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Domingo 32º del Tiempo Ordinario



Parece ser que Jesús no habló demasiado sobre lo que ocurrirá con nosotros después de que la muerte nos saque de esta vida que conocemos. Él se centró especialmente en esta vida que ahora vivimos. Y se preocupó de dar a todas las personas motivos para vivir mejor. A los enfermos o les devolvió la salud o por lo menos les acompañó y bendijo. A los despreciados, les devolvió su dignidad. A los marginados, les sacó del rincón en el que estaban. A los tristes, les orientó hacia la alegría. Calmó el hambre y la sed de las multitudes necesitadas. Denunció a los opresores y condenó la injusticia y la maldad. Y a los pobres les llamó bienaventurados, porque Dios está de su parte y de ellos es el Reino de los cielos.
Pero ante la pregunta que le hacen los saduceos, ni se calla ni se arruga. Y la respuesta que ofrece es válida para todo ser humano.
El Dios de la vida no puede consentir que se le mueran sus hijos. Quien creó todo por amor, no va a dejar abandonado lo que es obra de sus manos. Si Él está en el principio de todo, y todo se mantiene porque Él lo sostiene, también al final Él será quien recoja todo y lo envuelva en su Misterio.
Hoy resulta difícil tener fe, y al mismo tiempo no es fácil vivir sin ella. Nos debatimos entre querer y no saber, entre intentar ver y dudar de lo que no podemos agarrar. La salida más fácil es tirar por la tangente y aparcar esos interrogantes profundos en los que no terminamos de sabernos defender.
Reconocer que estamos envueltos en el Misterio es complicado ante un mundo concreto y sobre el que pretendemos ejercer el mayor control y dominio posible. En medio de nuestra inseguridad, buscamos seguridades.
No las conseguiremos nunca. Pero sí podemos orientar todo lo nuestro, -vida, afectos, ilusiones y proyectos-, desde una disposición confiada en que no estamos solos, de que algo más fuerte, más grande y más pleno nos abarca y nos abraza.
La actitud confiada y abandonada de Jesús en manos de su Abba nos puede servir para no caer en el nihilismo desesperanzado ni precipitarnos hacia un pragmatismo carente de humanidad.
La decisión nos corresponde a cada uno, y aquí no vale lo que digan o hagan otros. ¿Quiero borrar de mi vida toda esperanza última más allá de la muerte como una falsa ilusión que no nos ayuda a vivir? ¿Quiero permanecer abierto al Misterio último de la existencia confiando que ahí encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que andamos buscando ya desde ahora?
Los bautizados tenemos a Jesús y su Evangelio. En la Iglesia nos sentimos pueblo. Celebrando la Eucaristía, memorial de Jesucristo muerto y resucitado, adelantamos al presente lo que será de mí, de ti, de nosotros, de todo en el proyecto amoroso de Dios.

Domingo 32º del Tiempo Ordinario


Nadie nos va a obligar a comer carne de cerdo, para poner a prueba nuestra fe. No tenemos, por tanto, ninguna posibilidad de ser mártires como lo fueron los siete hermanos del Libro de los Macabeos, que prefirieron perder la vida antes que quebrantar un mandamiento de Dios.

Tampoco va a venir nadie a decirnos que el día del juicio final está ahí mismo, y por tanto tampoco va a ser necesario que nadie nos recuerde que tenemos que trabajar y mantener el tipo durante mucho tiempo aún, como San Pablo; que para eso están las letras de la hipoteca, el precio de la gasolina y todos los demás compromisos económicos en que nos hemos embarcado casi de por vida.

Tal vez sí vengan los saduceos de este momento, los vividores de ahora y de siempre, a buscarnos las cosquillas como lo hicieron con Jesús: con lo buena que es esta vida, qué hacemos pensando en otra, que no hemos visto y de la que nadie ha vuelto para contarnos cómo es.

En la recta final del año litúrgico, nos hacen caer en la cuenta de que un artículo del credo que regularmente profesamos dice: “Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.

El tema de la resurrección se plantea en el Libro de los Macabeos ante la muerte prematura de jóvenes guerreros por hacer profesión de su fe. ¿Qué va a ser de ellos, arrancados de forma violenta antes de haber dado frutos?

San Pablo tiene que corregir algunos errores sobre la inminente venida de Jesús. Algunos visionarios habían empezado a fantasear, incitando a dejar de trabajar, a la pasividad.

En el evangelio lo plantean los saduceos, vividores materialistas que defienden aprovechar las oportunidades ahora, porque después no hay nada. Por ello no tienen ningún interés en que cambien las cosas: ellos son ricos y viven bien, y los pobres al fin y al cabo seguirán explotados.

Hoy, pues, nos tocaría hablar del cielo.

Por el contrario, yo os propongo este otro tema: “El cielo puede esperar”. No es ninguna chirigota ni cosa parecida.

Jesús predica al Padre, que es Dios de vivos, no de muertos. Y llama bienaventurados a quienes abren bien sus ojos a la realidad en que viven, y ante esa realidad templan sus gaitas, y sufren y se esfuerzan y viven en verdad.

En este mundo debemos vivir la fe en nuestro Dios, que no es insensible al dolor y al sufrimiento de tanto ser maltratado.

Jesús afirma que las relaciones entre los creyentes ahora deben generar vida, respeto e igualdad. Y llama felices a quienes construyen en su realidad humana la realidad definitiva. Lo que el cielo sea se adelanta a lo que en el suelo buscamos y hacemos. Y tengamos esto bien presente: “Sólo queda el amor”.

Música Sí/No