Domingo 26º del Tiempo Ordinario


El motivo de esta parábola está bastante claro dentro del evangelio. Jesús está en la ciudad de Jerusalén, y se dirige a los sacerdotes y ancianos que desde el templo gobiernan a Israel. Ellos ostentan el encargo de apacentar al pueblo, la viña que Yahvé ha puesto en sus manos. Dijeron que sí, pero la verdad es que no. No sólo se aprovechan en beneficio propio, además desde su posición de autoridades religiosas juzgan a quienes tildan de pecadores con una dureza e intransigencia que les excluye de toda compasión. Quienes deberían ser mejor atendidos por ser débiles y pobres, son maltratados y condenados; los predilectos de Dios son los despreciados de estos malos pastores.

Jesús es definitivo al concluir con esta frase: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios».

Cuando la religión se convierte en instrumento de poder y de manejo de las haciendas y conciencias ajenas, está negando su razón de ser y contraviniendo la voluntad amorosa de Dios.

Pero como esto se ha dicho muchas veces, yo creo que en todas las homilías en que se comenta este pasaje evangélico, me voy a permitir derivar la atención hacia un pequeño detalle que no es menor.
Por supuesto que está mal responder mal. Pertenezco a una generación que fue educada en la obediencia y en el respeto a los mayores. Responder pronto y bien era lo correcto. Hacerlo de mala manera no sólo estaba mal, es que podía acarrearte serios y dolorosos castigos.

Pero está peor responder bien y actuar mal.

Hay, sin embargo, una oportunidad de enmendar el error. Siempre nos está concedido un tiempo de reflexión. Ya nadie nos va a castigar severamente por precipitarnos irreflexivamente, pero todos esperamos de todos que tras la tormenta venga la calma. Y que a la negación siga la afirmación; tras el gesto duro llegue la sonrisa y el abrazo; si al pronto fue la evasiva y el desinterés, después de sosegado el ánimo surja el compromiso y el implicarse.

Complicarse la vida no es ningún plato de gusto, pero cuando se hace por amor valen también las segundas partes, y todas las que sean necesarias.

Si es verdad que en la historia de nuestra relación con Dios, Él aparece algunas veces enfadado y disgustado con el ser humano, hasta el punto de querer destruirlo por su mala respuesta, también es verdad que siempre, siempre, se arrepiente del castigo y vuelve a requebrarnos amorosamente y a tendernos su mano.

Ahí tenemos bien claro qué espera de nosotros. Ahí está también, e igualmente bien claro, cuál es la religión que nos hace crecer hacia Dios, la que nos madura personalmente y nos lleva al encuentro de los demás. La medida de nuestra fe son las obras hechas de y con amor.

Domingo 25º del Tiempo Ordinario


¿Cómo miramos? Se trata de una pregunta que convendría hacerse, y responderse.

No es infrecuente escuchar a alguien decir que desde que encontró trabajo empezó a mirar las cosas, la vida, por ejemplo, de otra manera. O esa pareja que les llegó tener descendencia y todo cambió, hasta la forma de mirar.
Una madre mira de una manera, un jefe de otra. Un político nos ve como votos posibles, un cantante como discos vendidos y un constructor como futuros compradores.

Consideramos que un propietario rico mira a la gente como mano de obra barata, y nosotros miramos nuestro trabajo como horas rendidas.
La mirada de Dios, sin embargo, es de otra manera. Con amor miró al pueblo de Israel y lo eligió y acompañó siempre. A pesar de ello, Israel en ocasiones se consideró en desventaja con otros pueblos, que estaban mucho mejor que él. De ahí su queja permanente. Ay, las cebollas de Egipto…

Pablo se sintió mirado por Cristo, y desde entonces fue dichoso, que es lo mismo que bienaventurado. A partir de ahí, para él todo fue ganancia.
Cuando Dios nos mira, no ve unos peones desocupados que le vienen bien a su hacienda. Así nos vemos nosotros, pero Dios no. Por eso ocurre lo que ocurre. Que nosotros exigimos nuestra paga, y miramos también la del vecino; y comparamos.

Dios sin embargo nos lo da todo. Y ante nuestra queja, que consideramos justa al comprobar lo que reciben otros, nos hace ver que nuestra mirada está enferma de falta de amor.

Nunca diremos todo cuando decimos que Dios nos tiene como hijos. Nos cuesta entenderlo, porque consideramos que merecemos más. Medimos por cantidad, no por calidad. Valoramos según medida. ¿A quién quieres más? ¿Cuánto me quieres? dice alguien a alguien. ¡A ver, a ver cómo me quieres? Y esperamos un achuchón, y unos mimos, y la propina.

Si miráramos como Dios no existiría medida capaz, porque no se trata de cantidad, sino de totalidad.

Esto es lo que no entendieron los trabajadores de la primera hora en aquella viña. Lo mismo que tampoco aceptaba el hijo mayor de aquel padre bueno que recibió al hijo perdido con los brazos abiertos a la puerta de la casa común: Dios es de todos y para todos, y no depende de nuestros cálculos, dignidades y méritos propios o adquiridos.

Dios se nos ha dado sin medida, y su amor tiene una sola pega: empieza por los más débiles, por los que menos cuentan, por los últimos.

Domingo 24º del Tiempo Ordinario


Setenta veces siete no significa 490 en palabras de Jesús. Sino siempre. Por tanto a la hora de conceder nuestro perdón no vayamos tomando nota, a la espera de colmar el vaso de nuestra paciencia y de nuestra compasión.

Todos estamos un poco tocados después de lo de las torres gemelas de Nueva York, de lo de Madrid, de lo de Londres, y de lo de Afganistán e Irak. Este verano hemos recordado un año más lo de Irosima y Nagasaki. Y la lista se hace interminable si añadimos sucesos semejantes a nivel nacional y local.

Algunos más exaltados rápidamente gritan venganza y justicia. Y ciertamente entre ésos hay seguidores de Jesús.

Sabemos la de veces que Jesús dice en el evangelio que el perdón y la misericordia es distintivo del Reino de Dios. Él habla muchas veces de perdonar y devolver bien por mal. Una de sus últimas palabras son de perdón para quienes le están matando. Desde pequeños en catequesis familiar y parroquial se nos ha invitado a perdonar. Y San Pablo en una de sus cartas dice: «Dios por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar.»

¿Cómo se traduce eso a nuestra vida concreta, la de cada día, en la que se dan roces y pequeñas y grandes traiciones? ¡Eso es imposible, no somos ángeles…!

Quiero leeros unas frases que alguien dejó escritas en un trozo de papel en uno de los innumerables campos de concentración donde se perpetró el mayor crimen contra la humanidad en el siglo XX: "Acuérdate, Señor, no sólo de los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también de los de mala voluntad. No recuerdes tan sólo todo el sufrimiento que nos han causado; recuerda también los frutos que hemos dado gracias a ese sufrimiento: la camaradería, la lealtad, la humildad, el valor, la generosidad y la grandeza de ánimo que todo ello ha conseguido inspirar. Y cuando los llames a ellos a juicio, haz que todos esos frutos que hemos dado sirvan para su redención y perdón".

Conceder el perdón es una gracia que debemos pedir a Dios con insistencia, porque desde nuestra pequeñez no parece fácil ni posible.

Música Sí/No