Solemos decir que el tiempo de Adviento es una
preparación para vivir la Navidad. Porque Navidad son los días en que
celebramos que Dios nace, pone su tienda entre nosotros, y se ofrece para que
alegres lo adoremos.
Pero en realidad la Navidad no está
adelante, o atrás si miramos al pasado. Navidad es el presente del Dios
encarnado, el Dios con nosotros. Navidad es siempre. O nunca, si es que vivimos
sin que Dios cuente para nada en nuestra vida. Y aquí la prueba del algodón es
el trato que damos a los hermanos. Si no cuentan para nada, o sólo en la medida
que nos interesa, tampoco Dios está. Si, por el contrario, nuestra vida está
abierta a los demás, si las penas y las alegrías de los otros nos preocupan y
ocupan, si el amor que nos tenemos a nosotros mismos incluye también el amor a
los cercanos a quienes nos aproximamos para compartir y celebrar con ellos; si
nos duele el dolor de este mundo, y entendemos que en este gran barco todos
somos tripulantes que llevan el mismo destino, y todos hemos de alcanzarlo para
que nuestra travesía sea verdadera y completa. Si… entonces Dios está. Está
porque él quiere estar, y está también porque nosotros le estamos haciendo
presente.
Este tiempo que ahora comenzamos y que
apenas va a durar cuatro domingos, es un toque de atención para que seamos
conscientes del momento que vivimos.
Los primeros cristianos enseguida se
perdieron en la rutina y dejaron de lado, a pesar de lo próximos que estuvieron
a Jesús, el Evangelio y el deseo de su Reino. Y San Pablo tiene que avisarles
que se dejen de juergas, que despierten de su modorra, y que espabilen que el día
ya está bien adelantado.
Nosotros tal vez también podamos estar
despistados y necesitemos que nos den esa voz de alerta: despertad, levantaos
de la cama y poneos a trabajar.
Muy serio es el aviso que nos da el
papa Francisco. No es él, propiamente. Es el Evangelio, con su alegría y con su
compromiso, con su verdad y con la realidad que nos pone delante de los ojos
porque es la que estamos viendo sin mirarla, sin reconocerla, sin aceptarla.
Jesús, el Señor, no nos amenaza, no
nos atemoriza con futuros castigos. Nos pide que abramos los ojos, que constatemos
dónde estamos, qué hacemos, cuál es el resultado que estamos consiguiendo,
hacia dónde nos dirigimos de seguir así. Jesús nos recuerda que por bautizados
somos testigos de esperanza, y que por lo tanto es nuestra responsabilidad
sostener la esperanza de este mundo y de todos cuantos en él, por no tener otra
cosa, sólo viven esperando algo mejor.
No nos refugiemos en los templos ni en
una descarnada religiosidad. No seamos cumplidores de lo nimio e
insignificante, de lo menos importante. No busquemos nuestra propia salvación
al margen de cualquier otra cosa. Somos la Iglesia de Jesús, y de él hemos
recibido el encargo, gozoso y esperanzado, de anunciar la Buena Nueva a mundo
entero. Y el mundo, y especialmente los pobres, lo necesitan y nos lo exigen.