Domingo 5º de Cuaresma


Aparecen unos extraños, que no son del grupo, y le dicen a Felipe que quisieran ver Jesús. Parece que Felipe era su paisano, o al menos hablaba su mismo idioma, en aquel Jerusalén en fiestas que aglutinaba gentes variopintas venidas de fuera.

Felipe no lo tiene claro, y habla con Andrés; ya juntos, se lo dicen a Jesús. Pero Jesús, en lugar de saludar a los recién llegados, se dirige a sus discípulos y les expresa los sentimientos que le embargan en ese momento en que presiente que el final está próximo: ha llegado la hora, y el grano ha de dar su fruto; es preciso que muera bajo tierra para que no quede estéril. Para dar vida hay que gastar la propia vida.

Da la impresión de que Jesús está diciendo que sean ellos, sus discípulos, los que le muestren a los extraños, que ellos han de ser quienes les hablen, les expongan, les indiquen quién es, qué dice, cómo vive y qué hace Jesús. Y puesto que donde él esté también estará el que le sirva, el mejor testimonio que pueden dar sobre Jesús es viviendo como él vivió.

No puedo imaginarme que ahora entre alguien aquí y nos solicite que le presentemos a Jesús. Pero haciendo un alarde de imaginación, y deseándolo con todas las ganas de mi alma, ¿qué y cómo responderíamos?

A modo de lista, podríamos comenzar diciendo: en el sagrario, en la mesa eucarística, en su palabra desde el evangelio; luego pasaríamos a la comunidad, empezando por la familia, luego la parroquia y también incluiríamos la diocesis y la Iglesia universal. Y dando un paso más, diríamos que en el ser humano, especialmente el más necesitado porque está enfermo, agobiado, hambriento o marginado.

Y entonces es cuando podría escucharse como un trueno venido de alguna parte. También podríamos entre todos indagar de dónde ha venido. Tengo la seguridad de que sería la cruz la que nos reclamara entonces la atención. Sí, esta cruz grande que nos preside.

En una primera mirada puede asustar y hasta horrorizar. Un patíbulo. Dios que permite que su hijo Jesús, el mejor, el predilecto, muera en ella, ¿por qué se va a inquietar por las muertes de simples humanos? En todo caso será un juez severo que nos pida cuentas.

En una mirada posterior, nos encontraríamos con el misterio que no podemos entender. aún así en nuestra necesidad seguimos confiando en que Dios Padre algo va a sacar de ahí en favor nuestro. Creemos a pesar de la cruz, que no entendemos.

Si siguiéramos mirando, entonces llegaríamos a alcanzar la dimensión última del amor, que se mantiene firme a pesar del mal que asola nuestro mundo. Jesús, el hombre lleno del espíritu, hace de su vida entera una pelea contra el mal y la oscuridad. Por eso cura y enseña. Y por eso el mal se le opone y buscará destruirle. En Jesús vemos a Dios luchando contra el mal, la enfermedad, la ignorancia, el pecado. Y esta lucha le va a llevar hasta el final, hasta dar la vida, porque obras son amores. Y las obras de Jesús muestran su corazón, capaz de todo por luchar contra nuestro mal. Y entendemos en la cruz la cumbre de su lucha y de su entrega. Así, creemos en Jesús precisamente porque no baja de la cruz. Y por Jesús crucificado creemos más en el amor de Dios. Y los crucifijos se convierten en nuestro desafío a la lógica del mal.

Jesús resucitado es la lógica de Dios: la fuerza del Espíritu es mayor que el mal, aunque puede parecer sometida y vencida. Por eso, la cruz es una evidencia de los sentidos, como el mal. Pero la resurrección, la fuerza del Espíritu, es objeto de fe. Vemos al crucificado y creemos en Él, aunque no veamos más que un crucificado. Dimana de la cruz una luz que sólo desde la fe se adivina. ¡Cómo no abrazarla!

Domingo 4º de Cuaresma


«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Este párrafo del evangelio de San Juan que acaba de proclamarse ante esta asamblea es uno de los más firmes artículos de la fe cristiana. Y de los más antiguos. Por eso los cristianos empezaron a reconocerse entre sí desde el principio a través del signo de la cruz. Es cierto que hubo otros, como el pez, o el pan, por ejemplo. Pero la cruz se convirtió bien pronto en nuestro santo y seña.

La cruz nos recuerda a Jesús amando como sólo Dios sabe hacerlo. Desde la cruz Dios abarca a todos, sin excluir a nadie por razón de raza, lengua, sexo o condición. A la cruz podemos mirarla confiadamente, sabiendo que no va a condenarnos, ni exigirnos nada que no queramos dar o cumplir. La cruz sana por sí misma. Dios en la cruz nos vuelve a recobrar. En la cruz y por la cruz renacemos todos.

El diálogo que Jesús mantiene con Nicodemo, hombre importante y preocupado, sucede a continuación de la escena del templo que contemplamos el domingo pasado. Jesús indica a Nicodemo que para entender en qué consiste el reino de Dios hay que nacer de nuevo, pero esta vez no de la carne, sino del agua y del Espíritu. No se formará a base de imponer leyes y normas, por buenas que sean. Será posible a partir del hombre nuevo. Significa una ruptura con el pasado, el comienzo de una vida de calidad diferente.

Jesús, a través de sus palabras, viene a decir que el ser humano no puede obtener plenitud y vida por la observancia de una ley, sino por la capacidad de amar, que completa su ser. Sólo con personas dispuestas a amar hasta el fin puede construirse la sociedad verdaderamente humana. Son seres humanos libres que rompen con el pasado para empezar de nuevo, no ya encerrados en una tradición, nacionalidad o cultura. Su vida será la práctica del amor, la entrega de sí mismos, con la universalidad con que Dios ama a la humanidad entera. Una sociedad basada sobre la Ley, no sobre el amor, es siempre opresora e injusta.

Ahora se discute si el crucifijo en escuelas y lugares públicos. No voy a entrar en ese tema, sólo hago alusión a él, porque ha surgido no por la cruz en sí misma, sino por el uso que de ella hemos hecho los cristianos, o cuando menos hemos consentido. La cruz y la espada han ido tantas veces juntas.

La cruz que nos preside en las celebraciones, la que llevamos colgada del cuello, la que procesionarán por las calles, la cruz pectoral del obispo, la cruz con que signamos nuestras frentes tantas veces a lo largo de nuestras vidas, no es para meter miedo, no es expresión de nuestro pecado, no es amenaza de condenación, no es inducción a abrazar el propio sufrimiento.

La cruz es el lugar donde Jesús es alzado como quien nos sana con sólo su presencia, sólo contemplándolo. «Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».

Miremos a la cruz, y en ella al crucificado. Aprendamos a mirarlo. Desde la cruz Jesús nos está mandando señales de vida y amor.

Es verdad que esos brazos abiertos no pueden abrazar niños, ni curar leprosos, ni levantar tullidos; tampoco pueden partir y repartir el pan. Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su "amor loco" a la Humanidad.

Mirar al crucificado es dejarse empapar de ese amor que todo salva. Es estar en medio de su luz. Es vivir en la verdad. Es decir, según Dios.

Domingo 3º de Cuaresma



No resulta fácil imaginarnos hoy a Jesús con un látigo en la mano, arremetiendo contra aquella gente que compraba y vendía en el recinto del templo de Jerusalén. Pero así ocurrió, por más que busquemos la manera de dulcificarlo. Tendremos que cambiar alguna cosa, y, sobre todo, razonar por qué ocurrió, para aprender y no repetirlo.

Hay quien dice que Jesús sólo se enfureció una vez, la que narra este evangelio. Sin embargo, hay otros momentos no tan violentos físicamente, pero sí con una violencia más honda, más sentida, más enérgica. La de hoy es explosiva, la otra es sin embargo mucho más tremenda.

Hoy usa el látigo. Ayer eran las palabras: “raza de víboras”, “sepulcros blanqueados” les apostrofa a santones y hombres religiosos; “decidle a esa zorra” refiriéndose a Herodes; “quítate de mi vista, satanás”, conmina a Pedro que quiere torcer las cosas.

En este tercer domingo de Cuaresma, acompañamos a Jesús hacia la Pascua, que pretendemos sea florida y hermosa, pero que necesariamente entraña violencia, derramamiento de sangre y lo peor de todo: el juicio condenatorio de los seres humanos.

Los sabios no lo entienden, lo llaman locura. Los religiosos, pecado. Y los crédulos exigen milagros. Jesús, por el contrario, muestra el camino nuevo de las nuevas relaciones del ser humano con Dios. El decálogo estuvo bien; no pasando aquellos límites, se permanecía en el terreno de lo civilizado. Para eso están las leyes. De útiles que son, aún las mantenemos y nos guiamos por ellas. “Las bases, lo que manda el salario mínimo” suele ser la manera como contratamos. “¿Es de precepto?”, y nos quedamos conformes porque hemos cumplido.

Ya no sirve el templo, dice Jesús. Primero porque lo utilizamos muy mal, y lo hemos adobado de ejercicios mercantiles; compramos y vendemos salvación. Pero, segundo y sobre todo, porque el Dios del Reino, el Abba de Jesús, no necesita piedras, oro y plata; tampoco exige veneración y cortesía, porque no es un rey. Es Padre que más parece Madre. Nos lleva en sus entrañas y espera que pasemos del “no matarás, no robarás” al “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No le gusta que le sacrifiquemos animales y personas, sino sólo y nada menos que nuestro corazón. No ansía que cumplamos leyes y preceptos; le gusta y disfruta cuando, como Jesús, nos acercamos al hermano para ofrecerle una palabra de consuelo, un gesto de amistad, un servicio convencido, una donación que le cure y un abrazo que sane los corazones de su desgarro y su exclusión.

Dios baja de los cielos y se mete entre los pucheros, al decir de nuestra Santa Teresa de Jesús. Nada le es ajeno, porque todo lo humano le importa.

Lo auténticamente escandaloso es que Jesús se hizo marginal, se metió entre la gente pecadora, contravino las normas de la buena educación y las apariencias, y enseñó que Dios tiene preferencias, no es imparcial, y se alegra mucho más por un pecador que se convierte que por los noventa y nueve que no necesitan nada de Él. Si queremos seguir a Jesús, hemos de esforzarnos mucho más por hacer de nuestra comunidad cristiana una auténtica casa del Padre, una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.

Domingo 2º de Cuaresma

 
“Aquí me tienes, Señor”, dice Abraham, cada vez que Dios le habla. Igual que hizo también Samuel, en la noche mientras dormía. Como María, en su casa de Nazaret. Como hizo el mismo Jesús, según los evangelios.

Escuchar a Dios. Eso hicieron y hacen quienes viven de la palabra que salva.

Hoy Dios nos dice que escuchemos a su Hijo. La Iglesia, si tiene algún sentido, existe en la escucha del Evangelio. Sólo ahí está su razón y su vida.

Pedro se escuchaba demasiado. Miraba por sus intereses. Se encontraba a salvo allá arriba en la montaña y no quería oír. Tiene Jesús que bajarlo de la nube.

Nosotros no escuchamos. Queremos, al contrario, ser oídos. Insistimos en que nos miren, nos atiendan, nos complazcan.

La Iglesia escucha poco. Se predica a sí misma demasiado. Pierde la oportunidad de oírle al mundo, y a Dios que le habla desde la realidad.

Cuando salimos de nosotros mismos, cuando miramos hacia fuera, cuando son los otros los que nos preocupan, resulta que nuestros problemas dejan de serlo o pasan a un segundo plano; parece como si recuperáramos la salud, como si el cansancio desapareciera, como si nuestros miedos se diluyeran; entonces nos reconocemos útiles, incluso capaces de cualquier cosa, más allá de nuestras propias y limitadas fuerzas.

Cuando la Iglesia ha dejado de pensar en su poder ante el mundo, en atesorar riquezas y territorios, de entablar relaciones de conveniencia con los grandes de la tierra, ha acertado a escuchar a los pequeños, ha descubierto su vocación de servicio y ha transparentado el Reino de Dios. Y ha sido entonces cuando su predicación se ha entendido como Buena Nueva. No la suya, la del Dios bueno para el mundo.

Necesitamos escuchar a Jesús. El Evangelio nos reclama para que el mundo se entere de la fuerza liberadora y humanizadora, que sin nosotros no se hará pública.

Si nos quedamos en lo alto de la montaña, si no bajamos al llano y caminamos aunque cueste hacia la Pascua, estaremos haciendo inútil en nosotros la gracia de Dios, la propia vocación de apóstoles del evangelio, y estaremos fallando a quienes esperan y tienen derecho a recibir de nosotros una palabra de vida.

Lo único que tenemos, los cristianos, es a Jesús y su palabra. Diluirla en costumbres y doctrinas, es echarla a perder. La fuerza vivificadora y liberadora del Evangelio se anquilosa cuando la recubrimos y envolvemos en lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.

Hacerla correr limpia, viva y abundante; llevarla a nuestros hogares, hacerla cercana a quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, ofrecerla a cuantos viven sin esperanza, pregonarla de palabra y con las obras, vivirla con alegría y convencimiento, es dejar libre su capacidad de sanar corazones malheridos, levantar ánimos caídos y entusiasmar espíritus pusilánimes.

Escuchemos a Jesús, leamos su palabra, trabajémosla y orémosla en comunidad. Descubriremos con San Pablo que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios.

Música Sí/No