Una ciego de nacimiento, a quienes sus
padres han ayudado mientras han podido hacerlo, intenta valerse por sí mismo y
nadie se preocupa ni le cuida. Los discípulos de Jesús lo encuentran y le
avisan, porque sienten curiosidad o les preocupa su situación.
Vemos que Jesús se acerca y empieza
con él una conversación que poco a poco irá produciendo en el joven ciego un
acercamiento que llegará hasta la confesión «Creo, Señor».
No logra la visión en un instante, no
alcanza a creer en un chasquido de dedos. Hay un proceso largo y complicado,
lleno de inseguridad, miedo, oposición, rechazo, hasta llegar a la adhesión a
la persona de Jesús. Alcanzar la fe resulta ser, según este pasaje evangélico,
una transformación de la persona que, a pesar del entorno muchas veces poco o
nada favorable, o precisamente por él, va liberándose de ataduras, prejuicios y
condicionantes.
Necesitamos de nuestros padres, que
nos quieren y nos enseñan con su fe. Necesitamos también de discípulos de Jesús
que se preocupen de nosotros, y nos ayuden en la catequesis, en el colegio y en
la sociedad. Familia y comunidad, la Iglesia toda, es necesaria, pero no
suficiente. Ese acompañamiento ha de llevarnos hacia el encuentro personal con
Jesús allá donde estemos, y no es preciso un lugar especial o un momento
determinado. Ante Jesús nos transformaremos, pero va a exigir un proceso, una
lucha interna y tal vez externa, dejar cosas y tomar otras, reconocer que
estamos ciegos para ver con los ojos y también con el alma, y al final, como
este joven invidente, orar suplicando: “¿Y quién eres, Señor, para creer en ti?”
Cuando oigamos “Soy yo”, sabremos que
estamos ante Él.
Escuchando a Jesús y dejándonos
conducir interiormente por él, vamos caminando hacia una fe más plena y también
más humilde.
Y como discípulos también nosotros
seremos igual que el Maestro: “Mientras estemos en el mundo, hemos de ser luz
para el mundo”.