Los judíos en el desierto confundieron
a Dios, que les liberó de la esclavitud de Egipto, con un repartidor de
alimento. Y confundieron a Jesús con el pan con que sació su hambre en medio
del campo. Pero ni Dios ni él son pan de esa manera
Muchos buscaban a Jesús simplemente
porque daba de comer, y, ciertamente, eso lo hacía siempre que podía, siempre
que encontraba a personas con hambre y tenía algún pan a su alcance. Pero él
sabía que el ser humano no vive sólo de pan, sino (y sobre todo) de palabra. Vino
a dar palabra antes que pan (porque el pan vendrá por añadidura, si tenemos de
verdad palabra, y dialogamos y sabemos compartir unos con los otros).
En un determinado momento, a las
personas hay que darlas de comer (y, sobre todo, no hay que robarlas, quitándolas
lo suyo e impidiéndolas que coman). Pero, al mismo tiempo, sabiendo que hay dar
de comer (¡y dando de hecho, si es que hay hambre!) hay que ofrecer palabra, es
decir, libertad y autonomía creadora, para que puedan así buscar el pan y
aprendan a compartirlo (en un mundo donde mi libertad no consiste en tener yo
todo lo que pueda a costa de los otros).
El tema es ¿quién y cómo puede
alimentar de esa manera? Según el evangelio, la verdadera alimentación se logra
sólo a través de la palabra y la justicia, allí donde los hombres y mujeres se hacen
pan (como Jesús), dándose a sí mismos y viviendo de tal forma que los demás
puedan acceder a la palabra y compartir también la comida. Pan de vida eterna
no se refiere a la vida después de la muerte, sino a una vida nueva y distinta,
que nos cambia aquí y ahora y cambia el mundo.