Nuestra existencia como personas
creyentes adquiere la plenitud de sentido cuando, ante la invitación de Dios a
entrar en relación con nosotros, respondemos afirmativamente. El Pueblo de
Israel tuvo que decidirse ante Dios, y lo hizo apoyándose en su propia
experiencia. Alianza es la palabra que da la Sagrada Escritura a esta estrecha
colaboración de Dios con su pueblo. Porque Dios y el ser humano se tratan de tú
a tú, pactando casi como iguales.
Esa alianza de Dios con los seres
humanos ordena también la forma en que han de convivir. San Pablo extrae
consecuencias aplicables a la vida familiar. Y os pido que no entresaquéis
frases o palabras de un texto que es amplio y profundo y dice mucho más en
conjunto que por partes separadas.
La alianza con Dios no siempre es fácil
como vemos en el evangelio de hoy, que concluye el discurso eucarístico de los últimos
domingos.
Jesús percibe que sus palabras
perturban a sus discípulos, que empiezan a dudar y a pensar que no es tan cómodo
seguirlo. Que sería más llevadero dejarlo y tomar otro camino.
En este momento de la historia puede
parecer que el Evangelio es agua pasada, y la fe y el compromiso por el Reino
de Dios, anacrónica y vacía de sentido. Muchas personas, algunas muy cercanas,
parece que no les interesa nuestra fe, han dejado de acompañarnos…
La pregunta de Jesús, -«¿Esto os hace
vacilar?, ¿también vosotros queréis marcharos?»-, no pretende herirnos sino
hacer más firme y consciente nuestra fe.
Pedro dará la respuesta creyente: «Señor,
¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y
sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios».