Domingo 12º del Tiempo Ordinario


Después de haber celebrado la Pascua, a Jesús resucitado, y de otras fiestas bien importantes como la Santísima Trinidad y el Corpus, la liturgia nos introduce en la vida de la Iglesia. Este tiempo en el que ahora estamos se llama ordinario y es muy largo, dura justo hasta adviento.
La primera consideración que se nos ofrece es esta de hoy, el miedo como un serio peligro para la Iglesia y para los cristianos. Tan serio que incluso amenaza con dar al traste con todo.
Resulta paradójico que sea así. Generalmente los papás que piden el bautismo para sus hijos lo que buscan en el fondo es seguridad, acabar con el miedo a lo incierto, dar a quien aman certeza de que no van a estar en el futuro expuesto a la incertidumbre de las circunstancias. Dentro de esta institución tan grande y tan fuerte, los cristianos nos sentimos en casa y seguros.
El relato de la tempestad en el lago del evangelio de hoy se refiere a todo esto.
La barca simboliza a la Iglesia en cuyo interior está la comunidad. Con Jesús, aunque dormido, todo está en orden. La otra orilla es lo contrario de esta orilla; ésta es lo conocido, lo trillado, donde sabemos y podemos desenvolvernos, de ella partimos; la otra orilla es donde tenemos que estar, es desconocida, supone el lugar donde Jesús nos manda arribar porque allí está nuestra tarea.
La tempestad no es tanto del mar embravecido, que a expertos marineros no ha de suponer mayor problema. No es ella el origen del miedo. El miedo se debe a la actitud misma de los discípulos; con Jesús dormido piensan que ellos solos no serán capaces de hacer pie en el otro lugar, que la otra orilla será terreno peligroso y lo desconocido se convierte en lugar inhóspito. El miedo atenaza, pero sobre todo incita al repliegue, a la vuelta a lo seguro, a no cumplir la misión, a renunciar renegando de quien nos envía y acompaña. La Iglesia puede tener miedo y dejarse llevar por el pánico.
La respuesta de Jesús es: no seáis cobardes, superad vuestros miedos, tened fe. Si Jesús nos envía, Él mismo se encargará de que superemos las dificultades, incluso salvando nuestros errores.
La Iglesia está hecha de seres humanos, pero tiene el aliento de Dios, que no falla. No dudemos de su palabra ni de su presencia.

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