Domingo 2º del Tiempo Ordinario


El domingo pasado fuimos testigos, a través de la proclamación del Evangelio, del reconocimiento de Jesús como el Hijo muy amado del Padre, que tuvo lugar junto al Jordán donde Juan estaba bautizando.
En el recuerdo del bautismo de Jesús también nosotros recordamos nuestro propio bautismo. Y en Jesús, también nosotros nos reconocimos hijos amados de Dios.

En el evangelio de hoy, Juan trata de explicar con palabras lo que vivió en aquella escena. Y es curioso que diga, dos veces, como insistiendo, que él no conocía a Jesús, que no sabía quién era, hasta que tuvo la experiencia del Espíritu. Lo que en principio no era sino un simple signo de purificación y anuncio de lo que estaba por venir, pasó a ser el momento fundante de la acción de Dios por el Espíritu.

Jesús es el Hijo de Dios. Juan lo reconoció, porque vio al Espíritu llenándolo y ungiéndolo. A partir de entonces tanto Jesús como Juan llevarán a cabo, cada uno a su manera, la misión que les correspondía. Y será el Espíritu Santo el que lleve en todo momento la iniciativa.

Desde entonces, la Iglesia ha bautizado en el nombre de Jesús, el Cristo, el Cordero de Dios. El paso por el agua es apenas una sombra de la verdadera transformación que lleva a cabo el Espíritu, en quien reside el verdadero bautismo. Este bautismo significa vivir en Cristo, animados por su Espíritu, interiorizando su experiencia de Dios y sus actitudes más profundas.

Este bautismo implica pasar de buscar a conocer; exige reconocerle en los hermanos y en la eucaristía; culmina en identificarse con Él, haciéndose -o mejor dicho-, dejándose hacer a su imagen y modelo, para pasar por la vida como otros cristos.

Bautizarse en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo es mucho más que un simple rito de agua. Es reconocer que existe el mal en el mundo, el pecado, la injusticia. Es creer que Dios aborrece ese mal y ese pecado, que está decididamente en contra y no va a descansar hasta derrotarlo. Es aceptar que Dios cuenta con nosotros para ello, porque sin nosotros no es posible. Es armarse de Espíritu, para entrar en la dinámica del Reino y hacer carne nuestra las bienaventuranzas de Jesús.

Bautizarse en el Espíritu de Jesús es dejarse transformar lenta pero inexorablemente por la acción de Dios manifestada en Jesús; y pasar por la vida haciendo el bien: sanando los corazones dolientes, animando a los espíritus débiles, fortaleciendo las rodillas vacilantes, y no forzando el proceso interior de nadie, sin romper ni doblegar el pabilo vacilante o la caña ya cascada.

Bautizarse así no es cosa de un instante, por muy solemne que aparezca, sino un proceso lento y silencioso, hecho a base de buen ánimo, paciencia y generosidad, de ir “conociendo” a Jesús y señalarle en cada esquina de nuestra vida, y así poder decir: ¡Es el Señor, es Él!

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