Cuando Jesús se entera de que el Bautista ha sido encarcelado, abandona su aldea de Nazaret y marcha a la ribera del lago de Galilea para comenzar su misión. Su primera intervención no tiene nada de espectacular. No realiza un prodigio. Sencillamente, llama a unos pescadores que responden inmediatamente a su voz: "Seguidme". Así comienza el movimiento de seguidores de Jesús. Aquí está el germen humilde de lo que un día será su Iglesia. Aquí se nos manifiesta por vez primera la relación que ha de mantenerse siempre viva entre Jesús y quienes creen en él. El cristianismo es, antes que nada, seguimiento a Jesucristo.
Esto significa que la fe cristiana no es sólo adhesión doctrinal, sino conducta y vida marcada por nuestra vinculación a Jesús. Creer en Jesucristo es vivir su estilo de vida, animados por su Espíritu, colaborando en su proyecto del reino de Dios y cargando con su cruz para compartir su resurrección.
Nuestra tentación es siempre querer ser cristianos sin seguir a Jesús, reduciendo nuestra fe a una afirmación dogmática o a un culto a Jesús como Señor e Hijo de Dios. Sin embargo, el criterio para verificar si creemos en Jesús como Hijo encarnado de Dios es comprobar si le seguimos sólo a él.
Y no parece que esto sea tan simple, tan fácil y tan concluyente, a la vista de las profundas diferencias que existen entre quienes nos decimos cristianos. Y no son de ahora, ni siquiera de ayer. Datan de los primeros tiempos de la historia de nuestra fe. Ya desde el principio Pablo tuvo que alertar por el peligro de personalizar en exceso el seguimiento de Jesús, de recalcar protagonismos y diferencias, de poner acentos que separan y distinguen más que califican y enriquecen.
En los tiempos actuales esas diferencias se ven agravadas por la desafección de tantos cristianos de nombre, por la indiferencia y el desánimo de muchos que ven en los pastores de la Iglesia decisiones y tomas de postura poco claras o duras de entender según el modo de pensar actual, y también por la reivindicación de una vuelta a las raíces evangélicas auténticas según el criterio particular de cada quien. Hoy como nunca se da un relativismo exacerbado sobre lo que pueda ser y significar seguir a Jesús, poniendo en entredicho cuanto suene a común, tradición, eclesial, doctrinal.
No es cuestión convertir esto en motivo para dirigirnos mutuamente reproches, porque la historia está llena de errores de unos y de otros. Es verdad que mayor responsabilidad tienen quienes ostentan cargos y cargas dentro y ante la comunidad. Pero no es menos cierto que el pueblo cristiano hemos pecado demasiadas veces de estar en silencio, pasivamente, prácticamente no estando.
Dentro de nuestra Iglesia, la católica según el rito romano, hay muchas parcelas donde poder celebrar la fe y cultivar nuestra espiritualidad, tantas que no parezca necesario inventarse otras nuevas. La oferta es amplia y variada. Es ahí donde podemos encontrar el apoyo para realizar el seguimiento de Jesús, lejos de individualismos y apartes excluyentes. La parroquia, por ejemplo, es el lugar más cercano para cualquiera que desee hacerlo.
Encerrarse en uno mismo o apartarse en grupitos elitistas tal vez no sea romper la comunión, pero sí es renunciar a robustecerla. Estos tiempos de crisis pueden ser la mejor oportunidad para corregir el cristianismo y mover a la Iglesia en dirección hacia Jesús. Hemos de aprender a vivir en nuestras comunidades y grupos cristianos de manera dinámica, con los ojos fijos en él, siguiendo sus pasos y colaborando con él en humanizar la vida. Disfrutaremos de nuestra fe de manera nueva.
Esto significa que la fe cristiana no es sólo adhesión doctrinal, sino conducta y vida marcada por nuestra vinculación a Jesús. Creer en Jesucristo es vivir su estilo de vida, animados por su Espíritu, colaborando en su proyecto del reino de Dios y cargando con su cruz para compartir su resurrección.
Nuestra tentación es siempre querer ser cristianos sin seguir a Jesús, reduciendo nuestra fe a una afirmación dogmática o a un culto a Jesús como Señor e Hijo de Dios. Sin embargo, el criterio para verificar si creemos en Jesús como Hijo encarnado de Dios es comprobar si le seguimos sólo a él.
Y no parece que esto sea tan simple, tan fácil y tan concluyente, a la vista de las profundas diferencias que existen entre quienes nos decimos cristianos. Y no son de ahora, ni siquiera de ayer. Datan de los primeros tiempos de la historia de nuestra fe. Ya desde el principio Pablo tuvo que alertar por el peligro de personalizar en exceso el seguimiento de Jesús, de recalcar protagonismos y diferencias, de poner acentos que separan y distinguen más que califican y enriquecen.
En los tiempos actuales esas diferencias se ven agravadas por la desafección de tantos cristianos de nombre, por la indiferencia y el desánimo de muchos que ven en los pastores de la Iglesia decisiones y tomas de postura poco claras o duras de entender según el modo de pensar actual, y también por la reivindicación de una vuelta a las raíces evangélicas auténticas según el criterio particular de cada quien. Hoy como nunca se da un relativismo exacerbado sobre lo que pueda ser y significar seguir a Jesús, poniendo en entredicho cuanto suene a común, tradición, eclesial, doctrinal.
No es cuestión convertir esto en motivo para dirigirnos mutuamente reproches, porque la historia está llena de errores de unos y de otros. Es verdad que mayor responsabilidad tienen quienes ostentan cargos y cargas dentro y ante la comunidad. Pero no es menos cierto que el pueblo cristiano hemos pecado demasiadas veces de estar en silencio, pasivamente, prácticamente no estando.
Dentro de nuestra Iglesia, la católica según el rito romano, hay muchas parcelas donde poder celebrar la fe y cultivar nuestra espiritualidad, tantas que no parezca necesario inventarse otras nuevas. La oferta es amplia y variada. Es ahí donde podemos encontrar el apoyo para realizar el seguimiento de Jesús, lejos de individualismos y apartes excluyentes. La parroquia, por ejemplo, es el lugar más cercano para cualquiera que desee hacerlo.
Encerrarse en uno mismo o apartarse en grupitos elitistas tal vez no sea romper la comunión, pero sí es renunciar a robustecerla. Estos tiempos de crisis pueden ser la mejor oportunidad para corregir el cristianismo y mover a la Iglesia en dirección hacia Jesús. Hemos de aprender a vivir en nuestras comunidades y grupos cristianos de manera dinámica, con los ojos fijos en él, siguiendo sus pasos y colaborando con él en humanizar la vida. Disfrutaremos de nuestra fe de manera nueva.