Domingo 4º de Cuaresma


«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Este párrafo del evangelio de San Juan que acaba de proclamarse ante esta asamblea es uno de los más firmes artículos de la fe cristiana. Y de los más antiguos. Por eso los cristianos empezaron a reconocerse entre sí desde el principio a través del signo de la cruz. Es cierto que hubo otros, como el pez, o el pan, por ejemplo. Pero la cruz se convirtió bien pronto en nuestro santo y seña.

La cruz nos recuerda a Jesús amando como sólo Dios sabe hacerlo. Desde la cruz Dios abarca a todos, sin excluir a nadie por razón de raza, lengua, sexo o condición. A la cruz podemos mirarla confiadamente, sabiendo que no va a condenarnos, ni exigirnos nada que no queramos dar o cumplir. La cruz sana por sí misma. Dios en la cruz nos vuelve a recobrar. En la cruz y por la cruz renacemos todos.

El diálogo que Jesús mantiene con Nicodemo, hombre importante y preocupado, sucede a continuación de la escena del templo que contemplamos el domingo pasado. Jesús indica a Nicodemo que para entender en qué consiste el reino de Dios hay que nacer de nuevo, pero esta vez no de la carne, sino del agua y del Espíritu. No se formará a base de imponer leyes y normas, por buenas que sean. Será posible a partir del hombre nuevo. Significa una ruptura con el pasado, el comienzo de una vida de calidad diferente.

Jesús, a través de sus palabras, viene a decir que el ser humano no puede obtener plenitud y vida por la observancia de una ley, sino por la capacidad de amar, que completa su ser. Sólo con personas dispuestas a amar hasta el fin puede construirse la sociedad verdaderamente humana. Son seres humanos libres que rompen con el pasado para empezar de nuevo, no ya encerrados en una tradición, nacionalidad o cultura. Su vida será la práctica del amor, la entrega de sí mismos, con la universalidad con que Dios ama a la humanidad entera. Una sociedad basada sobre la Ley, no sobre el amor, es siempre opresora e injusta.

Ahora se discute si el crucifijo en escuelas y lugares públicos. No voy a entrar en ese tema, sólo hago alusión a él, porque ha surgido no por la cruz en sí misma, sino por el uso que de ella hemos hecho los cristianos, o cuando menos hemos consentido. La cruz y la espada han ido tantas veces juntas.

La cruz que nos preside en las celebraciones, la que llevamos colgada del cuello, la que procesionarán por las calles, la cruz pectoral del obispo, la cruz con que signamos nuestras frentes tantas veces a lo largo de nuestras vidas, no es para meter miedo, no es expresión de nuestro pecado, no es amenaza de condenación, no es inducción a abrazar el propio sufrimiento.

La cruz es el lugar donde Jesús es alzado como quien nos sana con sólo su presencia, sólo contemplándolo. «Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».

Miremos a la cruz, y en ella al crucificado. Aprendamos a mirarlo. Desde la cruz Jesús nos está mandando señales de vida y amor.

Es verdad que esos brazos abiertos no pueden abrazar niños, ni curar leprosos, ni levantar tullidos; tampoco pueden partir y repartir el pan. Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su "amor loco" a la Humanidad.

Mirar al crucificado es dejarse empapar de ese amor que todo salva. Es estar en medio de su luz. Es vivir en la verdad. Es decir, según Dios.

Música Sí/No