«Vino a los suyos y los suyos no le recibieron…»
¡Qué dramático resulta este cerrar la
puerta a Dios! ¿Cómo pudo ser posible? ¿Y cómo es posible? Porque las cosas que
sucedieron siguen sucediendo, para bien o para mal.
¿Cómo es posible que un pueblo, que
desde siglos atrás esperaba al Mesías, cuando viene, le cierre las puertas? ¿Es
pura maldad? Debe ser otra la razón. Jesús hablaba de ceguera.
Está claro. Si Dios hubiera venido
como Dios, ¿quién no le hubiera recibido? Si el Mesías se hubiera presentado en
plan Mesías, como Dios manda, ¿quién le hubiera despreciado? El problema es que
no se le conoció.
Sabemos la vida de Jesús. Sabemos que
no se pareció en nada al Mesías esperado. Sabemos que resultaba desconcertante:
que el mismo Juan Bautista llegó a dudar de él.
Problema pues de ceguera. Pero
problema también de corazón.
¿No es verdad que sólo se ve bien con
el corazón? Luego, a aquella gente le faltaba algo más que los ojos y la mente;
le fallaba eso más íntimo que llamamos corazón.
Pero, ahora viene, la segunda parte. ¿Y
nosotros reconocemos a Dios y le recibimos? ¡¿Cuántas veces llama a nuestra
puerta y no le abrimos?! ¡¿Cuántas veces vemos a Jesús en el camino y damos un
rodeo?!
Tampoco se va a presentar hoy Jesús
como nosotros lo imaginamos.
Hoy Jesús llama a nuestra puerta como
si fuera un pobre, y nos espera en la calle o a la salida de la Iglesia, y se
hace presente en la familia pidiéndote un servicio o un poco de paciencia, y te
ruega que le dediques un rato y que le escuches en alguien que te plantea un
problema; y así siempre, de manera anónima y callada, pero él sigue pidiendo tu
acogida.
Pero nos pasa como a los de Belén y
Nazaret, como al sacerdote y al levita de la parábola del Buen Samaritano: no
le conocemos, no hay sitio en nuestra casa, decimos que no tenemos tiempo y que
hoy no te puedes fiar de nadie; pero la verdad es que somos ciegos y que
tenemos dureza de corazón; la verdad es que no somos sensibles ni tenemos entrañas
de misericordia.
No tenemos ni ojos, ni corazón para
ver al prójimo.
No tenemos ni ojos ni corazón para ver
a Dios en el prójimo. O sea, que seguimos rechazando la Palabra de Dios, para
que se vaya con la música a otra parte. No tenemos oídos para la Palabra, ni
para los gemidos y las exigencias de la Palabra. Tenemos otras canciones y
otras cosas más bonitas que escuchar.
Rechazamos a Jesús; que se vaya a
nacer a otro sitio, porque nuestra casa es pequeña y está muy ocupada; y por
otra parte, tenemos cosas más importantes que hacer.