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Domingo 2º del Tiempo Ordinario

Celebrar en la Iglesia universal la Jornada del Emigrante y del Refugiado es intentar añadir, si es posible desde la fe, un plus de humanidad a nuestra mirada hacia las personas extranjeras que se han acercado a nosotros por necesidad y con riesgo de sus propias vidas. En un principio tal vez recibimos a estas personas con extrañeza y desconfianza; luego, al sernos necesarias para según qué cosas, empezamos a verlas como un mal soportable; ahora con la crisis, tal vez se hayan convertido en una presencia invisible y engorrosa.
Si es verdad que hemos avanzado en integración social y hasta puede que reconozcamos que nos hemos enriquecido en nuestra capacidad de relacionarnos con su presencia, no podemos renunciar, como creyentes en Jesús, a reflexionar sobre su realidad y la nuestra, para enmendar malas actitudes y corregirnos.
Nuestra mirada siempre ha de estar empapada por la fe. Y por la fe sabemos que Dios ha tomado partido por el ser humano, por todo ser humano, cualquier ser humano. Ya no nos llamarán abandonados, ni quedaremos devastados, porque seremos sus favoritos, sus desposados, como proclama Isaías.
Además, todo el género humano formamos para Dios no la suma de pequeños grupos diferenciados y separados, y entre nosotros tantas veces enfrentados; sino que Él nos mira como a sus hijos e hijas muy queridos, a los que ha conferido el mismo Espíritu, que lo obra todo en todos para el bien común. San Pablo no sólo se refiere en su carta al interior de la comunidad cristiana, tiene su mirada mucho más abierta e incluyente.
En Jesús y en María encontramos, a partir del texto joánico de las bodas de Caná, que no nos es posible ser discípulos y estar al margen de las situaciones de conflicto o de necesidad en que se puedan encontrar otras personas.
Hoy más que nunca debemos realizar gestos visibles que alienten la fe, y hagan real la acogida, la integración y la mutua ayuda entre quienes en principio nos consideramos diferentes: la escucha, la cercanía, el diálogo, la mutua colaboración y edificación. Sólo así, estaremos contando al mundo las maravillas del Señor, y el Reino de Dios se hará patente a partir de esos aparentemente pequeños detalles. Llegaremos a ser el pueblo de Dios haciéndonos unos a otros un mismo y único pueblo humano. Sólo saliendo de nosotros mismos, peregrinando en la fe y guiados por la esperanza, estaremos capacitados para tener a Dios en el centro, y al lado, bien cerca, al inmigrante como preferido de Dios.

Domingo 2º del Tiempo Ordinario


A la primera oportunidad que se nos presenta, nos vamos de fiesta o la organizamos por nuestra cuenta. No hace falta señalar aquí y ahora cómo es un fin de semana, no sólo de la gente joven, también de todos los demás: Desde juntarse con los amigos y la familia, a visitar el pueblo de nuestros amores, pasando por salir a comer y cenar fuera de casa, descansando de cocinar, recoger y fregar.

Hacemos fiesta cada vez que hay algún motivo y pretexto para ello. Y si buscáramos saber cómo es o debiera ser un festejo, en cualquier lugar, tiempo y cultura, una boda resultaría un modelo perfecto.


Cuando dos personas se casan, la celebración, sea del tipo que sea, rezuma por todas partes vida, humanidad y alegría.


Jesús aparece en público, según el evangelio de Juan, precisamente en una boda. Allí está él, con sus familiares y amigos, como un invitado más. Pero no lo es, a pesar de las apariencias. O sí lo es, según cómo lo miremos.


Si la fiesta tiene chispa, todo el mundo lo pasa bien, y el acto resulta redondo. Para recordarlo durante mucho tiempo.


Si la fiesta se apaga, es porque falta algo. No importa quién sea el que no ha hecho los deberes, eso tal vez se pueda tratar después. En el momento hay que hacer lo que sea para suplir o completar, dando sentido a lo que se anunció como una fiesta.


María no consiente que las carencias arruinen la reunión y se pone manos a la obra. No sabemos lo que pudo decir a otras personas aquel día; sí lo que dijo a Jesús: a él le correspondía el vino.


Y Jesús lo puso. Y la gente quedó encantada. Y brindaron todos y cantarían a la salud de los novios y del vinatero. Y dirían que a ver qué pasó, que el vino bueno llegó tan tarde. Pero la cosa no pasaría a mayores porque todos disfrutaron.


Hoy, San Pablo, no recuerda que en la fiesta de la vida, a la que todos estamos invitados, la aportación de cada uno hace un todo redondo. Que nadie está de sobra, que todos somos necesarios. Que nos completamos mutuamente, que nos ayudamos con lo que somos y tenemos, que incluso nos suplimos unos a otros; porque entre todos sumamos lo que el Espíritu de Dios ha volcado para el mundo. Ese es el misterio del Dios-con-nosotros: hay que sumar, nunca restar.


Hoy hacemos expresa mención de los que salen de sus tierras y llegan a otros lugares, en el día de la migraciones. No importa dónde sea y junto a quien se esté en este preciso instante: nadie debe quedar al margen de la fiesta de la vida, que es para todos y somos todos necesarios para que sea perfecta, y coincida con el sueño de Dios.


Los creyentes en Jesús no somos los protagonistas, sólo somos unos invitados más. O no, según se mire. Pero tenemos un ejemplo a seguir, el de Jesús y también el de María: mirar si falta algo, estar al quite, subsanar la carencia y que no decaiga la fiesta.

Música Sí/No