La liturgia de hoy nos habla de nuestro origen:
Existimos gracias al amor del Padre, que nos ha hecho hijos suyos. También nos
recuerda el destino que esperamos: El encuentro con este Padre que nos hará
crecer hasta hacernos semejantes a Él.
Tan importante como saber de dónde
venimos y adónde vamos, es conocer cómo tenemos que vivir cada día. Nuestra
vocación es ser santos, hijos dignos del amor con que el Padre nos ama. Es el
camino de las bienaventuranzas que Jesús, el Hijo, propone y que son retrato de
su existencia. Dios ya reina en el corazón de los que eligen el camino de la
pobreza, contrario a la autosuficiencia. De los que, a la luz de la Palabra de
Dios, alimentan el deseo de vivir según la voluntad del Padre. Y que no se
echan atrás al experimentar rechazo o persecución semejante a la sufrida por
Jesús.
La alegría de la elección conduce
también a la acción de gracias por lo que el amor de Dios ha hecho y hace en
tantas personas "de toda nación, raza, pueblo y lengua": La
existencia de los seguidores de Jesucristo pasa por grande tribulación pero
cuenta con la presencia de Dios que conduce a la vida en plenitud.
Siempre la Iglesia del cielo está
unida a la Iglesia de la tierra mediante la Comunión de los Santos. Pero hoy
esa unidad la sentimos más estrecha al celebrar a todos esos hermanos nuestros
que habiendo vivido ya la vida terrena, gozan de la presencia de Dios para
siempre. Es el día de Todos los Santos. En él celebramos la felicidad para la
cual Dios nos ha dado la vida, y que es la esperanza de toda nuestra vida. A
esa Iglesia del cielo nos encomendamos para formar parte un día de la
muchedumbre de los santos.