No nos dejes caer en la tentación y líbranos
del mal, pedimos insistentemente al Buen Padre Dios cada vez que oramos con la
plegaria que enseñó Jesús.
De igual modo nos confiamos a Dios
cuando salimos de viaje, que no nos sobrevenga un accidente. O cuando nuestros
hijos salen con su panda, que vuelvan pronto, sanos y salvos. O cuando el profe
ordena un control en clase sin avisar, que tenga suerte y no meta la pata. O
cuando… Porque el enemigo está ahí fuera, esperándonos para ponernos a prueba.
Incluso con mucha frecuencia
imaginamos que es Dios mismo el que quiere medir nuestras fuerzas, y nos va
colocando piedrecitas en el camino que hemos de recorrer para ver si tropezamos
o sabemos esquivarlas.
Así es, a groso modo, como hemos sido adoctrinados
desde siempre. La tentación nos viene de fuera, de las personas, de las
situaciones que vivimos, de lo que se nos ofrece, incluso de un extraño
personaje que tiene nombre propio aunque no sabemos cómo describirle. El
evangelio lo llama el tentador. Nosotros, el diablo.
Bien, ¿y si imagináramos otro
panorama? Con frecuencia en la Biblia Dios se queja amargamente de este pueblo
de dura cerviz que le pone a prueba una y mil veces. En el salmo 94 el escritor
bíblico pone en boca de Dios estas palabras: «No endurezcáis el corazón como en
Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron
a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» En realidad, toda la
historia que narra la Sagrada Escritura es una larga serie de situaciones en
las que Dios se ve atosigado por los caprichos y exigencias, cuando no las
duras recriminaciones, del pueblo elegido.
Dice la carta de Santiago, justo al
principio, «cuando uno se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; lo malo a
Dios no lo tienta y él no tienta a nadie. A cada uno le viene la tentación
cuando su propio deseo lo arrastra y lo seduce; el deseo concibe y da a luz
pecado, y el pecado, cuando madura, engendra muerte».
La respuesta tajante y rotunda de Jesús
en el evangelio de este primer domingo de cuaresma, «Está escrito: “No tentarás
al Señor, tu Dios”» y «“Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”»,
nos da pie para afirmar sin demasiado rodeos que la tentación nace en nosotros
mismos y va dirigida contra Dios. O negándolo, o haciendo de él un instrumento
en nuestras manos, o dejándolo aparcado al borde de nuestra vida.
No necesitamos, pues, encerrarnos
entre muros para resistir, o alejarnos de ambientes y situaciones para no ser
contaminados, ni apropiarnos de útiles ajenos para no ser vencidos. Sino, como
Jesús en medio del desierto, organizar nuestra vida ante Dios, en su presencia.
No frente a Dios, tampoco contra Dios y mucho menos al margen de Dios.
Jesús experimenta en esta escena
programática de su vida que puede no situarse correctamente en la presencia del
Padre. Y toma la decisión correcta: No solo de pan vive el hombre. No pondrá a
Dios al servicio de su propio interés, olvidando el proyecto del Padre. Siempre
buscará primero el reino de Dios y su justicia. En todo momento escuchará su
Palabra.
Dios se ha volcado sobre nosotros en
Jesús, nos ha plenificado con su gracia que es el amor divino hecho carne
humana. No reconocerlo, usarlo malamente o en propio y exclusivo beneficio,
negarse a compartirlo, es tentar a Dios, ponerlo a prueba, tener un corazón
extraviado, que, como concluye el salmo 94, hace quejarse a Dios que, dolido,
amenaza: «no reconocen mi camino; por eso he jurado en mi cólera que no entrarán
en mi descanso».
Dios no se encoleriza sino que insiste
amorosamente para que volvamos a gozar en su presencia. Tenemos preciosos
testimonios de ello en la Biblia. No le tentemos, Él está siempre de nuestra
parte, en favor nuestro.