Pedagógicamente la liturgia nos acerca
a través de las tres lecturas bíblicas al momento cumbre del evangelio en el
que se oye la voz del Padre diciendo: «Este es mi hijo, el amado, mi preferido».
Todos sabemos que se refiere a Jesús. Y que si antes hemos tenido a otros, como
Abraham, como Moisés, para saber de Dios y de lo que a nosotros nos interesa,
ahora quien le representa, el que tiene el rostro iluminado y refleja su
gloria, es Jesús. Y sólo Él.
Mucha gente ha oído hablar de Jesús.
También muchas personas bautizadas. Su nombre resulta familiar, y todos recordamos
alguna que otra cosilla, porque las aprendimos de pequeños y aún las
conservamos.
No basta mirarlo; la voz misteriosa
insiste «Escuchadlo». Si Dios está muy lejos, si nos inspira temor, si nos
apetece acurrucarnos en lugar protegido y seguro, escuchemos a Jesús que nos
dice «poneos en pie, erguíos; no tengáis miedo». Es lo que da la cercanía. En
Jesús Dios se ha aproximado tanto a nosotros que, a poco que queramos,
escucharemos su voz que habla en nuestro interior tanto o más como desde el
exterior.
Si desde fuera nos llegan gritos de
dolor, peticiones de ayuda, lágrimas de tristeza; desde dentro oiremos en
susurro como acariciándonos: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en
el misterio de Dios. Tu poca fe es suficiente. No te inquietes. Si me escuchas,
descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si
crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón”.
Frente a la pretensión de tentar a
nuestro Dios, como veíamos el domingo pasado, y estar siempre en guerra contra Él
y contra el mundo, tenemos a Jesús con nosotros, y la seguridad de que escuchándolo
y siguiéndolo nuestra existencia será bien diferente y sabremos compaginar con
coherencia lo que sentimos por dentro y lo que debemos expresar y realizar hacia
fuera.
Jesús está llamando a nuestra puerta,
lo dice el Apocalipsis. Si le abrimos y dejamos que entre, todo cambiará. No es
lo mismo vivir con Jesús que vivir sin Él.
Por eso merece la pena tomar parte en
los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que nos ha dado Dios a cada
uno.