Domingo 3º del Tiempo Ordinario


No es de extrañar que el pueblo entero llorara aquel día en Jerusalén durante la lectura del libro sagrado. Habían vuelto del exilio, donde penaron en tierra extraña como huérfanos de Dios, y habían empezado a reconstruir la ciudad santa, de la que no quedaba piedra sobre piedra tras muchos años de abandono.
Tampoco es de extrañar que los vecinos de Nazaret estuvieran pendientes de Jesús, su paisano, que había escogido aquel texto del profeta Isaías 61,1-2 como programa de su función profética y liberadora. Llevaban siglos esperando que se realizara el gesto salvador de Dios anunciado por los profetas, sufriendo lo que entendían como el silencio de Dios, su ausencia del mundo, su lejanía y abandono.
Hoy, aquí y en todas las iglesias de la cristiandad, se ha proclamado el texto de San Pablo que nos dice: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro». ¡Es motivo sobrado para que también nosotros escuchemos con toda atención y lloremos de alegría!
Los cristianos solemos desear un mañana que sea mejor que el presente que vivimos, lleno de malas noticias, sucesos desafortunados y jugarretas del destino y de la mala voluntad de otras y de otros.
Y ya está bien de dejar para mañana lo que es de hoy. No le pedimos a Dios el pan de mañana, sino el ahora; no le decimos que su Reino de justicia venga a nuestros futuros descendientes, sino a nosotros; no solicitamos su perdón y a cambio tal vez algún día nosotros también perdonemos, del mismo modo que queremos vernos libres de todo mal aquí y ahora, y no ser sorprendidos ni tentados en lo que tenemos entre manos.
Es verdad que tantas veces se nos invita a levantar la mirada hacia lo que está por llegar. Pero no es menos cierto que lo mejor de todo ya está, ha llegado y podemos verlo y reconocerlo, es buena noticia, es Evangelio: «No hagáis duelo ni lloréis. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza».
Si no logramos aún percibir que el buen Dios de Jesús nos envuelve en su misericordia, que hay señales suficientes de su presencia en medio de nosotros, que su Espíritu divino no cesa de actuar a través de tantas personas entregadas y convencidas en multitud de frentes en favor del ser humano… Si no lo podemos ver, si no logramos percibirlo, hagamos una restricción mental: actuemos como si ocurriera ante nuestros ojos, y dejémonos llevar.
Usemos las palabras del gobernador Nehemías, del sacerdote Esdras, del profeta Isaías, de Jesús de Nazaret, y digamos convencidos:
«El espíritu del Señor no cesa de empujarme para que camine y hable. Me envía a dar una buena noticia a las víctimas empobrecidas, a proclamar liberación para el pueblo aprisionado, a abrir puertas de claridad a quienes no ven la salida de las tinieblas, a deshacer las ataduras del pueblo encadenado, a proclamar que ha llegado la hora favorable de recibir la gracia».
Vivamos este hoy, aquí y ahora, ante Dios como si fuera el último de nuestra vida, invirtiendo en él y llenándolo de gestos de bondad y de amor, de reconciliación y de paz, de obras de piedad y de misericordia.

Música Sí/No