Parece ser que Jesús no habló demasiado sobre lo que
ocurrirá con nosotros después de que la muerte nos saque de esta vida que
conocemos. Él se centró especialmente en esta vida que ahora vivimos. Y se
preocupó de dar a todas las personas motivos para vivir mejor. A los enfermos o
les devolvió la salud o por lo menos les acompañó y bendijo. A los
despreciados, les devolvió su dignidad. A los marginados, les sacó del rincón
en el que estaban. A los tristes, les orientó hacia la alegría. Calmó el hambre y la
sed de las multitudes necesitadas. Denunció a los opresores y condenó la
injusticia y la maldad. Y a los pobres les llamó bienaventurados, porque Dios
está de su parte y de ellos es el Reino de los cielos.
Pero ante la pregunta que le hacen los
saduceos, ni se calla ni se arruga. Y la respuesta que ofrece es válida para
todo ser humano.
El Dios de la vida no puede consentir
que se le mueran sus hijos. Quien creó todo por amor, no va a dejar abandonado
lo que es obra de sus manos. Si Él está en el principio de todo, y todo se
mantiene porque Él lo sostiene, también al final Él será quien recoja todo y lo
envuelva en su Misterio.
Hoy resulta difícil tener fe, y al
mismo tiempo no es fácil vivir sin ella. Nos debatimos entre querer y no saber,
entre intentar ver y dudar de lo que no podemos agarrar. La salida más fácil es
tirar por la tangente y aparcar esos interrogantes profundos en los que no
terminamos de sabernos defender.
Reconocer que estamos envueltos en el
Misterio es complicado ante un mundo concreto y sobre el que pretendemos
ejercer el mayor control y dominio posible. En medio de nuestra inseguridad,
buscamos seguridades.
No las conseguiremos nunca. Pero sí
podemos orientar todo lo nuestro, -vida, afectos, ilusiones y proyectos-, desde
una disposición confiada en que no estamos solos, de que algo más fuerte, más
grande y más pleno nos abarca y nos abraza.
La actitud confiada y abandonada de
Jesús en manos de su Abba nos puede servir para no caer en el nihilismo
desesperanzado ni precipitarnos hacia un pragmatismo carente de humanidad.
La decisión nos corresponde a cada
uno, y aquí no vale lo que digan o hagan otros. ¿Quiero borrar de mi vida toda
esperanza última más allá de la muerte como una falsa ilusión que no nos ayuda
a vivir? ¿Quiero permanecer abierto al Misterio último de la existencia
confiando que ahí encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que
andamos buscando ya desde ahora?
Los bautizados tenemos a Jesús y su
Evangelio. En la Iglesia nos sentimos pueblo. Celebrando la Eucaristía,
memorial de Jesucristo muerto y resucitado, adelantamos al presente lo que será
de mí, de ti, de nosotros, de todo en el proyecto amoroso de Dios.