En muchas culturas religiosas, también en la nuestra,
solía ofrecerse a Dios lo mejor de las cosechas, lo mejor de la cabaña
ganadera, y el mejor fruto del amor familiar, el primogénito. Algunos recordaréis
que un mandamiento de la Iglesia era ofrecer los diezmos y primicias. Y no hace
tanto en el momento del bautismo, se ofrecía al niño o a la niña a la Virgen o
a algún santo patrono. No dejaba de ser el reconocimiento de que todo es de
Dios, porque todo viene de él. Lo mejor de lo mejor era consagrado a Dios:
puesto a su servicio.
La fiesta que hoy celebramos tiene,
pues, ese sentido de ofrenda que hacen María y José de su hijo primogénito según
las normas religiosas.
Pero la intervención de aquellos
venerables personajes Simeón y Ana transforman la ofrenda de Jesús y la convierten
en presentación que Dios hace de Jesús como el sumo sacerdote capaz de
compadecerse de sus hermanos y de expiar los pecados del pueblo. La espada que
atravesará el alma de la madre, María, orientan la atención hacia el momento final
de la cruz y la muerte del hijo por la salvación de todos.
Simeón y Ana, dos ancianos,
representan a quienes mantienen la esperanza contra viento y marea. Están en el
templo, pero no son del templo. En ellos están incluidos los humildes y los
pobres que nada tienen, que no cuentan para las estadísticas de los poderes, y
esperan únicamente de Dios una palabra que dé sentido a su larga y nada vistosa
existencia. Se cumple en sus personas lo que luego diría Jesús, ya adulto:
Bienaventurados los pobres, bienaventurados los limpios de corazón, porque veréis
a Dios. Los ricos y los de corazón hinchado lo tienen más difícil.
Por nuestro bautismo, lo hicieran explícito
o no nuestros padres y padrinos, estamos asociados a Jesús en su ofrenda y
presentación. Nuestra vida cristiana sólo tiene sentido haciendo realidad lo
que San Pablo pide en la carta a los Romanos: «Os ruego, hermanos, por la
misericordia de Dios, que presentéis vuestra existencia como sacrificio vivo,
consagrado, agradable a Dios; éste es el culto que debéis ofrecer».
Nuestro mundo necesita ver la salvación
de Dios y alguien tiene que mostrársela. Que esta eucaristía nos sirva a todos
de recordatorio y de nueva propuesta de entregar nuestra existencia por amor a
Dios y por amor a los hombres, haciendo consciente la plegaria que ocupa un
lugar central en la Eucaristía: “Que Él nos transforme en ofrenda permanente”.