«El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida; ¿quién me hará temblar?»
Así oraban los judíos piadosos en
tiempos de Jesús, con el salmo 26. Así rezaban no hace mucho tiempo nuestros
mayores. ¿Así lo hacemos ahora?
No eran muy diferentes de nosotros, a
pesar de que hemos avanzado tanto en tantas cosas y en tan poco tiempo. También
ellos vivían en precario, tal vez mucho más que en este tiempo en que la crisis
nos está haciendo mudos, ciegos y sordos; incluso paralíticos.
Fue entonces cuando la aparición de
Jesús y su mensaje se entendió como una buena noticia, el evangelio del Reino.
Por eso saltaron todas las alarmas recordando las palabras de los profetas que
habían avisado que una luz descendería sobre el pueblo, para que las tinieblas
en que habitaba desaparecieran. Así entendieron la llegada de Jesús, como la
luz que pone de manifiesto lo que estaba oculto.
Inmediatamente aquellas gentes se
pararon a escucharlo, lo buscaban para verlo, salían de sus casas para
seguirlo. Habían descubierto una luz en medio de la oscuridad de sus vidas.
Tendríamos que preguntarnos ahora
nosotros, qué luz nos alumbra, qué tinieblas nos dominan, qué buena nueva
necesitamos, y si estaríamos dispuestos a salir y dejarlo todo para encontrar
algo que nos merezca la pena.
Me temo que sigue habiendo
charlatanes. Se acabaron aquellos vendedores de elixires y pócimas maravillosas
que de feria en feria, engañaban a los incautos y los dejaban peor que estaban.
Ya no llaman a nuestra puerta representantes de productos de belleza, o de pólizas
de seguros, o de libros en lotes bien baratos. Ahora lo hacen por teléfono, o
desde la tribuna de oradores, o desde los eslóganes de los partidos políticos,
o desde los ambones de las iglesias que han sustituido a aquellos púlpitos
desde donde se nos convencía a base de amenazas y por medio del temor.
¿Dónde está esa buena noticia que
tanto necesitamos? Que alguien nos la muestre para ir también nosotros a encontrarla
y adherirnos a ella.
Parece mentira, pero es verdad: la
tenemos, está con nosotros, pero no somos capaces de reconocerla. La buena
noticia es Jesús de Nazaret. El evangelio que es luz y salvación es el Dios que
él nos muestra.
Un Dios desde el que podemos sentir y
vivir la vida como un regalo que tiene su origen en el misterio último de la
realidad que es Amor.
Un Dios que, a pesar de nuestras
torpezas, nos da fuerza para defender nuestra libertad sin terminar esclavos de
cualquier ídolo.
Un Dios que despierta nuestra
responsabilidad para no desentendernos de los demás.
Un Dios que nos ayuda a entrever que
el mal, la injusticia y la muerte no tienen la última palabra.
Todo el mundo tiene derecho a decidir
cómo quiere vivir y cómo quiere morir. Ojala este derecho fuera reconocido y
ejercido sin límites ni recortes. Aún estamos muy lejos de que esto sea
realidad planetaria. Pero quienes tenemos la suerte de poder elegir, de ser
libres para responsabilizarnos de nuestra propia vida, de considerarnos miembros
del colectivo que se dice Iglesia o Pueblo de Dios, deberíamos dar un paso al
frente, y presentar lo que es nuestro título de crédito, el Evangelio de Jesús,
la Buena Nueva de nuestra Salvación, la perla encontrada y el tesoro rescatado,
nuestra gloria y cómo no también nuestra responsabilidad. Como rubrica el apóstol
Pablo a lo largo de sus escritos a las comunidades, “no nos envió Cristo a
bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no
hacer ineficaz su cruz, sino llevándolo encarnado en las entrañas y siendo
testimonio vivo a la vista de todos, ante quienes corremos hacia la meta para
alcanzar el premio a que Dios nos llama desde lo alto en Cristo Jesús”.