Domingo 2º de Pascua



A Tomás le debemos la expresión de fe más sincera y profunda que hayamos conocido: “Señor mío y Dios mío”. Claro que para llegar a aquel momento, tuvo que hacer su propio discernimiento.

Quienes nos hemos mantenido siempre dentro del ámbito de la Iglesia, bien desde una parroquia, bien desde cualquier otro grupo apostólico, creemos aceptando lo que está contenido en el Credo, en el Catecismo, en la enseñanza del Magisterio. Basta escuchar y aprender, y ya tenemos fe, y por lo tanto nos consideramos cristianos. El Bautismo recibido en la niñez nos ha vacunado para siempre contra la duda y la deserción.

Cuando alguien osa discrepar, poner en duda o negar algo, lejos de servir para que la comunidad se pregunte y se revise, pasa a convertirse en el Tomás de turno, cabezota, incrédulo, irreverente y desconsiderado, que exige pruebas y razones, sin tener en cuenta ni venerables tradiciones, ni ejemplares testimonios, ni aleccionadoras enseñanzas, ni piadosas costumbres.

¡De quién lo habrá aprendido! ¡De la familia ni hablar! Y buscamos la causa fuera, en las malas compañías, en las lecturas poco recomendables o en las influencias mundanas.

A Tomás no le bastan las palabras. Necesita mucho más. No puede creer si no se siente tocado en las entrañas. Lo que quepa en su cabeza, tanto lo enseñado como lo aprendido, le deja frío. Repetir fórmulas y expresiones no le saca de la duda, no le lleva a profesar su fe, sólo a aparentar tener la fe del carbonero, dicho con todo respeto a las personas que trabajan el carbón.

Tomás nos ayuda a estar inquietos, y no parar ni descansar hasta encontrar a Jesús. Sólo ante él es posible caer de rodillas y con humildad balbucear tímida y humildemente “creo, pero aumenta mi fe”.

La bienaventuranza que Jesús dirige a Tomás no la debemos malentender: “Dichosos los que creen sin haber visto” no va por quienes se limitan a repetir sin convencimiento, ni justifica una evangelización y adoctrinamiento desencarnado al grito de ¡hay que obedecer!, ¡tenéis que someteros!, porque Dios lo quiere.

No es esa la voluntad divina. Dios se nos acerca para satisfacer nuestras dudas igual que Jesús lo hace con Tomás: trae tu mano, trae tu dedo. No, Jesús no riñe al incrédulo; al contrario, le anima a comprobar, a dar el paso, a adentrarse en el misterio de su amor ofrecido sin reservas, a superar las dudas por más que las dudas nunca lleguen a desaparecer. Sólo una fe como la que expresa Tomás al encontrarse con Jesús puede hacernos vivir como comunidad de discípulos al estilo de los primeros cristianos, que «pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenían». Convencidos de que Jesús estaba resucitado, se sentían mirados por Dios con agrado, de modo que «ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno».

Música Sí/No