Domingo 13º del Tiempo Ordinario. Solemnidad de San Pedro y San Pablo


Simón, hijo de Juan, pescador del lago de Galilea, elegido por Cristo el primero entre los Doce para ser servidor de todos y confirmar en la fe a sus hermanos; apellidado por Cristo «Pedro» para ser la piedra visible, fundamento de la unidad de la Iglesia; designado por Cristo pastor para apacentar todo el rebaño de Dios.
Desarrolló su actividad apostólica en Jerusalén, en Antioquía de Siria y definitivamente en Roma, como primer obispo de aquella comunidad incipiente. En Roma fue crucificado el año sesenta y cuatro, durante la persecución del emperador Nerón. Dio así testimonio de Jesucristo con su palabra y con su sangre. Fue sepultado en la colina Vaticana.
Y Pablo, de Tarso, celoso observante de la ley mosaica, perseguidor de la Iglesia de Dios, convertido a Cristo en el camino de Damasco, ¡el Apóstol de todas las gentes!
Viajero infatigable, recorrió una y otra vez extensas regiones de Asia Menor y Europa Oriental, fundando numerosas comunidades cristianas.
Sus cartas, a diversas Iglesias locales, son alimento substancioso de que se nutre la Iglesia de todos los tiempos. En la carta a los cristianos de Roma expresa su deseo de venir a España; deseo que probablemente realizó. Consumó su pasión en Cristo, decapitado a las afueras de Roma el año sesenta y siete.
Esta celebración no es sólo un recuerdo de dos grandes figuras del cristianismo. Es fiesta para la Iglesia por algo que la constituye desde sus entrañas. Por las vidas y vivencias de Pedro y Pablo, se llenan de contenido palabras como “unidad”, “santidad”, “universalidad” y “apostolicidad”. Palabras con las que calificamos a la Iglesia y que a su vez nos califican como creyentes.
Todo parte de la pregunta “quién decís vosotros que soy yo”, que Jesús plantea a los apóstoles. Y que persigue no tanto acertar la respuesta sobre Jesús, cuanto que quien responde se identifique a sí mismo. Y Pedro y Pablo se identificaron al hacer su profesión de fe en el Dios vivo manifestado en Jesús.
Cada uno de ellos se expresó de manera diferente en el encuentro con Jesús. No tiene por qué haber una única respuesta. Lo importante es cuánto de la persona va en esa contestación. Pedro y Pablo respondieron con su vida, haciendo una apuesta comprometida, apuesta que con el tiempo llegó a ser total.
Lo que ocurrió con estos dos hombres, columnas de la Iglesia, es compartido por todo cristiano. Unidos a ellos y a toda la Iglesia que de ellos procede, expresamos el credo de nuestra fe.


Domingo del Corpus Christi


Con demasiada facilidad, incluso ligereza, nos referimos a la Misa como si fuera algo de otro mundo, puramente espiritual. Decimos el pan de los ángeles o el pan del cielo y nos quedamos tan tranquilos. Se celebra y se vive de tal manera la Eucaristía que parece no tener nada que ver con la tierra que pisamos. De ahí que puedan tener razón quienes critican a los cristianos que comulgan con frecuencia pero siguen haciendo lo mismo un día y otro día.
Sin cura no hay eucaristía. Así son las cosas.
Sin pan no hay eucaristía. Aunque parezca raro, así también es la cosa.
Y hay más: sin hambre, no hay eucaristía. La Eucaristía tiene sentido y es necesaria porque hay hambre.
Y en nuestro siglo XXI el hambre es una cruel realidad.
Hambre de pan: millones de seres humanos, particularmente niños, mueren cada año de hambre.
Hambre de dignidad: mujeres que sufren violencia machista, niños que son objeto de abusos de los mayores, pueblos enteros son ninguneados en las decisiones importantes que se toman desde despachos del poder.
Hambre de sentido: en esta sociedad se aplanan los sentimientos machacando a base de incitar al consumo y a vivir muellemente.
Por eso resuenan hoy con especial fuerza las lecturas que acabamos de escuchar. “Recuerda Israel que tu Dios te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres” dice la primera de ellas. “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre”. Quien dice esto es el Jesús, el hombre histórico que calmó tantas hambres y que entendió el sufrimiento de tantos hambrientos. Y finalmente San Pablo no pudo decir con menos palabras todo lo que dijo: el pan y el vino que comulgamos nos asocian de tal manera a Cristo que formamos un solo cuerpo, como uno solo es el pan que comemos.
La Iglesia desde el principio entendió lo que significa la eucaristía y la vinculó al mandamiento del amor fraterno. “Eran constantes en la fracción del pan, todo lo tenían en común y nadie pasaba necesidad”, se lee en Hechos de los Apóstoles. Y San Pablo a sus amigos de Corinto les escribe: “Si cuando estáis en la asamblea unos comen mucho mientras otros pasan necesidad, estáis profanando el Cuerpo de Cristo”.
Están tan unidas ambas realidades que se celebran juntos hoy el día del Corpus Christi y el día de la Caridad. Al unirlas estamos recordando que comulgar el Cuerpo de Cristo está íntimamente unido a compartir el pan y la vida con los demás. Este vivir fraterno está indicándonos una doble actividad: por un lado prestar atención a las necesidades de nuestro contexto cercano para que, de lo que de nosotros dependa, nadie pase hambre de pan, de dignidad, de sentido; y por otro, ampliar la perspectiva hacia el mundo y practicar la “caridad política”. Es decir, unir nuestras fuerzas y nuestras voces a la de tantos colectivos y personas que, desde diferentes culturas y creencias, apuestan por un mundo más humano, más igualitario y más capaz de contagiar sentido. Comulgar el Cuerpo de Cristo en una sociedad marcada por la injusticia, supone permanecer en la esperanza activa de que “otro mundo es posible”.

La Santísima Trinidad

El pueblo cristiano, la comunidad de los renacidos por el bautismo, somos caminantes portadores de un legado que vamos trasmitiéndonos de generación en generación rico en experiencias de vida. Es decir, tenemos una historia a la que llamamos salvífica. El misterio más profundo, al que llamamos con una palabra que nunca sabremos expresar en su totalidad, Dios, envuelve toda nuestra existencia. Por eso lo que mejor nos define es el signo de la cruz realizado sobre nuestras personas, como individuos y como colectivo, en todo lugar y circunstancia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Eso es, dicho en una sola palabra, La Trinidad.
No es un signo matemático ni un problema filosófico a resolver, y mucho menos un enigma teológico que debamos soportar irracionalmente. Es nuestro credo más concreto: Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo.
Es el evangelio el que nos guía en esta creencia. Jesús pasó por la vida haciendo el bien en permanente intimidad con el Padre, de quien finalmente se reconoció enviado para dar esperanza y luz a un mundo necesitado. Y a través de sus palabras y de sus gestos, nos mostró el amor de Dios de manera muy especial con las personas sufrientes y abandonadas. Y lo vemos investido de un Espíritu que nos deja en su ausencia para que ni nos sintamos solos, ni nos abandonemos en nuestra debilidad.
En Jesús, por tanto, según los evangelios, llegamos al conocimiento de que Dios (el Padre) nos ha querido tanto, que nos mandó a su Hijo (Jesús), para que, por la fuerza del Espíritu, podamos alcanzar nuestra propia humanidad.
Y esto es para todas las personas, no algo reservado a una pequeña y selecta porción de seres humanos, ni para mentes especialmente dotadas. Cualquier persona, cualquiera de nosotros, se impresiona y enriquece en el evangelio, precisamente con lo que descubrimos en nuestra vida como más importante y útil: toda experiencia de amor, de delicadeza, de ternura, de misericordia, de perdón y de reconciliación. En suma, esos detalles que expresan lo mejor de nosotros mismos como humanos.
Esa realidad misteriosa que nos sobrepasa pero en la que nos percibimos envueltos y hasta íntimamente implicados, eso que llamamos tímidamente amor, eso es el Dios Trinidad.


Domingo de Pentecostés


Con Pentecostés se cierra la historia de amor entre Dios y el ser humano. El creador y origen de cuanto existe, colocado allá lejos por nuestra imaginación incapaz de ver en profundidad la realidad, es el mismo Dios-con-nosotros aparecido en la historia humana, que ahora descubrimos como lo más propio de nuestro ser en el Dios-en-nosotros, por el Espíritu que ha tomado posesión nuestra y nos ha convertido en tabernáculos suyos. Llenos de Espíritu Divino ya no podemos existir sino viviendo a Dios desde dentro.
Hoy se hace más necesario que nunca llevar a ese Dios interior nuestro allá donde vayamos, hagamos lo que hagamos, estemos con quienes estemos. Necesitamos dialogar con ese Dios. Hacerlo consciente, expresarlo comunicarlo.
Y porque no es “mi Dios”, sino el Dios de todos y por lo tanto “el nuestro”, reconocer en todos y cada ser humano otro templo, otro lugar sagrado, un semejante, un igual aunque diferente, porque en esa pluralidad está la riqueza de un Dios que nos hace a todos uno en sí mismo, acaba con separaciones, distancias, muros y puertas cerradas.
Pero esta historia de amor que acaba, es al mismo tiempo principio, porque ya no podemos esperar que venga alguien a salvarnos. Ahora somos nosotros quienes hemos de realizar esa salvación, o liberación, o humanización que necesitamos y deseamos.
Con el Espíritu de Jesús encendiéndonos en su amor sí podemos.

Música Sí/No