de utopía, igual que el pueblo Israel soñó con una tierra que manaba leche y miel. Junto a él y con él, vivieron ya de la plenitud aún no alcanzada, donde el hambre sería saciada y las lágrimas enjugadas.
Aquella cena, sin embargo, era distinta. Algo en el aire hacía presagiar que eso nuevo, que aún no, ya era inminente.
Y Jesús tomó el pan y dijo: Esto es mi cuerpo. Y tomó el cáliz y dijo esta es mi sangre. Y paradójicamente el evangelista no nos dice si comieron y bebieron, y tal parece que no. Que cada quien comió de su pan y bebió de su vino.
Y luego llegó el apresamiento, y el juicio y la condena. Su muerte les desanimó de tal manera que decidieron volverse para casa, todo había acabado, sólo fue un sueño.
Camino de Emaús, aquellos dos lo descubrieron partiendo el pan y ofreciendo el vino. Aquel gesto compartido y tantas veces repetido, eso tan natural y familiar de “comer juntos”, les abrió los ojos y el corazón.
En la playa fueron peces, en el cenáculo pescado asado. De nuevo la comida es el gesto que induce al reconocimiento: el Señor está vivo, no fue sueño, no; venció a la muerte y resplandece de vida.
Partir el pan por las casas se convirtió en el modo natural no sólo de recordar sino de hacer presente al Jesús resucitado. Comerlo y beberlo fue desde el principio la manera de decir que su utopía del Reino de Dios era ya presente, y vivir de él y para él era el santo y seña de identidad de los que juntos eran comensales.
Comer y beber juntos, desde entonces, hace Iglesia. Comulgar en comunidad al Señor hace Cuerpo de Cristo, Sacramento de Dios para la salvación del mundo. Desde entonces se adora a Jesucristo comulgándolo, haciéndolo propia vida, haciéndonos uno con Él.
Celebrar la Eucaristía es anunciar el Reino, es compromiso de solidaridad y justicia, es rebeldía contra la exclusión que cierra puertas, es promesa de paz universal que a todos llega.
No es posible, ni entonces ni ahora, comulgar con Jesús y no estar con comunión con toda la creación.

Música Sí/No